sábado, 2 de febrero de 2008

La buena estrella

La buena estrella
Ramón Serrano G.
Para mi amigo M.M.P. que supo ganarse su buena estrella.

Nada nuevo, o quizás muy poco, podría decir yo acerca de eso que hemos dado en llamar tener buena estrella, tema este sobre el que se ha escrito ampliamente por plumas mucho más cualificadas que la mía, a la cual ya me agradaría que la tratasen siquiera de lapicero. Pese a ello, quisiera apostillar algo sobre el tema.
Dejando a un lado los reconocimientos ajenos y propio, empezaré por afirmar que todos sabemos que aquello de la buena estrella viene a significar que un determinado individuo tiene suerte, ya sea esta en determinados asuntos. Puede que sea mucha o poca, real o aparente, de momio o bien ganada. Pero de esto me ocuparé más adelante. Lo que sí quisiera recordar es que esta creencia de la buena estrella procede de hace cuatro mil años, cuando los asirios, descubridores de la astrología, sostenían que si alguien nacía cuando se producía cierta conjunción astral, la fortuna le acompañaría a lo largo de toda su vida.
Esa convicción se ha venido manteniendo en el tiempo y es más, se ha visto incrementada por multitud de actos, artilugios y objetos, a los que el hombre les ha ido concediendo la cualidad de taumatúrgicos, queriendo obtener con ellos beneficios extraños que le ayudaran a triunfar en sus proyectos e intenciones, o le protegieran de males y hechizos. Acuérdense de la pata de conejo, del trébol de cuatro hojas o de la herradura con agujeros impares. Y, recurriendo a la historia, citaremos el ojo de Horus, la espada Excalibur, o el martillo de Thor. A estos, podríamos añadir una muy variada lista de amuletos, ritos y conjuros, existentes en todas las épocas, en todos los países y en todas las culturas.
Hoy en día, bien metidos en el siglo XXI y pese a los avances de la ciencia, se sigue creyendo firmemente en eso de la buena suerte. Y en realidad está bien que se haga, ya que es que lo mismo que ocurre con las meigas, que se puede creer en ellas o no, pero haberla, haylas. Casos sencillos, por citar algunos, son el que gana un premio en la lotería o el de quien salva la vida en un accidente de tráfico mientras que su compañero de asiento fallece en él. Pero estos son ejemplos de buena suerte puntuales, y yo en este escrito me estoy refiriendo a esa buena estrella que parece acompañar a algunos de forma constante desde hace más o menos tiempo.
Y lo intento hacer mirando la cuestión de un modo extrínseco. Es decir, no viéndola desde sus propias cualidades y posibilidades de existencia, sino enfocándola desde tres ángulos, en los que la mayoría solemos basarnos para determinar de una manera rotunda, y plenamente convencidos de ellos, que un individuo tiene la extraordinaria suerte que le asignamos los de su entorno.
La primera versión sería preguntarnos qué es para cada uno lo de la buena suerte, ya que suele suceder, que tenerla es acabar poseyendo lo que para nosotros es importante, con independencia del valor real que tenga aquello que otros alcanzan y nosotros envidiamos. Esto llega a ser falso en demasiadas ocasiones. Por no alargarme, diré que algunos comentan que Zutano tiene mucha suerte porque ha ganado, simplemente, dinero.
La segunda posibilidad es que Fulano haya tenido suerte y hoy esté en posesión de bienes de contrastada importancia, sean estos materiales o no, económicos o no. Pero tampoco me es útil esta posibilidad, ya que las personas son seres muy complejos y pudiera acontecer que sí, que hayan tenido mucha suerte en A, en B o en C, pero ignoramos si son desafortunados en X, en Y o en Z. Sabemos que tienen fincas, riqueza, estudios, pero desconocemos si su salud, su entorno social o familiar, su cultura son una hecatombe. Puede que sean suertudos en una parte, y por ello les envidiamos, pero quizás sean desafortunados en otras muchas, y eso no lo queremos ver o no alcanzamos a verlo.
He dejado para el final la apreciación más corriente que solemos emplear al juzgar a esas personas que, según nuestra creencia, tienen buen sino o están protegidos por algún hado. Estamos ante alguien que ha triunfado justa y notablemente en su vida. Lo primero que se nos ocurre decir de esa persona es que tiene una chorra increíble, y no nos ocupamos de indagar, cuántas horas dedicó al trabajo o al estudio; cuánto esfuerzo tuvo que derrochar; qué capacidad de sacrificio demostró; cuántas horas de sueño despreció en aras de ganar tiempo para alcanzar su meta; cuánto espíritu de superación expresado; cuánto aguante; cuánto tragar sapos desagradables pensando, y sabiendo, que el éxito compensaría el esfuerzo.
Y nosotros, trashogueros y bigardos sin tino, que abandonamos el camino al encontrar la primera piedra; que somos incapaces del menor esfuerzo; que buscamos sólo la vida muelle; que dedicamos al ocio el noventa por ciento de nuestro tiempo; que escurrimos el bulto de las dificultades; que incluso nos rebajamos a mendigar prebendas, canonjías y mamandurrias, nosotros digo, somos proclives a pregonar que aquél que demostró sobradamente tener unas agallas, o unos dídimos, de los que nosotros carecemos, y que lo que hoy posee lo ganó esforzada y merecidamente, lo ninguneamos diciendo que es alguien con mucha suerte.
Si nosotros tuviésemos, al menos, la mitad de su capacidad de esfuerzo y de trabajo, ¡qué la mitad! la décima parte tan sólo, estoy seguro que muchos también tendríamos una buena estrella.

Enero 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 25 de enero de 2008

Que tenemos que hablar

Que tenemos que hablar
Ramón Serrano G.

“Ve a menudo a casa de tu amigo, porque la maleza borra pronto la senda que no se usa”
Proverbio nórdico.-

- Espera hombre. Siéntate aquí junto a mí, y reposa un rato. No tengas ese desasosiego que te está ahogando, que te está haciendo perder tantas horas por empeñarte en ir a ningún sitio. Para y observa lo bello de cuanto nos rodea, que hoy aún se puede. Porque dime, amigo ¿adónde vas con esa prisa? ¿qué conseguirás con tu acelero? ¿qué crees que va a cambiar con esa tu presura?
Nada. Absolutamente nada. Ni el mundo, por supuesto, ni siquiera tu propia vida. Ven y observa, si no, como allí abajo, el río sigue discurriendo con sus aguas cada vez más escasas y sucias, sí, eso sí, pero regando, dando frescor y permitiendo la subsistencia de muchas plantaciones. Aún quedan en él algunos peces que sirven de solaz y desahogo a cualquier pescador desocupado. Allá arriba, cerca de su nacimiento, aún se acerca algún pastor para que sus cabras beban en los manantiales. Y por allí lejos, en el ensanche de su desembocadura, algún barquero se atreverá a allegarse plácidamente hasta el mar bogando en su chinchorro o su gabarra.
Acércate, si lo deseas, a la montaña y observa cómo está en muchos lugares abrasada por el desatino de algún enajenado propenso a fogarizar desastrosamente. “Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora, campos de soledad, mustio collado…”. Pese a ello, el sol y las lluvias la seguirán repoblando de distintas y maravillosas especies de árboles. Descubrirás, entonces, robles, pinos, hayas, castaños, alerces o mostajos y un sinfín más de congéneres suyos, a los que pronto empezarás a conocer, querer y cuidar, que tú eres de buena ralea. Y entre esos árboles alcanzarás a ver, para tu dicha, a animales como el ciervo, el urogallo, el zorro, el lagarto o la culebra, y descubrirás, que aunque a veces enemigos, saben mantener un equilibrio zoológico admirable. Y si levantas la cabeza, te embelesarás con el volar de tórtolas, cernícalos, oropéndolas o milanos.
O si lo prefieres, llégate hasta el mar. Míralo, tan sólo míralo, respira profundamente y encontrarás la paz y la felicidad. Que el mar es, sin duda, una de las mayores bellezas de este mundo.
Pues todo esto se produce y desarrolla sin tu intervención, y lo que es más, pese a la de otros. Esos otros, a los que aludo, son los que se lanzan diariamente a una lucha desenfrenada por conseguir, por tener, por aparentar, y para ello empujan, destrozan, zancadillean, agarran, trepan, entorpecen, y luego simulan. Hacen lo que sea, arrollan lo que haga falta, desprecian opiniones, pero el caso es llegar, llegar cuanto antes, llegar a costa de lo que haga falta, sea legal o ilícito, pero quieren llegar. Obsesivamente. Y en caso de que, pese a todo no pudieran conseguirlo, aparentar que sí lo han hecho, que sí lo han logrado, aunque sólo sea por aquello del qué dirán.
No te metas tú en esa barahúnda de la que únicamente obtendrás una burda pátina de oropel, que habrás de pagar a precio de oro, y con la que apenas conseguirás ocultar tus vergüenzas y tus limitaciones. Déjalos que sean ellos los que cometan las equivocaciones de querer apoderarse de todo, de desear estar en todo, de intentar dominarlo todo. Tú serás testigo de que escuchan a diario los constantes avisos que les advierten de lo erróneo de su proceder. Pero no evitarás, aunque lo intentes, que estén constantemente en luchas y guerras que les tienen ya muertos, aunque sigan respirando. Nadie tiene poder ya, para maniatar a ese trasgo. Es un demonio que los tiene enloquecidos. Han hecho alianza con Cachano.
Mejor será, entonces, que, cumplidas tus obligaciones, busques el hermanamiento con los que te rodean, que entrañes con ellos, que vivas con ellos. Párate con el guardia municipal que hace su ronda caminando. Cuando acudas a comprar la prensa, comenta el devenir cotidiano con el quiosquero. Dialoga con el notario mientras tomas tu café de media mañana. Saluda al albañil que, en el andamio, hace malabares con los ladrillos. Sé sociable y afectivo con todos, con unos y con otros, y piensa que muchos de aquellos a los que ves que parecen vivir holgados, se hallan tan pobres, que no pueden gozar ni de un simple saludo, mientras haylos que aparentan penuria y son ricos en afectos.
Por eso, sobre todo y ante todo, cultiva la amistad. Mantén las que ya tienes y procura adquirir algunas nuevas, que de todas ellas, viejas y recientes, obtendrás el mejor de los provechos y al tiempo, les estarás regalando algo que a ellos les satisface en extremo: tu compaña. Y obrando en consecuencia, y porque sabes, que desde hace mucho, mucho tiempo, me considero amigo tuyo, es por lo que te digo: Ven, siéntate junto a mí, ..“que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma….”

Enero 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 11 de enero de 2008

La compra

La compra
Ramón Serrano G

Muchas veces, a través de la ventana, descargan sobre mi sillón de lectura unas inmensas nubes preñadas de recuerdos, y son ellas las que inspiran algunos de estos pobres relatos que les transcribo. Dejan en mi derredor un clima propicio para que la mente evoque tiempos en los que yo era niño o joven, a lo sumo mozo. Años en los que todo aquello que sucedía era bueno, o al menos, poco o casi nada ocurría de lo que ahora se nos aparece como malo. Años en los que las ilusiones se cumplían, o parecía que iban a realizarse. El último de estos recuerdos me lo vino a proporcionar la hindú Carolyn Slaughter, cuando en su magnífica novela “Un inglés de piel oscura”, dice algo así como que todas las mujeres del mundo lo que saben hacer mejor que nadie es comprar.
En ese momento, el alma, deseosa siempre, como antes queda dicho, a retrotraerse a lejanas épocas, vino a rememorar la de mi niñez, allá en la desapacible y fastidiosa posguerra española. Un tiempo en el que sobraban malos recuerdos y penurias, y en el que la escasez de todo tipo se había enseñoreado de nuestro país. Faltaban mercancías y faltaba, más aún, numerario, por lo que salir de tiendas era todo un acontecimiento. Así que me acuerdo de que entonces iba siempre con mi madre a comprar, primero porque ella no tenía con quien dejarme, y luego, porque me distrajera con la tournée. Entraba yo en los establecimientos expectante, como todos los chiquillos, asombrándome ante lo que se podía ver en sus estanterías, entonces poco llenas o, mejor dicho, casi desiertas.
He de decir, que de continuo me extrañó ver cómo en los comercios casi nunca había clientes y sí clientas, mientras que en el mercado municipal de abastos ocurría todo lo contrario, ya que allí predominaban los compradores masculinos. Supe luego que era esta última una costumbre poco extendida en otros lugares, pero que se daba con frecuencia en Tomillares. Sería, digo yo, por el mayor costo de la compra y por lo pesado de su carga, puesto que se solía hacer para la semana, bien para el consumo doméstico o para la ida al campo a desarrollar las faenas agrícolas.
Pero, como apuntaba, a las tiendas de ultramarinos (ultramarino; ¡qué palabra tan bonita y tan sugerente!) y a otras lonjas eran las parroquianas quienes acudían casi en exclusividad. En ellas, las mujeres hablaban mucho y gastaban poco. Y el parloteo no era sólo regateando, que eso se daba por seguro, sino imitando a lo que los hombres solían hacer en barberías y guarnicionerías, y que era, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, hablar de dos cosas: de lo divino y de lo humano. Hay que decir, en descargo de los pobres, que eso era lo natural. Pocos tenían radio, televisión nadie, y la prensa llegaba a escasos hogares.
Y como a la mayoría de las féminas poco les importaba lo que pudiera suceder unas leguas más allá de las eras de su pueblo, su cháchara venía a ser, a más de una salutación o algún ligero cotilleo, muy inquisidora de la calidad y precio de los productos a través, no ya sólo del dependiente, sino de la vecina, amiga o familiar con la que habían coincidido en el bazar de turno. Preguntaban, volvían a preguntar, preguntaban de nuevo, y en este caso, tantas vueltas y revueltas, tantas idas y venidas, sí puedo decirle amigo, que les eran de enorme utilidad. -“¿Y dices que esto es bueno?- ¿Y no será mejor aquello?-Si esto parece que está como raído”.- Una y cien cantinelas queriendo quitarle calidad al producto en vías de adquisición, para ver si diciendo que era malo costaba menos
Sí, gastaban poco, lo mínimo posible. Pero casi siempre por una razón fundamental: porque era poco, muy poco, lo que tenían. En la casa sólo entraba el dinero del sueldo del marido, y que casi siempre era exiguo. Ellas no tenían por aquellos entonces faenas remuneradas. Únicamente las domésticas, grandes y agotadoras por otra parte, y los hijos, que casi siempre había varios, o iban a la escuela, o estaban de aprendices en algún taller. Y en estos los educandos, mientras tuviesen esa categoría laboral, recibían siempre la misma paga: toda el agua que se pudiesen beber y aguantar todos los capones que les pudieran dar.
Es así que no había otro remedio que estirar cuanto fuese posible la escueta ganancia marital, para poder atender a las muchas necesidades familiares. No conocían las pobres, ni de oídas. a Adam Smith o a J. Maynard Keynes, pero sabían de economía tanto o más que ellos. Una economía sencilla, sí, pero tremendamente útil, y sobre todo eficaz. Veamos dos campos fundamentales. Del suministro alimenticio se encargaba el marido, como ya va dicho. Pero de la administración y el consumo lo hacían ellas, y en verdad que lo hacían a conciencia. La base de su pirámide nutricional, o sea la manduca de diario, consistía rutinariamente en gachas, migas, legumbres y caldillos de patatas. Carne poca, pescado escaso o ninguno, pero eso sí, fruta variada: los higos que les regalaba su cuñada, y melones y uvas en su tiempo.
Mas de lo que se podría escribir una enciclopedia, era de su increíble regencia y gestión del hogar, sobre todo en tejidos y ropas. Tan sólo unos apuntes. El mantel, de hule, que aguantaba mucho y se limpiaba pronto. Las sábanas, no de Holanda precisamente, sino de estopilla morena, o sea, de aquella parte más fina de la estopa de lino o de cáñamo, tejido este que los lonjistas ofrecían como “el pan del pobre”, y a las que por su duración podríamos calificar como de las diez mil y una noches, y que, con tanto uso y tanto lavado, a su final estaban blancas y trasparentes como una gasa. En cuanto a la poca ropa de vestir disponible, haré referencia a los jerséis, siempre tricotados a mano y siempre de colores pardos y sufridos. A los trajes vueltos, para arrancarles una segunda vida. A los calcetines y medias zurcidos una y cien veces. Y a los pantalones remendados (véase al respecto el magnífico cuadro de Antonio López Torres “Niños jugando a las bolas”)
Podría seguir con una enumeración prolija de otros muchos malabarismos dinerarios que aquellas mujeres tenían que hacer hasta que arrancaban del almanaque la última hoja del mes. Pero resumiendo diré que en aquellas casas se mantenía un modo de vida completamente dominado por dos verbos y dos adverbios: se aprovechaba todo y no se tiraba nada.
Sin embargo, creo que aún no he resaltado la mayor virtud, o quizás estuviese mejor dicho el verdadero milagro económico, que aquellas mujeres llevaban a cabo diariamente. Cuando cogían los pocos dineros que llegaban a su poder, los estiraban y estiraban como si fuesen de goma, hasta conseguir que en la casa no faltase cosa alguna y que si de algo no había, se tuviese la alegre resignación de que no importase esa carencia. Pero es que a más de tener al personal limpio y casi bien alimentado, o al menos carente de hambre, tenían las agallas y el saber suficientes para ahorrar.
Sí, sí. Han leído bien. He escrito ahorrar. ¡Ah! ¿que muchos de ustedes no saben lo que es ahorrar, porque es algo que está en completo desuso desde hace bastantes años? Bueno, pues se lo explico gustoso. Era ir guardando algún dinerillo de donde no había. Lo conseguían al privarse a sí mismas de una tajada de tocino. Ayudando a la vecina a enjalbegar para que luego ella les regalara una escoba de cerrillo. Encendiendo la lumbre una hora después de lo habitual para gastar un par de cepas menos. Con ello, y con algún que otro sacrificio más, guardaban en el mayor de los secretos hoy un poco, mañana nada, pasado tal vez algo, y así conseguían, céntimo a céntimo, real a real, tener un fondo con el que poder permitirse el lujo de que la familia comiera pollo en la pascua, que el chico estrenase una camisa nueva el domingo de Ramos, o que al abuelo no le faltase su cajetilla de picadura. Y aunque cueste creerlo, aún las había tan conseguidoras que lograban alcanzar un capitalillo para, al cabo de los años, poder comprar un piquejo de viña, o que la dote de la chica fuese igualita a la que llevó su prima Remigia.
Pregunten, pregunten a los que hoy superan los sesenta y verán cómo les corroboran cuanto aquí les he dejado dicho. Habrá, sin duda, némine discrepante en que aquellas mujeres fueron unos seres extraordinarios, poseedoras de muchas virtudes, realizadoras de muchos prodigios y alcanzadoras de muchos, aunque callados, triunfos. Por eso vengo a afirmar aquí y ahora, que en contra de la autora india citada al principio, creo que la mujer sí sabe comprar estupendamente, pero también sabe hacer de forma extraordinaria otra gran cantidad de cosas muy importantes. Y esto debe decirse.
Diciembre 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de diciembre de 2007

Gratitud

Gratitud
Ramón Serrano G.

En algunas ocasiones (imperdonablemente, en demasiado pocas) he hecho públicas algunas palabras para pregonar mi admiración y, sobre todo mi infinito agradecimiento, a quienes fueron, y son, mis maestros y mis amigos. Los viejos, ya se sabe, somos repetitivos, pero creo que esta reiteración se debe admitir en este caso por sincera y, sobre todo, por justa. Igualmente he dicho siempre, y me reafirmo en ello, que por esa causa, por haber tenido y, en algunos casos, seguir teniendo esos maestros y esos amigos, me considero un hombre muy afortunado.
Sin embargo nunca he emitido este pregón para dar las gracias de la misma forma que lo hice con aquellos, a otro grupo al que tengo la misma estima y reconocimiento. No sé cual ha sido el motivo. Bueno, sí que lo sé. Porque mi cabeza está a pájaros, o como diría un castizo, porque tengo la azotea muy desamueblada. Incomprensiblemente, nunca he llegado a cumplir con el deber que por igual tengo especialmente contraído con aquellos que, durante algún tiempo, largo o corto, que eso no importa ahora, trabajaron junto y para nosotros.
Y es que se da el caso, que por el despacho que mi padre abriera hacia 1950, por el mío luego, y hoy por el de mi hijo, han desfilado y lo siguen haciendo, personas realmente extraordinarias que han colaborado con nosotros, con uno, con dos, e incluso con los tres, aportando sus conocimientos y su esfuerzo laboral de manera tan eficiente y digna, que sin su cooperación, creo que nunca hubiésemos ejercido nuestra profesión de un modo tan eficaz y, al mismo tiempo, tan sencillo y agradable.
Unas de esas personas siguen prestando sus servicios en la casa y algunas ya no, porque la vida les ha conducido por otros derroteros. Tampoco otras, ya que, desgraciadamente, nos dejaron para siempre. De todos, puedo decir muy alto que entre ellos los ha habido, y los hay, unos estupendos, otros aún mejores, y algunos verdaderamente excepcionales. Pero que nunca hubo ninguno malo. Si cabe, menos bueno, pero malo no. Si acaso, con un concepto diferente que le llevaría a obrar de forma distinta a nuestra preferencia. En verdad, que no hubo nunca alguno que fuese malo. O si lo hubo, no me acuerdo, o quizás sea posible que no quiera acordarme, ya que la remembranza de los que no fueron buenos debe arredrarse como los muebles inútiles, y no es momento ni ocasión de andar rebuscando en esa mi desamueblada azotea a la que antes me refería. Además que ¿quién soy yo para juzgar certeramente la posible maldad de nadie? Pero lo que sí tengo muy claro, lo llevo grabado en mi conciencia, es que todos, los unos y los otros, fueron y son merecedores de estima.
En esta relación a la que aludo, cabría por mi parte establecer una escala de valores y citar especialmente por sus méritos a: …. pero ¿qué iba a decir? Voy a ser tan tonto de establecer distinciones o en indicar favoritismos, que por mucho que me esforzara en evitarlo, estarían basados sin duda alguna en la subjetividad de mi criterio y no en la auténtica valía o en el merecimiento de los sujetos. No. Ni debo, ni puedo, ni quiero hacerlo. Los ha habido, claro está que los ha habido, de mayor enjundia y significación (ellos y yo bien lo sabemos), mas no sería oportuno dar nombres, que vendrían a significar a alguno, pero que producirían menoscabo en otro. Calle la boca y siga el corazón con su ventura.
Así pues repito que vengo hoy aquí para decir, tan alto cuan alto pueda, y a todo hombre o mujer que quiera oírme, que estoy orgulloso de ese, de aquél, de él de más allá, en suma, de todos los que en alguna ocasión tuvieron su faena en nuestra casa, trabajando junto a nosotros, codo con codo, empeño con empeño, ilusión con ilusión, porque unos más, otros no tanto, pero todos al fin y a la postre, pusieron parte de sus vidas en beneficio de las nuestras. Siempre procuramos tratarlos con el mayor respeto y dignidad, al igual que ellos lo supieron hacer con nosotros, y esto último es para mí muy importante.
Reitero entonces lo tantas veces proclamado: que me siento muy orgulloso y muy agradecido de mis maestros, de mis amigos y además hago extensivos esos sentimientos a mis empleados. Pero no, no quiero utilizar esa palabra. Diré, mejor, a mis, a nuestros, colaboradores en el trabajo, debiendo añadir además, porque es de justicia, que muchos de estos últimos lograron enseñarme también bastantes cosas y que la mayoría de ellos me honraron generosamente con su amistad.
A los tres grupos, por igual, mi mayor gratitud.

Diciembre 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 30 de noviembre de 2007

Aprés

Après
Ramón Serrano G.

Ignoro si muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo, puede que haya pocos, pero alguno habrá que piense como yo, creyendo que en esta vida hay un gran número de actos, situaciones o episodios, que se disfrutan mucho más en eso que los franceses llaman après, es decir, después de, y no en el momento en que se produce un determinado evento.
No me estoy refiriendo, claro está, a aquellas ocasiones en las que estamos padeciendo un mal de cualquier tipo, y cuyo cese nos supone un bálsamo o paliativo. Un par de ejemplos sencillos y comunes. Si estuvimos todo el día caminando y además calzados con unos zapatos poco cómodos, el quitárnoslos supone un gran alivio. Si nos aqueja un dolor, aunque sea leve, un calmante que lo elimine nos trae la satisfacción. En estos casos es natural que estemos más a gusto después, cuando ya ha pasado, que en el tiempo en el que se desarrolló el suceso que nos ocupa.
Quiero aludir, por el contrario, a aquellos instantes que siendo altamente satisfactorios cuando se producen, lo son más aún, una vez terminados. Pudiese parecer contradictorio que se pueda gozar mayormente de un hecho intrínsecamente agradable una vez transcurrido, que en el tiempo en el cual se está desarrollando. Pero no es que puede ocurrir así, sino que de facto sucede. Pongamos también tres ejemplos para tratar de demostrarlo a quienes duden de su veracidad.
En primer lugar, un viaje. El sitio, pintoresco, bello o espectacular, como ustedes quieran. Las sensaciones muchas y variadas. La siempre intrigante aventura de lo distinto al cada día. El descubrimiento de lo nunca visto o la comprobación de lo leído con anterioridad. La observación de vestidos, usos, comidas o costumbres diferentes. Todo fenomenal, maravilloso, pero al mismo tiempo cansado, costoso, puede que imprevisto, y un tanto arriesgado si se quiere. Sin embargo, al regreso, recordar esa excursión, sentado en tu sillón preferido, rememorando una y cien veces instantes precisos o rincones concretos, otorga un placer enorme. Mejor esta quietud que aquella movilidad. Mejor este hoy que aquél ayer.
Otro caso. Una comida con persona o personas entrañables. El local, elegante y acogedor. La luz tenue. La música suave. El menú, una ambrosía, no excesivo pero sí exquisito, con delicias cocinadas y aderezadas con esmero. El vino, puro néctar. El café, puro aroma. El licor, una sugerencia embriagadora. Pero mucho más gratificante que todo esto es el tiempo posterior a la ingesta, aquí sí extenso cuanto se pueda, en charla sosegada y sustanciosa con aquél, con aquella, o con aquellos con quienes se compartió mesa y mantel. Hablando de lo divino y de lo humano. De hechos sustanciosos o de naderías trascendentes De lo que siempre importa a los que son íntimos. Con unas confidencias y expresiones que sí se instalarán en nuestra memoria, y no cuáles fueron el entremés o el postre. Pienso en verdad, que la experiencia me lo tiene dicho, que siempre es preferible, por lo gustosa y enriquecedora, sobremesa a mesa.
Por último, y queriendo apoyar con más fuerza mi teoría, apunto otra ocasión con mucha más enjundia que las anteriores: la cópula. Y me estoy refiriendo, como no podría ser de otra manera, a la que surge como consecuencia final del amor, y no al simple acto carnal proveniente más del deseo que del cariño. Es aquella uno de los mayores deleites del ser humano, que bien sabido se tiene, ya que pocas cosas hay más voluptuosas que la cohabitación. Es esta la completa historia de un mutuo asedio, de un ataque incruento, de una conquista desarrollada en la redoma del lecho y calentada por el fuego de un apetito carnal, con la que se enardece el ánimo, el cuerpo se acelera, la mente se obnubila, los besos se derrochan, y el placer lleva a los protagonistas a alcanzar moradas excelsas.
Pero digo, que cuando es el verdadero amor el que induce a la pareja a acotejarse, acabado el acto, la felicidad inunda por completo a los agentes que lo practicaron. Serenos, muy juntos, acoplados aún, sus dos cuerpos, son una caricia. Completamente satisfechos, pero para nada hastiados, se mantienen en esa gratificante quietud bastante rato. Oliéndose, hablándose muy quedo, sabiéndose queridos mutuamente. Olvidados los enojos y a la espera de nuevas complacencias, disfrutan más sus almas con esta posterior relajación que con el facimiento. Tienen en ese instante mayor satisfacción, sobre todo interiormente, que en el momento que está considerado como el de la máxima liberación de endorfinas.
¿Y por qué digo que se disfruta mayormente en el tiempo posterior a la realización de estos actos, o de otros muchos que podría traer a colación, que en el momento de su práctica? Pues porque al hacer algo, estamos dando disfrute en mayor medida a nuestros sentidos, a nuestra parte corporal. Recordémoslo: vemos, saboreamos, tocamos, etc. Sin embargo, cuando ha acabado el actuar, acudimos a la memoria para evocarlo e idealizarlo. De esa forma nos metemos de lleno en otro campo, en el del alma, y es archisabido por todo el mundo que el disfrute psíquico es siempre superior al físico.
Por eso, querido amigo, me agradaría muy mucho que hayas disfrutado al leer este escrito. Pero, siguiendo la teoría que en él expongo, sería más complaciente para mí que algún día lo recordases plácidamente y, a ser posible, con un poco de agrado.

Noviembre 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso, el 16 de noviembre de 2007

Jesús

Jesús
Ramón Serrano G.

“Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo…”. M. Hernández

Suele haber momentos en la vida de los seres humanos en los que estos darían cualquier cosa por no tener que hacer aquello a lo que se ven obligados por las más diversas circunstancias. Son instantes sumamente desagradables, pero que hay que afrontar con entereza y llevarlos a cabo cueste lo que cueste, y es mucho lo que cuesta, y haciendo eso que se ha dado en decir hacer de tripas corazón.
Eso me ocurre hoy. Yo, que disfruto enormemente escribiendo, daría cualquier cosa por no tener que hacerlo ahora, pues me hallo ante una circunstancia de esas a las que antes me refería. En un trance en el que la mente se opone rotundamente a aceptar que es irremediable lo ya sucedido. En el que se sufre hasta romperse las entrañas. En el que el alma del sentimiento rechaza la obediencia debida a lo que el alma de la obligación le impone. Pero sé que he de llevarlo a cabo, aunque el dolor me entumezca las manos, me anieble la vista y me aturda las ideas.
Escribo, Jesús, para decirme a mí mismo y a quien quiera leerme, que te fuiste de entre nosotros. ¡Ojala no lo tuviese que haber hecho nunca! Hace ya tanto tiempo que pasó, que no puedo olvidarlo. Es tan reciente, que no se me va de la cabeza. Sigo maldiciendo ese 7 de octubre, ya no sé, te digo, si hace mucho tiempo o fue ayer mismo, pero que se me quedará grabado lo mismo que tenía siempre presente cada 21 de mayo. Era domingo, y me llamó a mediodía nuestro amigo Julio para decirme que habías fallecido. Que se te había ido la vida de un modo fulminante en una de esas calles de tu querida Sevilla. Que nos habían desvalijado impunemente al llevarse a quien queríamos tanto.
No es mi intención hacerte un panegírico que, aunque muy justo y merecido, sé muy bien que tú no lo querrías, y que sería, por otra parte, innecesario, puesto que todo aquél que te conoció, o simplemente tuvo noticias de ti, era buen sabedor de tu valía. De tu forma de ser, modosa y sencilla, de tu extrema laboriosidad y, por encima de todo, de tus extraordinarios conocimientos profesionales. Sabemos muy bien que siempre observaste el juramento que en su día hicieras a Hipócrates, lo que te permitió prosperar en tu vida y en tu brillante carrera de médico. No, no hablaré de ello, ya que sería abundar en lo sabido y porque me consta que a ti, más amigo de la llaneza que del homenaje, creo que no te agradaría.
Pero, porque te conocí bien, que éramos de la misma edad y estuvimos muy unidos desde los cinco años hasta tu marcha, si me lo permites Jesús, sí que quisiera hablar de tus amores. En primer lugar del que tenías a tus pueblos que eran dos, Tomillares y Sevilla. Nunca supe a cual querías más, o si te encontrabas más a gusto cuando estabas en uno o en el otro. Ibas y venías de allí a aquí, o de aquí a allá, y en ambos sitios te encontrabas satisfecho, a gusto, relajado. A los dos adorabas y los dos te correspondían y acogían de buen grado.
Después, y con mayor admiración, me referiré al cariño que tuviste a tu familia. Fuiste en este sentido, como en todos, pero sobre todo en este, un hombre ejemplar y digno de admiración. Las tres mujeres de tu casa paterna te veneraban y tú las querías de igual modo. Luego, al formar tu propio hogar, Dios, el destino, la vida (ni lo sé, ni me importa), te concedió generosamente cuatro dádivas maravillosas. Dos de ellas te proporcionaron alegrías y satisfacciones inmensas. Las otros dos (aunque hay que decir que involuntariamente por su parte), enormes desvelos y sacrificios. Te fue lo mismo. De las cuatro estabas encantado, a las cuatro diste tu cariño por igual y extensamente, y a las cuatro dedicaste tus esfuerzos de la misma manera. Claro que aquí he de decir, es de justicia que lo haga, que en esta ardua tarea familiar tuviste una inmejorable colaboradora, sin la cual no hubieses conseguido los mismos logros.
Entonces hoy vengo obligado a hacer esta elegía, sabiendo que por proceder de mí ha de ser pequeña, pero asegurándote que Miguel Hernández no pasó mayor dolor, ni puso más cariño, cuando hizo aquella bellísima que le dedicó a Sijé. Y lo que quiero con mis palabras es, simplemente eso, pero también, inmensamente eso: lamentar tu absurda e inesperada muerte, consciente, además, de que por muy grande que sea mi pena, el mundo no se detendrá por mí dolor. Tú, por tus amplios conocimientos médicos y humanos sabías muy bien lo que aflige tener que recordar a aquellos a los que quisiste, y mucho, y se marcharon demasiado pronto a ese lugar adonde algún día iremos todos. Yo también lo sé perfectamente, que lo he hecho ya, lacerado y lloroso, en varias ocasiones.
Quiero por ello, Jesús, pedirte dos favores. Sé que me los harás, porque siempre te comportaste así de bien conmigo, o mejor dicho, con todo aquél que se acercó a ti para pedirte algo. Como estoy seguro que ya tendrás, allí donde te encuentres, a alguien que te quiera, ruégale que no me vea nunca más en la necesidad de tener que escribir de algún amigo muerto. Es tanto lo que duele, que prefiero irme yo antes que ellos. Luego, y esto es mucho más importante, y por eso te lo encarezco enormemente, resérvame un lugar junto a ti, para ocuparlo cuando me lleve la infalible. Hazme un sitio a tu lado, que en la otra vida, como en esta, quiero seguir siendo tu amigo.
Noviembre 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 2 de noviembre de 2007

Las fechas

Las fechas
Ramón Serrano G.

No recuerdo si ya he dicho en alguna otra ocasión que nunca me han gustado las fechas predeterminadas para rendir culto o expresar sentimiento por algo. Puede que sí lo haya hecho, pero no lo sé con exactitud, que mi cabeza no es lo que era, aunque nunca haya sido gran cosa. De cualquier forma, repito mi aversión a ello, pese a que esas viejas costumbres se han venido utilizando, y de hecho muchas siguen vigentes, en todos sitios, y a lo largo y ancho de tierras, reinos, culturas y religiones.
Y mi antagónica posición pretende justificarse porque observo que para realizar estas actuaciones, las cuales van acompañadas normalmente de amplia parafernalia, no guían verdaderos sentires a quienes las realizan, sino intenciones más o menos disimuladas, como pueden ser la adulación, el propio interés, o el medio propicio para que las gentes no abandonen y acaben olvidando los ritos que las llevan a mantener sus creencias.
Ejemplos de ello, a montones. Hay, todos lo sabemos bien, “días” para todo. El de la victoria, el del libro, el de la madre, el de la patria o el del cumplimiento obligatorio con los preceptos de nuestra religión (ya saben: el viernes para los musulmanes, el shabat para los judíos, también el sabbat para los budistas, el domingo para los católicos, e ignoro cuál será, si es que lo tiene, el shintoismo). O sea, que hay que mentalizarse para no olvidar que tal “día” hay que rememorar por oficio tal acontecimiento, a mayor gloria de quienes lo realizaron. Que en esta fecha hemos de pregonar obligatoriamente las bondades de tal o cual acción u organización. Que en la jornada tal, y con una periodicidad a ser posible frecuente, haremos los ritos y ejercicios correspondientes para no apoltronarnos y desatender nuestros credos atávicos.
Y vengo en decir, como apuntaba al principio, que me parece un absurdo que se tengan que fijar unas jornadas para demostrar un cariño, un recuerdo, un cumplimiento para alguien o para algo, a quien o a lo que, deberíamos tener presente siempre por la bondad de sus actuaciones, o por el bien que en nosotros ejerció en su momento o sigue haciéndolo en la actualidad. Yo, para recordar, hablar, ensalzar o convivir con mi amigo, con mi hermano o con mi deudo, no necesito esperar a determinadas témporas o calendas. Lo veo, lo visito, me entraño con él siempre que me apetece, lo que suele sucederme a menudo, y sin que nada ni nadie haya de venir a imponérmelo. Y si durante un tiempo, que no será nunca mucho si de verdad le aprecio, por el motivo que sea no me apetece visitarlo, pues no lo hago y no ocurre ninguna cosa. Al poco volveré adonde esté y seguiremos conciliados, sin que para ello tengamos que cumplir ceremonia o ritual alguno.
Y esta desavenencia mía con los recordatorios se acrecienta aun más, si cabe, cuando estos se hacen hacia los difuntos. Es sabido que los pueblos de todos los tiempos han acotado un terreno en el que enterrar a sus muertos. Esta es una sanitaria costumbre, como lo son (y algún día hablaremos de ello) muchas de las prácticas religiosas universales, que se basan principalmente en preceptos asépticos, higiénicos o simplemente saludables. Y digo que desde siempre se utilizan los cementerios-del griego Koimeterion, dormitorio-, siguiendo la costumbre cristiana de que a ese lugar se iba a dormir hasta el día de la resurrección. O por la idea coránica de que el alma no puede abandonar del todo al cuerpo que no ha sido enterrado y para alcanzar el más Allá, sea cual fuese su destino, ha de deshacerse por completo de la impureza corporal.
Pero con el tiempo se instauró el hábito de ir a mostrar públicamente el recuerdo hacia los seres queridos, o tan sólo apreciados, ya fallecidos, haciéndolo siempre en unas fechas predeterminadas. Así, los católicos lo llevan a cabo el dos de noviembre; los aztecas lo hacían al final de la recogida de la calabaza y el chayote con fiestas en honor de la diosa Mictecacihuatl; los musulmanes el día quince de su mes del Shaaban y los chinos el día cinco de abril con la fiesta Quingming. Esas, y otras muchas en distintas culturas y países, son las jornadas que las gentes dedican oficialmente a recordar a sus difuntos.
Y lo que duele es que eso haya que hacerlo por imposición del calendario, que nos marca exactamente el momento y la forma en que hemos de visitar, limpiar y adornar nichos, panteones y sepulturas. Y duele igualmente que lo hagamos, la mayoría de las veces, no porque lo sintamos de veras, sino para demostrar a los de nuestro entorno que seguimos recordando a los que nos precedieron en el último viaje, aunque durante el resto del año no tengamos para ellos, que tanto bien nos hicieron, ni la más mínima evocación o remembranza.
Bien quisiera que no sucediese eso conmigo. Es por tanto mi deseo, que si alguien se acuerda de mí cuando me haya ido, que lo haga en donde y cuando le apetezca, a ser posible a menudo y, si cabe, para bien, pero que no se imponga la obligación de ir a visitarme a determinado camposanto o esperar a determinada fecha para hacerlo. Libero de tal compromiso a deudos, conocidos, amigos y allegados. Y para facilitarles esa labor no quiero la inhumación y, por tanto, ningún tipo de tumba y, una vez más, proclamo solemnemente el ruego de que a mi muerte me incineren y luego avienten mis cenizas en el mar -mi tan querido y añorado mar- . Y si eso no fuera posible, que lo hagan entre esas hermosas carrascas o sabinas que pueblan nuestros montes.
Octubre de 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 19 de octubre de 2007

Homenaje

Homenaje
Ramón Serrano G.

Creo que son los pequeños hombres los que suelen hacer grandes cosas. Por eso, aunque tarde, que sé que hubiese debido hacerlo antes, quiero rendir hoy público homenaje a un hombre. A él y a los que como él obraron. La mayor alabanza que con mi humildad pueda, y lamentando que esta no llegue a todos los rincones y sea conocida por todas las gentes, no ya por la pequeñez de quien la tributa, sino por el enorme merecimiento de aquél a quien va dirigida.
Este sentido elogio va dedicado a Evaristo Quevedo Toribio. Bueno, ¿y quién era este señor?, me dirán ustedes. O ¿qué méritos hizo para merecer estas loas? Pues les diré que este pequeño, pero gran hombre, no construyó un edificio similar a las torres Petronas de Kuala Lumpur, ni realizó importantes estudios acerca del comercio del maíz y la obsidiana en la cultura maya, ni aportó conocimientos novedosos relativos a la cuantización de la energía. Su obra fue mucho más trascendente.
Quizás alguno de ustedes llegara a conocerle, pues vivió en Tomillares hasta casi los años setenta del pasado siglo. Yo conservo de él un vago recuerdo, y sé que fue un hombre típico de los de su tierra. No muy alto, cumplido de carnes, redondo de cara, serio de proceder, de hablador, lo justo, y trabajador a ultranza. Tuvo esposa, cuatro hijas y un hijo, una casa modesta y unas escasas viñas que le daban para vivir, aunque esos exiguos ingresos los tenía que complementar casi siempre como bracero del campo. Con ello se apañaba dignamente la familia y era feliz.
Algo más haría, pensarán ustedes, ya que eso que queda dicho está bien, pero no parece suficiente para honrarle públicamente. Efectivamente, algo más hizo y es ello lo que paso a proclamar y referirles. Digo que vivía satisfecho pero con el deseo de que su hijo llegase a tener unos estudios superiores, cosa que nunca habían podido tener ni él ni sus antepasados. Pronto se dio cuenta de que el muchacho respondería y a base de muchos esfuerzos y de numerosas privaciones, el hijo fue aprobando cursos, bachilleres primero, y universitarios después, hasta lograr una muy honrosa, pero sobre todo, muy gratificante titulación.
Se había logrado el propósito, que no era, en absoluto el conseguir que alguien de la familia ascendiera de categoría social, puesto que tanto él como los suyos, incluso el estudiante, se sentían a gusto en la que siempre estuvieron. Tampoco el asegurar para su hijo unos ingresos económicos, que se podrían haber conseguido de la misma o similar manera montándole un pequeño taller o comercio, que el tiempo y el ahínco agrandarían más tarde. Lo que movió a Evaristo a embarcarse en esta gran empresa fue que un heredero suyo accediese al saber. Que alguien de su estirpe adquiriese una cultura que ellos sabían que existía, pero que no poseían y apenas podían imaginar.
Y ese deseo, ese afán y ese logro, es lo que me lleva hoy a rendir homenaje al hombre que hizo cuanto pudo para que su hijo llegase al templo del conocimiento, cuando lo normal es que, al igual que la mayoría, lo hubiera destinado a tareas, tan nobles pero más humildes, como eran la poda y el arado. Este es el hermoso ejemplo que debiéramos seguir los humanos. Porque aunque los gobiernos u otras organizaciones dediquen parte de sus actividades a culturizar a las gentes, como los jefes de las familias no encaucen por esa vía a sus hijos, les inculquen los verdaderos valores, haciéndoles ver y elegir lo verdaderamente bueno, y abandonar aquello que siendo aparentemente atractivo, o dando beneficios inminentes, no tiene la misma valía, de no seguir esa ruta, digo, la humanidad no llegará a buen puerto. Eso es seguro.
No quiero dejar de pregonar que aun cuando al principio de esta loa afirmo que ella va dirigida a Evaristo, también es para otros muchos, como Nicanor Z, Lorenzo X, Julián Y, y otros muchos que, como aquél, tuvieron ese comportamiento tan acertado y tan generoso para con sus hijos. Y que casos como el descrito, no sólo se dieron en Tomillares, sino que ocurrieron además en Fermoselle, Cintruénigo o Carcagente, así como en otros muchos lugares que ahora no se me vienen al magín.
Para todos ellos va, aunque tardíamente, mi pequeño, pero sincero y, sobre todo, merecido homenaje.

Octubre 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 5 de octubre de 2007

El árbol

El árbol
Ramón Serrano G.

<< Mírame y escucha, caminante. Te estoy hablando a ti. Sí, a ti, aunque te extrañe. Soy yo, ese árbol que estás viendo plantado para siempre a la vera de este camino por el que sueles ir a tus ocios o a tus negocios. Nos has visto mil veces a mí y a mis hermanos, en este mismo o quizás en otros lugares. Tanto, que ya casi ni nos miras, y, pese a ello, puede ocurrir que aún no nos conozcas como es debido. Sabes de nosotros muchas cosas, casi todas, puesto que tú o alguno de tus congéneres nos habéis estudiado hasta la saciedad, lo mismo que habéis hecho con todos y cada uno de los habitantes del planeta y después os habéis transmitido esos conocimientos para obtener de ellos el mayor provecho.
Es natural que sea así. Cada ser, pertenezca al reino que pertenezca, con mayores o menores posibilidades, procura aprender minuciosamente todos los entresijos de aquellos elementos que le han de servir para su sustento o supervivencia, así como a tratar de defenderse de los incesantes ataques de sus depredadores. Luchan, se esconden, se mimetizan o, al menos huyen. Para ello cuentan con sus propios medios, pero yo, ya lo sabes, estoy muy disminuido. No puedo moverme como bien quisiera, y por tanto, si no puedo ni siquiera huir, tampoco tengo posibilidad de visitar sitios, conocer parajes, deambular sin más. Mis pies, constantemente anclados, no me permiten la locomoción y sólo me valen para alimentarme y poder aferrarme al suelo a fin de que no me derribe algún ventarrón desaforado y terco.
Me dirás que otros tienen otras limitaciones y quizás de mayor importancia. El topo o el murciélago no ven, y el escorpión no oye, ya lo sé. Pero todos magnificamos nuestras desgracias, y esta de mantenerse siempre quieto puede que sea la peor de todas. Este o esotro, van y vienen, se afanan o retozan, volando, nadando, corriendo o aun reptando, pero no tienen la imposición de la quietud. El río corre su curso aun cuando no pueda tornar nunca, sino seguir obcecadamente hasta el mar, y este mar lleva sus aguas, en calma o de un modo bravío, de un océano a otro.
Mas yo he de quedarme aquí, ya me ves, impertérrito, aguardando una hora y otra hora. Esperando a que el aire me acaricie y me cuente, susurrando entre mis hojas, como van los asuntos en otras latitudes. A que los pájaros acudan a posarse entre mis ramas, y mientras se acarician y se arrullan, me digan si granaron ya los trigos, o si ha llegado la nieve a las montañas. Deseando estoy que venga el sol, mi buen amigo el sol, a calentarme un poco en los inviernos, a acariciarme en las mañanas abrileñas, o adormecerme en las tardes calurosas del verano. A que la bendita y siempre escasa lluvia calme mi sed, me lave y me refresque, y me cuente los secretos que las nubes guardan en sus armarios de algodón. A que me envuelva la sigilosa noche para contarme en amorosa compañía sus secretos de aquelarres y leyendas.
Como verás, gracias a tantos, puedo disfrutar de la vida y saber de lo importante que ocurre en el mundo. Aunque también estoy habituado a que los hombres me traten usualmente como si fuera algo que les molestase y les incordiara, y no se acuerden de mí y de mis hermanos, si no es para sacarnos beneficio o expoliarnos. Ya sabes aquello de que sólo se tiran piedras contra los árboles que dan frutos. No, no lo niegues. Los hombres sois así de explotadores y obtenéis de todo, y por supuesto también de nosotros, cuanto podéis. Nos quitáis corteza, flores, hojas, frutos, esencias, nuestra propia masa que utilizáis para muebles, leña o papel, y hasta nos sacáis la savia para hacer ungüentos y mejunjes.
Pero no creas, mi amigo, que todo esto son quejas y que por ello estoy, o estamos, tristes o quejicosos alguno de nosotros. Al contrario, ten por seguridad que somos felices por el mucho beneficio que damos. ¿O es que no es un placer sacrificarse en hacer bien a los demás? Por eso, aunque sólo sea por eso, no nos importa otorgaros cuanto queda dicho y aun lo que olvide. E igualmente debo añadir que nos llena de contento y de orgullo, además, saber que os servimos de ornato, embellecemos los paisajes, limpiamos el aire, fortalecemos el suelo, y damos sombra y cobijo a cuantos se nos acercan.
Y aún tengo que hablarte de otras dos misiones que son las que mayormente me letifican, ya que ellas hacen que se practiquen ritos al dios Amor. La primera es poder servir de cómodo alojamiento a las aves para que me utilicen como solar donde ejercitar sus escarceos de pareja primero, y luego instalar su casa durante el alumbramiento y la crianza de sus hijos. ¡Qué hermoso es ver como nace la vida! La otra, desgraciadamente ya en gran desuso, es ofrecer nuestra piel, para que en ella, casi siempre a la hora del crepúsculo, alguien tatúe unas letras y unos números como testimonio de promesas eternas y sublimes. Escucha y créeme, caminante. Molestaban un poco las sajías, pero era muy bonito ser después, y por mucho tiempo, el rugoso testimonio de un cariño.
Y ahora que ya sabes alguno de mis secretos, sigue haciendo camino al andar y que la paz te acompañe en esa tu andadura >>

Setiembre 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de setiembre de 2007

Lo relativo

Todo es relativo
Ramón Serrano G.

No tema querido lector que no voy a hablarle de la relatividad del gran Einstein, tanto de la restringida, como de la general, aunque ya me gustaría tener, como mi amigo y “paisano” José Manuel Ruiz, los conocimientos necesarios para poder hacerlo. Sí quiero, por supuesto, referirme a esa relatividad en lo que se refiere a conceptos, posesiones, carencias, cualidades y alguna que otra circunstancia más, porque, afortunadamente, nuestra lengua, el español (sí, han leído bien, porque he dicho, queriéndolo decir, el español, el E-S-P-A-Ñ-O-L y no el castellano, y si alguien quiere saber el porqué de esa preferencia, se lo explico gustoso) decía que nuestra lengua es maravillosa y tiene una enorme cantidad de términos con diferentes acepciones. Por eso me gustaría remitirme a lo que es relativo, por oposición a lo que es absoluto.
Empezaré por decir que, según mi plácito, una de las mejores cualidades que posee el ser humano es el de la conformidad, sin la cual su vivir sería, entre otras cosas imposible, ya que si estuviese dominado por un ansia insaciable, sus días estarían contados con brevedad. Es por ello, que hasta el mayor avaro tiene la necesidad de sentir un punto de satisfacción y hartura.
Por todo esto cabe decir que todos aspiramos a más, algunos a mucho, otros a demasiado, pero siempre nos llega un momento en el que damos por colmados nuestros anhelos por amplios que ellos sean. Es esto dado, al ser conscientes de que siempre habrá un algo que no podamos aprehender, pero que ya no lo necesitamos puesto que lo alcanzado es suficiente para cubrir las propias necesidades. Luego el poseer ese exceso es indudablemente relativo.
Podríamos poner mil ejemplos, de hombres pretéritos o actuales, tanto de grandes acaparadores como de los que son parcos y frugales. Y lo podríamos haciendo referencia a las circunstancias a las que aludíamos anteriormente. Así la mujer, o el hombre, más atractivo/a, la tierra más productiva, el lugar más confortable, la enfermedad más dolorosa, la inteligencia más capaz, y tantas otras muestras que podríamos traer a colación, no tienen ni sabemos, en cuanto a cantidad, cuál es la medida necesaria para saciar nuestro apetito, o para soportarla adecuadamente, que por otra parte ha de ser por naturaleza diferente entre cada uno de nosotros.
Hace poco fui testigo de la anécdota que paso a relatar. Estábamos tertuliando un grupo de amigos y salió el tema de cuál sería el mejor sitio para vivir. Ponderamos aspectos como, clima, seguridad, ambiente, cultura, alimentación, infraestructura, muchos matices y de muy diversas condiciones. Bueno pues no dimos con el sitio idóneo, ya que las peculiaridades de uno no eran suficientes para Tasio y las particularidades de otro no satisfacían a Ligio. En suma, no nos pusimos de acuerdo con ninguna ciudad que complaciera plenamente a todos.
Y es que es así. Yo soy muy parco en todo lo relacionado con la cultura, ya sea literaria, musical o de cualquier tipo, pero aspiro a mucho en lo referente a la economía, y sin llegar a ser un avariento, procuro ir agrandando mi granero y tenerlo satisfecho. Por el contrario, Policleto es morigerado como pocos en cuanto a riqueza, que tiene hábitos cuasi recoletos, pero no para de adecentar y guarnecer su casa con todo tipo de modas y comodidades, que más parece su hogar palacio de duque que aposento de aldeano.
La vivienda de Hesíodo es pobre, aunque está muy limpia, y él dedica cuanto puede, tiempo y dinero, en acrecentar su saber, que suele pasar las noches entre libros de todo tipo, de claro en claro, al igual que lo hiciera nuestro conocido hidalgo. Observamos como Diómedes, pese a sus dolencias, múltiples y casi incurables, está de continuo buen humor y presto a favorecer a quien fuera menester, consciente de que otros se hallan en peor estado que él. Sin embargo, Teodectes, al que la vida si no le sonríe, al menos no le pone mala cara, tiene siempre un carácter acibarado y un talante irascible al creer que cualesquiera de sus convecinos tiene más fortuna que él y que a los demás les van siempre mejor las cosas.
Como podemos observar, todo es relativo. Casos como estos que acabo de relacionar los conoce cualquiera de ustedes a diestro y siniestro, y, si me apuran, en su propia calle, y posiblemente en su misma acera. Porque cada uno tiene un distinto termómetro para medir sus distintas capacidades. Porque a cada cual hay algo diferente a lo que aspiran o a lo que son capaces de tolerar. Porque cada ser humano cifra su sabiduría o su importancia en llegar a unos parámetros totalmente dispares a los que mantienen sus semejantes.
Muchos hay que basan la sabiduría en tener cumquibus y no en estar instruidos. Bastantes, los que se ocupan en aparentar, cubriéndose de lujosa indumentaria, y no en ser y en alcanzar la autenticidad tanto en lo externo como en lo interno. Legión, los que se afanan en ascender, aun a costa de medrar o de bailar el agua a quien fuere menester, en vez de disfrutar de la grandeza de lo sencillo y natural. Profusión, los que se sumergen en ambientes mefíticos y escabrosos en vez de abandonar el mundanal ruido y escoger la escondida senda que eligieron los sabios. Como también hay una gentada de aquellos que sienten precisamente lo contrario a estos que acabo de enumerar.
Deberíamos tener presente que pese a que los asuntos, los aconteceres y las circunstancias tienen siempre una profunda carga de relatividad, lo importante es saber mantener un buen equilibrio entre el conformismo y la necesidad de superación. Aunque si lo pensamos detenidamente, puede que sea muy relativo que yo lleve razón en cuanto a lo que acabo de escribir.
Setiembre de 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso, el 7 de setiembre de 2007

El consuelo

El consuelo
Ramón Serrano G.

- Pocas cosas habrás de ver en tu vida, Luca, más hermosas que la luz de las mañanas primaverales de La Mancha, que inunda de una claridad indescriptible estas llanuras que se extienden entre los alcores que hay por Puerto Lápice hasta aquellos de Ruidera, o desde Manzanaricos hasta Villarrobledo o La Roda.
- De verdad que es así, Luis, y yo creo que no sólo las de primavera, sino las de todo el año. Muchas veces me he fijado en ello, a lo largo y ancho de nuestros muchos viajes por estas pardas tierras quijotescas . Y he de decirte además que una de las cosas que más aprecio en ti es que tú no eres como la mayoría de los demás hombres que suelen estar ciegos ante las maravillas aparentemente pequeñas de la naturaleza y no alcanzan a ver más allá de sus narices o el mendrugo de pan que están a punto de comerse. Se extasían ante una enorme montaña o la grandiosidad del mar, lo cual es lógico, pero no saben apreciar la delicadeza del rocío en una flor o la belleza del canto de un jilguero.
En esas y en otras disquisiciones similares iban al poco del amanecer, cuando la noche había rendido su oscuridad ante los rayos del sol, iban digo, los dos amigos enfrascados en animada charla, mientras caminaban, desde Tomillares a la Argamasilla de Alba con el fin de ver, a su paso por ella, al escuálido Guadiana que ya empezaba a estar un poco más crecido en los días que venían agotando al mes de abril. El campo, cuidado primorosamente, estaba precioso. Las siembras ya no pugueaban y se habían convertido en prometedoras lanzas de un verde abarrotado de vida. Las vides, que ya hacía tiempo que habían dejado de derramar lágrimas, mostraban sus borrones anunciadores de buenos frutos y comenzaban a cubrirse con los nuevos pámpanos. Alguna liebre se les arrancó de los pies, temerosa y huidiza. Alguna pareja de perdices, ya apareadas, se les cruzó en su camino.
Al pasar junto a una casa de labranza vieron a un guacho que piaba tristemente, caído del nido que sus padres hicieran bajo unas tejas. Luís lo recogió, comprobó su estado y al ver que no tenía lesión alguna lo devolvió al tejado para que siguiera viviendo. La madre, que había estado atenta a la maniobra, acudió contenta a recogerlo de inmediato y lo llevó a su habitáculo, agradecida al caminante y enormemente satisfecha de haber recuperado a su cría.
- ¡Cuanto sufre la madre que ve en peligro al hijo, y que feliz se siente cuando lo recupera con ventura!
- Eres compasivo Luis, que te gusta hacer el bien. Pero siguiendo con nuestro tema anterior, te diré que esta deslumbrante luz manchega la tengo muy observada y puedes creerme si te confieso que me proporciona paz, consuelo y esperanza. Sobre todo esperanza, que no es otra cosa sino creer que aun hay posibilidades después del fracaso o el infortunio. Pero también paz, ya que al alborear se nos viene encima un presagio de fortuna y de posibilidades. Y consuelo, porque esta visión aparta de nosotros el recuerdo de las maldades recibidas hasta ayer, y eso nos beneficia bastante.
- Pues ahora que hablas de la compasión y del consuelo, he de decirte Luca, que “El Decamerón” comienza su proemio diciendo, precisamente, que humana cosa es tener compasión de los afligidos; y esto que en toda persona parece bien, debe máximamente exigirse a quienes hubieron menester consuelo y lo encontraron en los demás. Pero esa caridad que a ti dices que te concede la naturaleza, no creas que se practica en exceso entre los hombres, y da la impresión de que son pocos los lectores de esta excepcional obra, o al menos son escasos los que se dejan aconsejar por ella, ya que pocos son los que ponen en práctica el anterior consejo.
- Pues bien que deberían hacerlo, que casi nada cuesta y mucho beneficia a quien está necesitado de ello, dijo el perro. Yo me estaba refiriendo tan sólo al consuelo y no a la compasión, que, aunque parecidos, sé que no son lo mismo, puesto que aquél es una acción y este una disposición del alma, o sea, la capacidad de sentir el padecimiento de otro como si fuera nuestro. Y ya que has hecho alusión a ese texto, te diré que aún me acuerdo que un día me dijiste que hay una escritora, Rosa Montero, que dice de la compasión que es lo mejor que existe y coincido plenamente en su bondad, lo mismo que comparto tu opinión de lo remisos que son algunos para ofrecer alguna acción lenitiva a quien tuviese necesidad. Creo que, para nuestra desgracia, los actos de piedad, lástima o conmiseración ya están en completo desuso.
-Bueno, pero quiero que sepas querido Luca, que no era exactamente a esos actos a los que yo aludía, que entre ellos hay diferencias de matiz. Verás. Piedad solamente se siente por aquellos que son muy, muy desgraciados e indica que hay como una participación en su adversidad. Lástima, siendo similar, es menos trágica, digamos menos triste. Conmiseración es más participativa y lleva implícita la idea de auxilio o de ayuda.
- Entonces cuando has nombrado la compasión ¿a qué te estabas refiriendo?
- Pues te contestaré con el diccionario en la mano, que como te tengo dicho, siempre es exacto y acertado, aunque tú lo has definido muy bien antes. Es, sencillamente, un sentimiento de pena provocado por el padecimiento de otros, que va acompañado de un impulso de alivio o de remedio, que lleva aparejados igualmente actitudes de compunción, clemencia, piedad y ayuda. Y todo ese conjunto es lo que, por desgracia, casi ha desaparecido de la faz de la tierra.
- Sí, todo eso lo sé porque se palpa, se nota a poco observador que uno sea. Pero ¿por qué la gente se ha vuelto tan deshumanizada? ¿Qué motivos les han llevado a taperujarse en sí mismos y abandonar a los otros?
- La civilización actual ha hecho a esa gente que tú dices, más impersonal. Los ha ido aglomerando en grandes urbes pero separando sus almas y sus conciencias. Antes se tenía, efectivamente, más humanidad que ahora, más solicitud y mayor atención a los problemas del prójimo, sobre todo a los que se hallaban cercanos. Hoy no. Hoy vivimos dentro de nuestra concha y allá se apañe el vecino con sus penurias y sus necesidades, que lo que es nosotros no vamos, no ya a quitárselas o aliviárselas al menos, sino ni siquiera a darle una palabra de consuelo. Y no me estoy refiriendo a importantes ayudas económicas, que de estas se suelen ocupar las muchas ONG que afortunadamente hay. Es que ya nadie pone en práctica aquellas usanzas de visitar a un enfermo, o dar compaña al viejo, o a hablar con quien se halla sólo Y el hombre no está hecho para vivir en soledad, sino para preocuparse de sus semejantes y que estos se ocupen de él. No es que esté pidiendo nada aparentemente importante, nada que precise un gran esfuerzo de cualquier tipo. Únicamente la gentileza de una comprensión para una pena, el donativo de un acompañamiento en un quebranto, la gracia de una pequeña ayuda en un apuro, el alivio de un buen gesto en un mal trance. Pero la gente se aísla y pasa de todo. Olvida al necesitado y no recapacita en que un día le puede tocar a ellos ser los menesterosos, que la suerte es tornadiza y el viento sopla en todas direcciones.
En esto vieron que su paseo finalizaba pues se estaban acercando al cuérrago del río y tenían ya las primeras casas a tiro de piedra. Y dijo Luca:
- Con la cháchara y las disquisiciones, se me ha pasado la legua de camino que hay desde el pueblo hasta aquí, en un pispás.

Agosto 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 17 de agosto de 2007

La rutina

La rutina
Ramón Serrano G.

Aunque la mayoría de las veces pensemos que muchas de las actitudes que tomamos a lo largo de nuestra vida son las correctas, si antes de llevarlas a cabo nos detuviésemos a estudiarlas concienzudamente, llegaríamos a saber que tienen mucho más de comunes que de apropiadas. O sea, que son las que adoptamos porque de esa manera venimos obrando desde siempre, o, tal vez, al ver que así lo hacen la mayoría de nuestros semejantes. Pero no caemos, o no queremos caer en la cuenta de que, al hacerlo así, cometemos error o, al menos, no logramos acierto.
De esta forma, nos metemos frecuentemente en el triste pozo de la rutina, esa desaconsejable costumbre de hacer las cosas de un determinado modo, aunque a veces ese modo no sea el más conveniente, o aunque no haya razón alguna para ello. Claro que es cierto que esto no es aplicable a todos los trabajos. Por un gran número de razones, no es igual el interés que debe poner, y que pone, el cirujano que está operando a corazón abierto, que el de la empleada de un almacén de frutas que pega etiquetas a las naranjas.
Pero no es a esa rutina a la que quisiera referirme. Es a ese comportamiento que tenemos las personas en nuestra diaria forma de obrar, ya sea esta en el ámbito familiar, en el laboral, en el social, o en cualquier otro. Todos, o mejor dicho, la gran mayoría de nosotros tendemos a hacer las cosas cotidianas de una determinada y constante manera. Y las hacemos pues porque hay que hacerlas, porque esa es nuestra tarea, y con ella cumplimos. Pero sin entusiasmo, y casi sin alegría. Demasiadas veces el que poda, el que aprieta un tornillo, el que estudia una ley, lo hace como un rutinero. Recordemos el arate cavate de los latinos.
Es por eso por lo que mi cantinela de hoy viene a tratar de convencerte, mi muy amable lector, de que al igual que una simple coma puede cambiar el significado de un escrito, un pequeño cambio en nuestros gestos y ademanes puede aportar mucho bien a nuestra vida. Tan sólo con concienciarnos de que nuestra tarea no necesita ser grandiosa para que sea importante. Únicamente con pensar que una piedra sostiene un edificio, o que una gota es la que sirve para llenar el vaso. Que si un eslabón esta deformado impide que funcione el artilugio.
Y por ello, y no hablando de importancia, sino de lo necesarios e indispensables que son unos y otros, recordemos al médico y al enfermero, al general y al soldado, al arquitecto y al albañil. Nada serían los unos sin los otros, como tampoco lo serían los otros sin los unos. Y convencidos de ello, pensemos entonces en lo trascendente que puede llegar a ser el que, concienciados de lo valiosa que es nuestra misión en la vida, por pequeña que esa misión sea, tratemos de añadir a la productividad de nuestro trabajo, el perfeccionismo y la cordialidad, sabedores de que si nos marcamos esos objetivos y los conseguimos frecuentemente, de una manera sólita nos hallaremos ampliamente recompensados con la satisfacción de la labor bien hecha.
Todos lo hemos comprobado más de una vez en el cotidiano desempeño de nuestro oficio, que en determinadas ocasiones, por el motivo que sea, hemos puesto en él una atención especial, una entrega más deferente. Y hemos observado cómo con ello hemos quedado complacidos tanto nosotros como nuestro parroquiano. Así pues, si hemos de laborar, hagámoslo con agrado y a nuestra propia complacencia uniremos la de nuestros clientes y veceros. Por un poquito más, tan sólo por un poquito más, habremos conseguido una mayor remuneración para nuestra ánima, una mejor opinión de los demás sobre nosotros y, lo que es más importante, un cierto, y no pequeño, grado de bienestar en aquellos con los que mantenemos trato.
De ahí lo importante que es el no obrar de forma monótona y con apatía. No tan sólo por el beneficio que con ello pudiéramos dar a los demás o a nosotros mismos, sino además porque luego, al recordarlo, no nos hallaríamos arrepentidos de nada y habrá en nosotros alacridad, que no desconsuelo. Destrabemos, pues, las ataduras de la rutina, magnifiquemos en lo posible nuestros quehaceres, que de hacerlo así, como alcanzaremos todos y cada uno de nuestros mejores propósitos, ello nos proporcionará una inmensa satisfacción en todos los sentidos. Y aún más he de decirte, lector. Si así lo hacemos, cuando lleguemos a los últimos días, a esa gran inactividad a la que se accede con el cumplimiento de los muchos años, veremos que, siguiendo el mandamiento del filósofo, no lloraremos porque ya se terminó, sino que sonreiremos porque nos haya sucedido.

Agosto de 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de agosto de 2007

La moda

La moda
Ramón Serrano G.

Si hay algo que ya no se lleve en estos comienzos del siglo XXI, algo que a casi nadie le guste hoy, eso es lo clásico. Es decir, aquello que se adapta (o se adaptaba antiguamente) a las normas consideradas como modelo de perfección. A fuer de ser sinceros, nos guste o no, hemos de reconocer que lo tradicional está pasado de moda. Bien es cierto que la citada moda, no es sino un gusto general de la gente por escoger, en un época determinada, unas costumbres y usos en cualquier aspecto de la vida, como puede ser en el vestir, en las artes, en la construcción, en el mobiliario etc., etc., y digo además algo que todos ustedes saben muy bien: que esa moda ha sido siembre cambiante y tornadiza, circunstancias que le son consustanciales e inherentes.
Es innecesario recordar cómo a lo largo de los tiempos se han ido modificando, en todas las tierras y en todas las culturas, los hábitos de sus ciudadanos, hasta el punto que podríamos afirmar que esas costumbres forman el tupido tapiz en el que se entreteje la vida. Y también hasta tal punto esto es así, que ya en el Derecho Romano, y creo que aún antes, las costumbres se aceptaban y se cumplían como leyes. Pero esos cambios, antes aludidos, se han visto constantemente determinados por varias características y condiciones muy significativas.
En primer lugar las alteraciones en los usos siempre han sido nimias, para nada bruscas, han ido apareciendo tímidamente, o sea que las mutaciones eran poco perceptibles y escasamente rompedoras con lo anterior. Luego observamos cómo las tendencias iban llegando con procedencia del país que dominaba el mundo en cada instante, de tal modo que aquél no sólo extendía su poderío a lo político, a lo militar y a lo económico, sino además a la forma de conducirse y comportarse social y culturalmente. Veremos después cómo la moda ha influido notablemente en la conducta de las personas, aunque, como es natural, de muy diversas maneras. Y no podemos dejar de decir, sin temor al equívoco, que ha sido poderosa, ya que ha impuesto sus normas que han sido seguidas de forma casi general.
Pero quisiera aclarar que quizás no esté bien expresado lo de en forma general, ya que cabe recordar que ha habido constantemente distintas posturas ante la llegada de lo innovador. Están por un lado los misoneístas, o sea aquellos que tienen auténtica aversión a lo novedoso y que se parapetaban férreamente tras lo antiguo. Frente a estos aparecen los seguidores del esnobismo, pobres horteras, que, por aparentar ser distinguidos y principales, se apuntan a las nuevas maneras sin que estas les resulten naturales y apropiadas. Aparece, por último, un grupo, que siendo permeable a las tendencias actuales, las acepta siempre que no se distancien en demasía de lo clásico. Pero de ellos, conjunto selecto a mi entender, hablaré más adelante. Digamos, igualmente, que hay fogonazos, destellos, parvas actitudes que no llegan a alcanzar la categoría de moda por su fragilidad y su corta duración. Por ese motivo, y si me lo permiten, una vez citadas, no ahondaremos más en su desarrollo.
Y ocupándonos del tema inicial de este escrito, quisiera declarar cómo la llamada moda clásica, está en estos momentos obsoleta y abandonada por la gran mayoría, Creo que estarán conmigo, al menos los que ya no son jóvenes, que en anteriores tiempos lo que privaba era desenvolverse dentro de unas coordenadas pertenecientes a una época de gran esplendor, o dicho de otra manera, se gustaba de acogerse a las creaciones del alma humana en las que predominaba el equilibrio y la razón por encima, y por el contrario, de la pasión o la exaltación. Todo el mundo admiraba aquello que estaba encuadrado dentro de unos parámetros prefijados por la armonía y el orden, y se hacía porque suponía estar inmerso en lo que se consideraba adecuado, elegante, en una palabra, clásico.
Pero hete aquí que a mediados del pasado siglo, más menos, se produce una revolución en los gustos de las personas, alentada por un gran número de personajes (artistas, modistos, escritores, etc.) que empiezan a romper con todos los moldes establecidos de aquello que se consideraba hasta entonces asentado y tradicional y comienzan a imponer unas normas avanzadas y renovadoras, ya que ven en ese cambio un mundo lleno de posibilidades de triunfo. Y así es, porque en el espacio de muy pocos años, esos nuevos dictámenes son seguidos por infinidad de seres que, o bien hartos de lo tradicional, o bien ávidos de lo novedoso, cambian sus gustos y sus externas manifestaciones de todo tipo.
Para nada quisiera meterme a juzgar cómo son las actuales novedades, pero sí he de manifestar públicamente que mis gustos son muy otros y que se ajustan más a lo secular y, si alguno de ustedes prefiere llamarlo así, a lo arcaico. Yo desde luego no voy a emitir opinión calificativa alguna sobre lo actual, e incluso admitiré el dictamen de aquel que venga a decirme que lo clásico se ha quedado claustrero. Pero sí he de decir, porque así es y así lo siento, que prefiero la pintura de Sorolla o la de Solana, a la de Barjola o a la de Tapies. Que más me satisface una escultura de Benlliure, que una de Henry Moore. Que leo con más gusto a Galdós o a Sampedro, que a Umbral o a Dan Brown. Que más me agrada una construcción de Juan de Villanueva, o de Gaudí, que una de Calatrava o de Bofill. Que elijo antes un diseño de Dior o de Saint Laurent, que uno de Dolce y Gabanna o de John Galliano.
En una palabra, que antes prefiero vestir un traje de raya diplomática, o un príncipe de Gales, o una chaqueta de tweed, que cualquiera de esas prendas “jeans”, o esas otras funcionales y despreocupadas, que son apropiadas tanto para una cita de negocios como para el tiempo libre y que hoy en día inundan los escaparates de todas las ciudades. Pero, igual que a mí, estoy seguro que le pasa a alguno de ustedes, aunque tenemos que reconocer que estamos en escandalosa minoría. Lo clásico ya no se lleva, aunque a nosotros nos siga gustando. Puede que seamos un poco carrozas.

Julio de 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 20 de julio de 2007

Dura lex

Dura lex…

“Dura lex, sed lex”.- Justiniano

Como me parece haber dicho en anterior ocasión, mi buen amigo Josele suele decir de mí que soy muy admirativo. Dice eso y otras muchas cosas, y he de reconocer que en todas acierta pues es hombre observador, sabio y sincero. Es verdad que, como él afirma, soy proclive al ditirambo, pero yo a ello no quiero llamarlo cualidad, puesto que a esta tendría que adjetivarla, sin que sea esa mi intención. Para mí, el tener esa predisposición hacia la estima y la alabanza, no es bueno ni malo, sino simple y subjetivamente agradable, o dicho de otro modo, altamente satisfactorio.
Pero vamos a tratar de describir en que consiste eso de ser admirativo. En primer lugar he de decir que no es para nada, ni se parece en lo más mínimo, al chauvinismo galo. Los franceses, todos lo sabemos, tienen un desmedido aprecio por lo suyo y, si cabe, un algo de menoscabo hacia lo de los demás. En esto último no les apoyo, pero sÍ les alabo en lo primero, ya que saben como nadie ensalzar lo propio y defenderlo, y consumirlo y desarrollarlo en todos los sentidos, y siempre antes que lo extraño. Ahí nos dan a la mayoría de los hispanos una gran lección, puesto que nosotros, de Pirineos abajo, hemos pecado demasiadas veces de criticar la calidad de lo nuestro, pareciéndonos a menudo que era mucho mejor lo forastero, simplemente por el mero hecho de serlo. Valga como oportuno ejemplo el afrancesamiento de muchos de nuestros compatriotas en los albores del siglo XIX. O la ponderación exagerada que hacemos a menudo de vinos, licores, artilugios o aparatos foráneos, con la correspondiente opinión de minusvalía inadecuada hacia los propios.
Y volviendo al principio de este escrito, diré que esa admiración constante hacia lo que me rodea no es sino el hecho de anteponer siempre las virtudes a los defectos que tenga, o pudiera tener, aquello ante lo que me encuentro. Bien es sabido que no hay nada en este mundo que sea completamente perfecto. Como es posible que tampoco lo haya completamente chanflón o furris. A todo cuanto podamos imaginar se le pueden atribuir cualidades positivas o perniciosas, en mayor o menor grado, por mucho que su naturaleza nos parezca determinada de antemano.
Por ejemplo, la riqueza nos dará tranquilidad y bienestar, pero igualmente nos puede hacer ostentosos y fatuos. Una enfermedad nos impondrá dolores y limitaciones, pero fortalecerá nuestra capacidad de sacrificio. Entonces lo importante para mí, aunque desgraciadamente muchas veces no lo consiga, es tratar de obviar lo negativo, procurando valorar al máximo y disfrutar de ello, de cuanto relevante pueda tener la circunstancia, el paraje o la situación, ante la que me halle.
Bien pudiera ser que este comportamiento peque de demasiado pragmático o que tenga visos de hedonista, pero yo me acostumbré a considerarlo así desde niño y siempre me fue bien, por lo que nunca pensé en cambiar de actitud. Se trata, sencillamente, de valorar positivamente lo que tenemos ante nosotros, pero sin hacer nunca comparaciones entre lo que habemos hoy con aquello ante lo que nos hemos encontrado en alguna ocasión anterior. Sabido es de antemano lo odioso de las comparaciones. Entonces, olvidémonos de ellas, y así, evitaremos comprobar que hubo ocasión alguna en la que fuimos más felices que lo que ahora somos. Dediquémonos, en actitud positivista, a valorar al máximo el presente, magnificando lo bueno, lo bonito de nuestro presente, y minimizando lo negativo, lo desagradable, que lo actual pudiera tener. Y ante todo, y sobre todo, tratemos de descubrir – como Machado – el bello secreto de la filantropía. O sigamos a Schopenhauer cuando afirma, pese a ser un misántropo, que el trato ético hacia los demás, o sea, un comportamiento altruista y solidario, es nuestra mejor actitud.
Y si así obramos, observaremos de inmediato cómo la felicidad se convierte en nuestra inseparable y continua compañera. Sabemos pues cuál es el medio para conseguir la dicha. Mas, sin embargo, no acabamos de alcanzarla, ya que hay por ahí algún “meigallo” que nos impele a hacer todo lo contrario, que nos obliga a ignorar lo bueno del momento, que nos incordia resaltando los inconvenientes y anteponiéndolos a las ventajas, y nos lleva a un intenso estado de insatisfacción. Debe haber cierto jorguín que entorpece nuestro ánimo, lo desencamina y lo encrespa, haciéndonos vivir en un continuo desasosiego. Todos lo sabemos, porque a todos nos ha pasado, y nos sigue pasando, alguna vez. Y sin hacer alusiones a doctrinas religiosas de uno u otro credo, parece ser que hemos venido a la tierra más a padecer que a gozar. Que este mundo es un érebo, un pandemónium, y que la felicidad no la hallaremos hasta que lo hayamos abandonado. Podríamos decir que es ley de vida. Dura ley, pero es ley.

Julio 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de julio de 2007

Los temas

Los temas
Ramón Serrano G.

Me parece recordar que fue Julio Camba, aquel gallego de fino humor, periodista, viajero incansable y gran gourmet, quien dijo que el escritor de artículos, para desarrollar estos, suele utilizar con demasiada frecuencia pasajes vividos por él, escenas de su propia vida y su personal visión de la misma, como cantera de temas para desarrollar y dar contenido y esencia a sus escritos y testimonios. O sea, que toda narración viene a tener algo de biográfica ya que casi siempre está basada en algún suceso, nimio o trascendente, vivido por el autor.
Esto no deja de ser verdad, pero digamos que solamente a medias, o quizás estaría mejor dicho que no lo es totalmente. A poco que observemos se verá que el escritor se lanza en infinidad de ocasiones a contar cosas que le son completamente ajenas y en cuyo desarrollo, él no ha participado en absoluto. Su misión, por tanto, en estas labores consiste en narrar lo que desea sin que algo de su existir se vea involucrado en la narración, a no ser que se considere, y esto es natural, que al escribir va dejando, página a página, frase a frase, su estilo y sus formas. Algo de sí mismo.
Pero, por otra parte, sabemos que es completamente cierto que las vivencias van dejando impronta en cada uno de quien las soporta y que la experiencia es la causante y el sustrato de muchas sabidurías. Así está constatado, puesto que así, de dicha forma, ha venido siendo a lo largo y ancho de los tiempos.
Porque esto no le ha ocurrido, o le ocurre, exclusivamente a los escritores de opúsculos o de grandes o medianas obras, sino que le sucede a cualquier persona, sea cual fuere su actividad o profesión, y lo mismo da que la desarrolle por haberla estudiado en mayor o menor profundidad, o que la tenga adquirida por mor de la costumbre. Se hacen las cosas apoyándonos en los conocimientos que están aposentados en el albergue de nuestro intelecto, sea cual fuere el medio por el que llegaron a él. Da igual que el aprendizaje obtenido haya sido por inducción o por deducción.
Sin movernos del campo de la escritura nos damos perfectamente cuenta de que el historiador nos explica lo acaecido a través y con su sabiduría, pero aunque su texto esté plagado de aciertos y puntualizaciones exactas y completamente ajustadas a lo que ocurrió en el tiempo y en el espacio descritos, no puede, por mucho que lo intente, sino describir los diferentes panoramas y acontecimientos desde su prisma particular, un tanto afectado, ya sea mucho o poco, por su subjetividad. O sea que los hechos que se nos muestran no se ven nítidos, con absoluta claridad, sino un tanto desdibujados porque al ser detallados se han moteado, para bien o para mal, por la peculiar personalidad del autor.
Esto lo notamos por igual en el comportamiento de la inmensa mayoría del hombre de la calle tanto en su actividad laboral como en sus expresiones y juicios cotidianos. Pongamos varios ejemplos. Lo comprobaremos si observamos al pobre agricultor, que pese a sus pocos estudios pero no tan escasos aprendizajes, lleva grabada atávicamente la forma de desarrollar sus cultivos, tal y como le dictan sus propias vivencias, tal y como lo fue viendo hacer a sus progenitores o a quienes le precedieron en esas faenas. Sabemos que en el desarrollo de su profesión, el abogado se apoya no sólo en la legislación actual, sino que lo hace también en la jurisprudencia acaecida a lo largo de miles de pleitos. Acudamos, por último, a la labor de los actores teatrales y oiremos decir que tienen pocas o muchas “tablas”, según la experiencia acumulada lo que les hace que actúen con poca seguridad o mucho desparpajo.
Queda pues abierto el dilema de si es mejor apoyarse con más fuerza en la columna de lo aprendido que en el pedestal de lo vivido. De ello, como por otra parte es lo natural, hay diversas opiniones y mientras alguien dijo que la doctrina enseña más en un año que la experiencia en veinte, los griegos, ese pueblo tan sabio que sus teorías y pensamiento no ha sido superado nunca por ningún otro, atestiguaban que había que ser remero antes de coger el timón y haber estado en la proa y observado todos los vientos antes de gobernar la nave.
Convengamos entonces que lo importante es no aceptar al empirismo como agente más principal que el estudio, y de esta forma no desechar ninguna opción, sino aprovechar ambas. Así pues, y poniendo como ejemplo al articulista, no debe servir este exclusivamente de vocero bajo ningún concepto. Antes bien, tendrá que elegir los temas, documentarse debidamente sobre ellos, vivirlos a ser posible, y más tarde, aprovechando su mayor o menor facilidad para transmitir, ya sea esta personal o mediática, exponer su mensaje a sus amables lectores.

Junio de 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de junio de 2007

Las brujas

Las brujas
Ramón Serrano G.

Por desgracia, hay muchas cosas (personajes, objetos, profesiones o ritos) que los niños del siglo XXI no llegarán nunca a ver, e incluso ni a conocer, a no ser que alguna persona mayor, caritativa, les hable y les explique su existencia y actuaciones. Las innovaciones de la técnica y los cambios en las costumbres, han acabado con ellos, como acaba el hielo de una madrugada de abril, o la piedra de una negra nube de mayo, con el fruto apenas asomado de las vides. No sabrán los pobres chiquillos que antaño hubo guarnicioneros, amas de cría, serenos, morilleros, sacristanes, monaguillos, botijos y candiles. Y que se iba al rosario de la aurora, o al campo a comer espigas de cebada o a cazar grillos. Más larga podría hacer esta lista de evocaciones, pero no quiero convertirla en una retahíla. Aunque lo cierto y verdad, es que sintiendo su ausencia, me acuerdo con mucho cariño de todos y cada uno de sus componentes, que siempre agrada pasar las cosas por el tamiz mágico de la memoria.
Pero la evanescencia que más me desagrada es, sin duda alguna, la de las brujas. ¡Ah, las brujas! Aquellos seres, algo más que humanos, a los que se le atribuían poderes mágicos, casi siempre malignos, amparándose para ello en un misterioso pacto que se suponía tenían con el diablo. De ellas nos hablaron autores tan famosos como Perrault en “La Cenicienta”, Frank Baum en “El mago de Oz”, y con un enfoque más serio y diferente Arthur Miller en su muy famosa obra “Las brujas de Salem”, sin olvidar nunca a Julio Caro Baroja en “Las brujas y su mundo”.
Intentemos describirlas. Su representación venía a consistir en la figura de una vieja desaliñada, tocada con un raro caramiello negro y raído que apenas le dejaba ver la cara. Y esta faz era rugosa, con verrugas de extrañas formas, tamaños y colores. La nariz rojiza y prominente, y bajo ella una abertura en la que se ocultaban a lo sumo tres o cuatro dientes, sin albura y distantes entre sí. El cuerpo, seco y giboso, se tapaba con un sobretodo de color y forma completamente indefinibles.
Hagamos un aparte para decir que eran familia muy cercana del “Bu”, y parientas algo retiradas de las célebres hadas, aunque estas, como todo el mundo sabe, siempre se nos aparecían bellas y apuestas, dedicadas a hacer el bien y a obsequiar con increíbles regalos a todo el que tenía la fortuna de toparse con ellas. Y posiblemente, debido a ese parentesco, hubo algunas calchonas dispuestas igualmente a beneficiar a los demandadores de sus encantadoras y taumatúrgicas artes.
Pero volviendo a nuestras protagonistas, hemos de decir que vivían en una desvencijada casa inmersa en lo más profundo de un tenebroso bosque, con un fuego siempre encendido y en la que también habitaban una lechuza (esa especie de loro mudo con cara de asombro constante), varias ratas de los más diversos tamaños y colores, y en incomprensible armonía con ellas, un par de gatos, viejos como la sarna y negros como la pena. Todos estos inquilinos compartían con su casera diálogos, escaso alimento y misteriosas ocupaciones.
Por igual he de ocuparme en describir el sinfín de utensilios que albergaba aquel cuchitril. Unos estaban allí por ser los medios que la jurguina necesitaba imprescindiblemente para el buen desarrollo de sus funciones cabalísticas. Otros tenían una misión incierta. Los más eran, únicamente, mugrosos acaparadores de polvo. Lo cierto, es que siempre había dos objetos esenciales: la escoba y el hirviente caldero. Luego, se solían hallar varios libros, gordos y desvencijados, en los que estaban anotadas fórmulas y prescripciones para curas o para encantamientos. Una esfera de cristal, opaca cuando no era utilizada. Redomas y alambiques. La tráquea seca de un perro. El diente de un oso. Algunos pelos de la cola de un zorro. El ala de una urraca. Y además, botes, muchos botes, conteniendo cornezuelo de centeno, amanitas, mandrágora y estramonio, sal del mar Muerto, vísceras de lirón, el rabo seco de un lagarto y, y, y,…, todo aquello que imaginarse pueda.
Ocupémonos por último de su trabajo. Era de dos clases. El principal, tenía un carácter marcadamente maléfico, y se empleaba para anular voluntades, aojar, causar encantamiento, obnubilar las mentes, entorpecer conductas o conseguir por medios taumatúrgicos y misteriosos todo mal o perjuicio imaginable o inverosímil.
Sin embargo tenían también otra utilidad, y es esa, el motivo de mi grata evocación. A ellas acudían muchas gentes para tratar de conseguir el amor inasequible de una moza. O a suplicarles que atrajesen la fortuna necesaria para que el marido o el hijo volviesen ilesos de la guerra. O se les pedía el remedio preciso para curarse de una rija o de una hidropesía. Pero su misión más benefactora era una que realizaban sin enterarse ellas mismas, ya que la obtenían algunos con sólo nombrarlas. Se producía, ¡oh portento!, cuando los padres las invocaban como somnífero para sus hijos. O para que su posible llegada sustituyese al aceite de hígado de bacalao animando a los chiquillos a la ingesta. O porque su simple nominación obligaba a los chavales a un buen comportamiento.
Por todo esto yo, y muchos de los abuelos de esos personajes que acaban de nacer en estos comienzos del siglo XXI, añoramos a las brujas, ya que no hay a quien acudir hoy en día para, aunque sea con mínimas posibilidades de éxito, poder intimidar ligeramente a los niños y conseguir de ellos una obediencia y un comportamiento adecuado.
Junio 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de junio de 2007

Ejemplos triviales

Ejemplos triviales
Ramón Serrano G.

Hay inventos que son sencillamente prodigiosos y gracias a los cuales la humanidad ha experimentado mejoras increíbles. Bástenos citar cuatro ejemplos que dan buena muestra de ello. Uno podría ser la invención del bolígrafo a cargo del húngaro Lazlo Biro. Citaremos también a la fregona, creación de nuestro compatriota Manuel Jalón, aunque esta también se la atribuye Emilio Bellvís. El ascensor, inventado por el americano Elisha Graves. Y por último recordaremos la maleta con ruedas y asa extensible, creo que la llaman “trolley”, y cuya paternidad es para mí desconocida.
Vemos que en los cuatro casos se trata de innovaciones que han favorecido enormemente a las personas. Sin embargo, alguien podría decirnos que sí, que esos inventos citados son buenos, pero tan sólo dispensadores de beneficios a los que se les tildaría de segundo orden, y desde luego sin la importancia o la trascendencia de descubrimientos como el de Fléming con la penicilina, Roentgen con los rayos X, o Nóbel con la dinamita.
Y efectivamente así es, pero contemplándolo desde un aspecto completamente aislado para cada uno de ellos, porque si lo hacemos desde un prisma general, enfocado a la consecución del bienestar para la raza humana, veremos que tal vez pudiésemos equiparar a unos con otros. Porque la vida es así. Afortunadamente es así. No se compone de momentos puntuales decisivos por una mayor trascendencia, sino que está también integrada por elementos más triviales, si queremos llamarlos de ese modo, pero que tienen una cardinal importancia en el desarrollo de nuestras vidas.
Para demostrarlo, recurriré, como al principio de este escrito, a citar unos casos que me ayuden a demostrar lo que acabo de indicar. El cocinero no triunfa con la elaboración de un plato con una materia prima exquisita, sino que a ello le ayuda enormemente una guarnición adecuada y una presentación glamurosa. El ama de casa no logra que su hogar funcione adecuadamente si nada más se preocupa de que haya la limpieza necesaria y de administrar bien los ingresos para llegar holgadamente al día treinta de cada mes, sino que debe saber poner, imprescindiblemente, ese sencillo toque de feminidad con el que logra crear un entrañable ambiente entre todos los miembros de la familia. El amor de una pareja no triunfa por una o cien noches de pasión, sino por un continuo comportamiento de ambos, limando asperezas, achicando problemas, ofreciendo apoyo o regalando ternura. La penosa labor de un médico no alcanza su enorme mérito por la urgente extracción de una espina de pescado clavada en la laringe de un chiquillo, sino con la paciente tarea del día a día, cortando o aliviando gripes, infecciones, diarreas o dolores.
Pues igual que ocurre en estas muestras apuntadas anteriormente, viene a sucederle al hombre en todo el desarrollo de ese corto, pero azaroso, viaje que es su vida. Por lo cual, si quiere tener en ella completa satisfacción y complacencia, no ha de ocuparse tan sólo de conseguir lo principal: cultura, posición, economía más o menos desahogada, o eso que se ha dado en llamar una buena vida, sino más bien de aquistar, todos y cada uno de los días en que ve amanecer, esas cosas, aparentemente insignificantes, pero de real y gran importancia.
¿Quieren que les diga algunas, ya que de ejemplos andamos hoy? Pues hablaré del trabajo diario, que nunca debiese acabar en rutina, sino que hecho con honradez y esmero, hace que podamos dormir sin pesadillas. Del saludo afectuoso y el trato cordial con parientes y vecinos. De la ayuda silente a quienes pudiéramos prestársela. De la espectacular y estremecedora visión de un amanecer. Del benefactor aprendizaje que nos proporciona la lectura. De conversar a menudo con esos menudos personajes que son los chiquillos. De no hablar nunca de nadie, si no es para bien. De tantas y tantas otras cosas más, que harían esta relación interminable.
En suma, que hemos de procurar, aun cuando nos suponga algún esfuerzo, que nuestro día a día sea lo más placentero posible para los que se relacionan con nosotros, y que eso se consigue principalmente con actos de sencillez, a los que nunca hemos de minusvalorar y/o desatender. Si de esta manera lo hiciésemos, conseguiríamos tres beneficios. La alegría de los demás. Si cabe, en mayor grado, la nuestra. Y que el día de mañana, después de que hayamos hecho el infalible viaje con la descarnada, se nos recuerde al menos con afecto.
Y para hacer un último abundamiento en la verdad de estos consejos, recordemos que la gran belleza de estos montes nuestros que pueblan las comarcas limítrofes de las provincias de Albacete y Ciudad Real, no estriba sólo en la grandeza de las carrascas, enebros, o sabinas, sino además, y con la misma importancia, en la aparente humildad de los romeros, tomillos, espartos, aulagas, espliegos, retamas, gamonitas,…

Mayo 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 25 de mayo de 2007

Mensaje en una botella

Mensaje en una botella
Ramón Serrano G.

Para Julio Pérez Cuartero, un Maestro bueno, en toda la extensión de ambas palabras.

Si pudiese, querido lector, te induciría a que llevases tu imaginación, junto a la mía, hasta esa conocida imagen del náufrago que se halla solitario en una isla. Pero pensemos que lo he conseguido. Entonces, fijémonos en ella y podremos observar como reúne todas las características para llegar a ser uno de los tópicos por excelencia.
El sujeto, un hombre metido en la treintena, con una cara tapada por desaliñada barba, unas greñas desgreñadas y, como único atuendo, unos pantalones de los llamados piratas, cortos, raídos y mal sujetos por una cuerda. Las manos huesudas. Los pies descalzos y callosos. La mirada perdida. La mente extraviada.
El lugar, una isla a donde llegan mansas las pequeñas olas de un mar en calma. Pero esta isla hemos de suponer que ha de ser, desgraciadamente, lo bastante pequeña para estar apartada de cualquier ruta de navegación, y por lo tanto incomunicada, y, a su vez, lo suficientemente grande para que en ella haya algún arroyo o manantial que proporcione a nuestro protagonista el agua imprescindible, y además, cantidad de mangos, aguacates, papayos, carambolos, guayabos y otros más, suficientes para que sus frutos le proporcionen sobradamente el alimento a nuestro hombre. Ignoramos la existencia de algún tipo de ave o de si hay peces cercanos a sus costas con los que complementar su dieta. Supongamos que sí, pero eso nos da igual.
Su forma de vivir, rutinaria como no podría ser de otra manera. Sus escasísimos y rudimentarios utensilios le permiten pocas ocupaciones manuales, por lo que ha de dedicar forzosamente su tiempo a deambular por su exclusivo territorio, el cual, debido a su pequeñez le resulta ya monótono. Es por eso que la vista de los paisajes accesibles no le causa extrañeza alguna y da así rienda suelta a su imaginación y a sus recuerdos. El porcentaje que asigna a la una y a los otros no lo sabe ni él mismo, y le viene dado la mayoría de las veces por el estado de ánimo con el que se haya despertado esa mañana o por el fugaz paso de alguna nube con forma de cualquier cosa, con un parecido absurdo que su mente elucubra, llevándole a desarrollar los más increíbles pensamientos.
De esas dos actividades de su magín, la de recordar es la que le suele proporcionar una satisfacción mayor. No tiene con quien comunicarse y tú sabes, querido lector, que Cortázar nos dice en “Rayuela” que el recuerdo es el idioma de los sentimientos, y estos, en su soledad, son sus únicos interlocutores. Debido a ello, por su caletre van desfilando, día tras otro, ora sus juegos infantiles allá en su tierra natal, tan diferente a esta, rodeado de multitud de muchachos como él, ávidos de conocer y de experimentar las nuevas sensaciones que llegan a sus almas inexpertas. Ora piensa en sus aventuras juveniles, recién abandonada la pubertad, e impaciente en extremo de acceder a la hombredad, para alcanzar en ella cuantas ilusiones tiene tanto tiempo deseadas. Para lograr los triunfos que dadas sus condiciones considera alcanzables, y aun los inasequibles, que es grande su ambición y su deseo de gloria.
Rememora cómo las circunstancias y el tiempo le fueron llevando por caminos bien distintos a los que tenía elegidos. Cómo hubo veces que acertó en lo poco y erró en lo mucho, y repasa concienzudamente los motivos, decisiones y congéneres que le condujeron a unos destinos codiciados unos y no predeterminados, ni queridos, otros. Y por la retina de su mente pasan las sensaciones del amor, del deseo, del esfuerzo, del odio, de la aventura, del éxito, del fracaso, de.., de.., de.., tantas y tantas emociones que el hombre disfruta y sufre simultáneamente en su vivir.
Hay jornadas, por el contrario, en las que su imaginación vuela hacia al futuro, pensando si seguirá siempre solo en su reducido mundo, o quizás saldrá de él si llega alguna vez alguien a rescatarlo. ¿Qué le gustaría más? Ni él mismo lo sabe. Aquí y ahora, hay ratos en los que se ve abrumado por el aburrimiento o la ignorancia de lo que ocurre en el exterior de su entorno, por la ausencia de información, de actividad creativa, de la ayuda necesaria ante cualquier evento, de un posible diálogo, de un amigo. Eso le desazona. Pero por otro lado está ausente del conocimiento de guerras y desastres, libre de ruidos y murmuraciones y con toda la disponibilidad del mundo para hacer lo que le venga en gana y pensar en lo que en gana le venga. Y libremente. Sobre todo eso, libremente.
Pero hoy es un día extraordinario. Ha debido ser por arte de alguna hechicería o de cualquier teúrgia, que siempre existen, por las que se ha encontrado provisto nuestro personaje de una botella, con su tapón, de un lápiz, del correspondiente papel y de una tabla donde poder apoyarse para escribir, sin que nadie pueda imaginarse de dónde le llegaron estos objetos. La posibilidad le induce al acto, lo cual suele suceder muy a menudo a los hombres, y por ello decide redactar un mensaje y luego enviarlo sin destino fijo, ni seguridad de su llegada a sitio alguno. ¿Y cuál puede ser el texto del correo? Aunque, a primera vista, podría colegirse que el comunicado fuese una petición de socorro, habría que arrumbar esa sospecha. Cómo va a solicitar ayuda si no conoce tan siquiera la ubicación del lugar donde habita y malvive.
No, él garabateará en el papel sus convicciones, sus sentimientos, sus sensaciones. Y dentro de esa botella estará lanzando al mundo, a ese mundo del que aún conserva alguna reminiscencia, un compendio de sus ideas, de sus anhelos, de sus pensamientos, de sus ilusiones. Ignora si esta exposición llegará a manos de alguien, y si ese alguien se tomará la molestia de leer su mensaje, y si querrá perder un poco de su tiempo en enterarse de las prédicas de un desconocido. Pero eso a él no le importa. Su interés y su satisfacción están en echarlas al agua, en propalarlas así, al azar, sin una meta, sin un destinatario o receptor predeterminados. Su complacencia está más en realizar su creación, que en la acogida, incierta de todo punto, que pueda tener.
Y ahora, si pudiese querido lector, te induciría igualmente a que observases qué similitud tan extraordinaria existe entre el hacer del náufrago protagonista de esta historia y el del escritor. Este suele vivir, al igual que el otro, en un entorno que le resulta ajeno y que le importa poco su tamaño y su condicionamiento. Sus necesidades corporales son, casi siempre, escasas y fáciles de satisfacer. Su mayor, y casi única, compensación está en confeccionar sus escritos, que lanza lleno de esperanza, pero casi por inercia, al océano, y que desconoce si alguien con gran benevolencia llegará a leerlos. Ocurra así o no suceda nunca, él seguirá soñando y trasladando sus quimeras al papel, por si alguien se toma la molestia de leerlas algún día.

Mayo de 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 11 de mayo de 2007