domingo, 30 de marzo de 2008

La firma

La firma
Ramón Serrano G.

Quienes han tenido la paciencia y la amabilidad de leer alguno de mis escritos, saben que muchos de ellos los empiezo utilizando la definición que el D.R.A.E da de ese tema al que voy a referirme, porque en ella me puedo asentar cumplidamente para desarrollar el mismo. Así, refiriéndose al de hoy, dice el docto libro que es el nombre o título de una persona, generalmente acompañado de una rúbrica, escrito por ella tal y como tiene costumbre de hacerlo, puesto al pie de una carta o documento, y por la cual estos quedan autorizados, y/o autentificados.
Pero vayamos al tema. Hablando un día con uno de esos encantadores vejetes que toman el sol de media mañana sentados en los bancos públicos, le pregunté que qué era la firma para él, y fíjense el enorme parecido que tiene su contestación, llana y pueblerina, con la académica antes descrita. Me dijo el buen hombre que era el nombre, o demasiadas veces algunas letras indescifrables, que alguien pone al final de algo, que casi siempre lleva atrás un garrapato, y con lo que viene a decirse quién es el autor de lo dicho, o de que da su consentimiento, o de que se hace responsable de algo.
También quisiera contarles dos hechos casi históricos (hoy ya no se dan, para mal y para bien) pero tan recientes que yo los he vivido en varias ocasiones debido al ejercicio de mi profesión. Uno era la formalización de un trato. Dos hombres hablaban sobre una transacción, pongamos por ejemplo, ajustaban los términos de la misma y llegados a un acuerdo se daban un apretón de manos. Con él, admitían su compromiso de cumplir lo pactado y ya no eran necesarios papeles ni rúbricas. La palabra de un hombre valía tanto, o más, que lo escrito. Créanselo los jóvenes. Eso pasaba. Como igualmente ocurría que muchas personas, desgraciadamente analfabetas, acudían a un despacho para tratar de resolver un asunto, y lo hacían con cierta desenvoltura. Su azoramiento llegaba cuando se veían obligados a firmar. Entonces algunos, con cierta parsimonia, sacaban de su ajada cartera un viejo papel, lo ponían delante y luego, despacíco y dificultosamente, copiaban lo que allí tenían como muestra, y que no era otra cosa que su firma.
Digamos, aunque sólo sea de pasada, cómo signaban los documentos que otros tenían que escribirles, aquellas/os que por sí mismos no sabían hacerlo. Si era algo oficial se solía dejar la huella del dedo pulgar debidamente impregnada en tinta. Si eran textos más íntimos o personales se solicitaba la imprescindible ayuda: ..”Escribidme una carta, señor cura…”, que nos encandilaba Campoamor. Terminada la labor del amanuense, tomaban ellas el protagonismo, borrajeaban algo y después añadían alguna señal que guardaba una significación convenida de antemano. Entre novios, casi siempre eran cruces y círculos. Aquellas representaban abrazos. Estos, besos.
De hoy, podemos decir que la firma es imprescindible y que hasta se puede hacer de forma electrónica. Y que hay quien firma por un barbecho y quien no lo hace hasta haberse leído concienzudamente la letra pequeña. Pero dejemos ese tipo de firmas que es a otro al que quiero referirme, aunque dejando claro que siempre la firma fue, y es, un acto trascendente y resolutivo. Nada está acordado definitivamente hasta que es firmado.
Sobre ello dicen, y puede que lleven razón, los peritos grafólogos que a través de la firma se puede adivinar la forma de ser de la persona que la estampa. Yo me lo creo, al igual que hago con otras tantas cosas de las que no entiendo (y son muchas) y me fío de la opinión de los expertos.
Pero a la firma a la que quiero hoy referirme, la que deseo principalmente resaltar es aquella que los seres humanos van poniendo día a día, o lo que es igual, su forma de ser, sus sentimientos, sus cualidades, su capacidad de obrar, en todo cuanto van realizando a los largo de su existencia. Y aun cuando lo hacen de manera más significativa los grandes hombres (se sabe bien si una pintura es de Van Gogh o una música de Bach, aunque podríamos poner otros muchos ejemplos) todos, al ejecutar nuestros actos, grandes o sencillos, importantes o triviales, vamos firmando, vamos haciéndonos un nombre, vamos responsabilizándonos de nuestros actos, vamos diciendo lo que somos. Cuántas veces hemos oído aquello de: …y qué podías esperar de él. O eso otro de: …como siempre, se comportó estupendamente.
Seamos entonces conscientes de que desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, y aun en el tiempo que permanecemos en el lecho, venimos dando testimonio de nuestro modo de ser. Que estamos continuamente firmando, y, con ello, autentificando, dando importancia y haciéndonos responsables de nuestras acciones. Que cada cual vea entonces si antes de echar la rúbrica le conviene estudiar minuciosamente lo que hace, si debe leer hasta la letra pequeña, o lo que le puede acarrear el firmar por un barbecho, aun cuando esto le traiga sin cuidado.

Marzo 2008