sábado, 2 de febrero de 2008

El esquilaor

El “esquilaor”
Ramón Serrano G.
Para mi amigo Felipe, que fue “esquilaor” en sus tiempos.

Como solíamos hacer en todos los lugares que visitábamos, Luis y yo, nos fuimos dando un paseo hasta uno de los barrios periféricos de Tomillares. Me tenía dicho que para conocer bien cualquier pueblo hay que salirse del centro y visitar sus mercados y sus arrabales, que son sitios muy esclarecedores de la forma de ser y vivir de sus vecinos. Así que paseando por una calle de la periferia, nos encontramos a un hombre que estaba pintando en la fachada de su casa, enjalbegada con esmero, un zócalo de color añil precioso, muy propio de estos lugares manchegos. Lo hacía sentado en una silla baja de enea, bien porque le resultara más cómodo o porque, ya que aparentaba pasar bien de los setenta, de esa forma hacía su tarea más descansada.
- Buenos días, saludó mi amigo. ¡Qué bien lo hace!, se nota que este ha debido ser su oficio toda la vida.
- ¡Hola!, respondió el paisano. Pues hombre, tengo que decirte que te equivocas. Desde joven y hasta hace unos años mi oficio y el de mi familia fue otro muy distinto. Tanto, que ya casi ha desaparecido. Nosotros, los “Fajos”, hemos sido siempre esquilaores, y de los buenos, pero claro, al ir desapareciendo los animales hubo que buscarse otras formas de ganarse la vida. He sido varias cosas, pero nunca pintor. Esto lo hago porque no es tan difícil como pueda parecer y porque con ello ayudo, ahorro y además me entretengo y charlo con quien pasa, si quiere pararse un rato.
- Pues es bastante raro encontrar a alguien que haya tenido ese trabajo que ha dicho. ¿Le importaría, si no le aburrimos, explicarnos cómo era más o menos?
- Qué me va a importar. Al contrario, que uno goza recordando otros tiempos. Bueno en primer lugar te diré que me llamo Felipe y que, como antes te indiqué, me dicen el ”Fajo”. ¿Y tú cómo te llamas?
- Luis, contestó mi amigo. Y este es mi perro Luca.
El hombre me acarició solícito y siguió hablando.
- Bueno Luís, pues sabrás que esta tarea nuestra era como cualquier otra, sólo que aquí tenías que tratar con animales además de con personas, y si me permites una broma, te diré que algunas veces estaban los papeles cambiados. Pero hablando en serio, te diré que éramos en el pueblo cuatro o cinco familias de esquilaores, que cada una tenía sus clientes, y que, como era natural, ninguna contaba con local propio para su trabajo, así que cuando te avisaban, te ibas para la casa del parroquiano con los utensilios: la tijera, los manubrios, que así llamábamos a las máquinas, el acial y las maniotas, que eran las cuerdas para trabar a las bestias.
Una vez que llegabas, si tenías que amanear la mula o ponerle el acial o las maniotas, te ayudaba quien fuese contigo o bien el gañán o el amo de la casa. Aunque esto de poner el acial o lo de amanear no se hacía siempre, pues dependía de lo tranquila o lo inquieta que fuera la caballería. Después, con la tijera se señalaba la línea a partir de la cual había que empezar y luego con el manubrio se esquilaba.
- ¿Y había un método determinado?
- Había una costumbre. Se comenzaba por el lado derecho del animal, desde la cabeza hasta el rabo y desde este se volvía por el lado izquierdo desde el rabo hasta la cabeza. En las patas y en el vientre no se las esquilaba nunca porque iban cambiando el pelo, así que se hacía arriba en el lomo para evitar que con los arreos, los viajes y, sobre todo, con el trabajo, las pobres mulas o burros sudasen demasiado.
Te solían avisar cada mes y medio aproximadamente para que fueses a su casa, y en algunos casos, muy pocos, a la finca, cuando el cliente era uno de esos ricos que tenían varios pares de mulas. También pasaba esto en algún caso de temporal o cosa así. Llegabas, hacías el servicio que venía a tardar una media hora con cada animal, te pagaban lo que tenías contratado por anequín, es decir a tanto por caballería y no a jornal, y te ibas a arreglar a otro sitio. Este era nuestro trabajo en la mayor parte del año, pues sabrás que normalmente se dejaba de esquilar después de la vendimia y se empezaba de nuevo en marzo. En el invierno sólo se arreglaban las crines, y como sobraba tiempo, te ibas a podar o a cualquier otro trabajo con el que sacarse el jornal.
En esto Felipe llamó a su mujer para que nos sacase unas hojuelas. Así lo hizo y encantados con el relato y con la exquisitez de los dulces, nos estuvimos otro buen rato con él, hablando de costumbres y usos, arrumbados ya algunos y otros en franca transformación. Tras ello, nos marchamos con el buen sabor de boca de haber oído algo poco ordinario y haber conocido un hombre, llano, sencillo y agradable.
A los pocos días noté que salimos a andar con rumbo fijo y al preguntarle a Luis si íbamos a algún sitio determinado, me contestó que sí, que volvíamos a casa de nuestro amigo Felipe el “Fajo”.
- ¿Quieres consultarle alguna cosa más? le pregunté.
- No, me contestó. Volvemos simplemente para agradecerle su comportamiento. A acompañarle un rato y a tratar de hacerle agradable esta mañana, como el otro día nos la hizo él a nosotros. En la vida no se puede ir pidiendo siempre, sino que hay que estar también dispuesto a dar, y es más, aún cuando no te lo soliciten. Te voy a contar una historia Luca.
Sabrás que hace muchos años, hubo un hombre que, aunque honrado y trabajador, andaba siempre escaso de dinero. Vivía, casualmente, junto a otro que era muy rico, y en aras de esa vecindad, cuando se veía con una necesidad acuciante, acudía a casa de su lindero en solicitud de ayuda económica. Este, siempre se la proporcionaba con agrado y sin intereses, y el otro siempre se la devolvió religiosamente. Así ocurrió en varias ocasiones, pero el vecino pobre tan sólo iba a ver a su vecino cuando precisaba un préstamo, que por lo demás parecía como si no se conociesen. Y vino a suceder que otra vez volvió uno a casa del otro a demandar un préstamo similar a los anteriores. Pero hete aquí que el pudiente le dijo:
- Mira, en esta ocasión no puedo ayudarte.
-¿Cómo no vas a poder, si todos sabemos de tu opulencia? Piensa que si tú no me ayudas, caeré en manos de los usureros y acabaré perdiendo mi humilde hacienda.
- Pues yo también sé de tu egoísmo. Y sé que sólo vienes a esta casa cuando necesitas algo, que si no, no se te ocurre pasar por aquí ni siquiera para decir buenos días. Te voy a volver a ayudar, pero piensa en lo que te he dicho.
Así lo hizo y así lo entendió el otro. Y desde entonces, en los ratos en los que el trabajo no apremiaba, acudía solícito a visitar a su vecino y ambos pasaban muy buenos ratos dialogando amistosa y tranquilamente.
Y eso mismo ocurrió este día en el que volvimos para visitar a Felipe. Puedo decir que “el Fajo” se alegró infinito de volver a vernos y lo pasó estupendamente, pues le pidió a Luis que, ya que él apenas había salido de su lugar le contase cosas de sus andanzas por otras tierras. Y mi amigo, con su facundia y su sapiencia, estuvo toda la mañana narrándole historias y viajes, a cual más interesante y divertido.

Abril 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 27 de abril de 2007

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