martes, 29 de enero de 2008

El turismo

El turismo
Ramón Serrano G.

Para Antonia, una flor, una gran mujer.

Sería incontable el número de momentos agradables que una persona pasa con la lectura a lo largo de su vida. ¡Cuántas sensaciones bellas, cuántos despertares a la vida, cuántos abandonos del adocenamiento, cuánto saber y, por tanto, cuánto gozo! Hace unos días leí una frase de Marc Chagall en la que se afirmaba que el arte no es otra cosa que el constante esfuerzo por competir con la belleza de las flores, sin conseguirlo nunca. Pocas aseveraciones tan ciertas y pocos juicios tan correctos he leído, y más viniendo de un pintor como él.
Y uno, que de continuo está metido en la ordinariez de los negocios o la insustancialidad de los avatares sociales, se empapa de satisfacción con la ocupación de leer y, al hacerlo, abre su mente a figuras que, por sabidas, tenemos olvidadas. Porque ya no nos fijamos en las poquísimas cosas que hay en este mundo con una venustidad, con una guapura, como la que poseen los pétalos y las corolas. Nos ocurre igual con esto, como a los vecinos de tantas ciudades que tienen la fortuna de albergar entre sus edificios algunos que son muy hermosos por su historia o por su forma, pero que por la perseverancia del paso ante ellos, acaban por no mirarlos y tienen que ser los turistas los que vengan a recordarles que poseen algo extraordinario y que de eso deberían enorgullecerse constantemente.
Algo parecido viene a sucedernos con las flores, que de tanto contemplarlas, les restamos importancia y olvidamos que son algo milagrosamente bonito, posiblemente, lo, o de lo, más que haya en el mundo. No voy a hacer un panegírico de ellas, que estaría por demás, pero si quiero expresar como, en todo tiempo y lugar, a la flor se le rindió y se le sigue otorgando homenaje de admiración.
Entonces, no puedo dejar de aludir al edelweis, con su inmensa carga de beldad y significado. Ni olvidar al ikebana japonés, ese polícromo prodigio floral, de exquisita armonía y finura. Y por dar más fuerza a mi relato, quiero que sepas, amable lector, la entrañable historia que un día, desde entonces muy agradable, aprendí en un libro titulado “El canto del Almuédano”, en la que se cuenta en una de sus últimas azoras, cómo la hermosa Rummaykiya quedóse asombrada porque un año cayera sobre Isbilyya una inusual agua nieve. Ante esa admiración, su enamorado esposo Al-Mu’tamid, le prometió que haría el milagro de que todas las primaveras volviera a nevar, para su deleite, en las planicies hispalenses. Y así, plantó en la extensa vega del Wadi al-Kabir, el río grande, multitud de prunos, guindos, perales, cerezos, manzanos, granados y un sinfín más de árboles que traían infaliblemente para su amada la inmensa belleza nívea.
Puede que lo hiciera emulando al gran Abderramán III, quien un siglo antes, para engrandecimiento de su esplendorosa Qurtuba y también para complacer a su queridísima Azahara, construye una ciudad, posiblemente la más fastuosa del mundo. Alamines, geómetras y alarifes son traídos desde Bagdad y Constantinopla para edificarla, y se dice que en ella se pusieron más de tres mil quinientas columnas con arcos de marfil y ébano, quinientas puertas de bruñido bronce, mármoles, jaspes y cristales. Sonoras fuentes y acequias. Jardines de ensueño. Jaulas con pájaros exóticos. Un paraíso. Pero en ese edén no es por completo feliz la bella Azahara, que añora la nieve que viese cuando niña en su Iliberis granadina. Sabiéndolo el primer califa, para quitarle la melancolía, pone a la llanura cordobesa blanca de amor como una novia, durante un tiempo y al principio de cada año, pues la puebla de miles de almendros
Desde luego, es bien sabido que la floración constituye un espectáculo inigualable, y por ello las gentes, las buenas gentes, que saben mejor aún que los eruditos e ilustrados apreciar lo bello y lo bueno, han dado en los últimos tiempos en peregrinar al valle del Jerte, para ver la florescencia de sus cerezos. Y reconociendo que aquello es una auténtica hermosura, dada las inmensas plantaciones que hay de esos frutales, quisiera indicar que no es menos atractiva la vista que, parecidamente, puede verse cada año, y por el mismo motivo, en el salmantino Mogarraz y sus derredores. Esta segunda visión es, desde luego, menos grandiosa pero más impactante, por aquello de que lo espontáneo atrae en mayor grado que lo artizado.
Y basándome en esta nueva costumbre, he dado yo en pensar que si hoy las agencias de viajes se colman de trabajo enviando viajeros en el tiempo vernal a la Extremadura, dentro de muy pocos años y por la época en que comienza a mayear, recibiremos en nuestras manchegas tierras a infinidad de turistas, atraídos por el sugestivo y precioso colorido que las flores naturales tienen en los eriales, liegos y cunetas de por estos contornos. Y que reúnen, por otra parte, lo expresado en el párrafo anterior. O sea que, por ser silvestres y por su abundancia, puede decirse que si es primorosa la lindura de todas la flores aludidas, no le van a la zaga las de nuestros entornos. Y es más, aún creo que las aventajan en mucho la majeza y la gracia del ababol, la peonía, la jara, el jaguarzo, el romero, la hiniesta, la retama, la granadilla, la lavanda, el asfódelo, el digital, la salvia, la brecina, y la de tantas y tantas otras que existen por estos pagos para nuestro disfrute.
¡Agrestes flores de mi Mancha, cuánto darían por poder pintaros los pintores!

Abril 2005
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de abril de 2005

No hay comentarios: