sábado, 2 de febrero de 2008

Aprés

Après
Ramón Serrano G.

Ignoro si muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo, puede que haya pocos, pero alguno habrá que piense como yo, creyendo que en esta vida hay un gran número de actos, situaciones o episodios, que se disfrutan mucho más en eso que los franceses llaman après, es decir, después de, y no en el momento en que se produce un determinado evento.
No me estoy refiriendo, claro está, a aquellas ocasiones en las que estamos padeciendo un mal de cualquier tipo, y cuyo cese nos supone un bálsamo o paliativo. Un par de ejemplos sencillos y comunes. Si estuvimos todo el día caminando y además calzados con unos zapatos poco cómodos, el quitárnoslos supone un gran alivio. Si nos aqueja un dolor, aunque sea leve, un calmante que lo elimine nos trae la satisfacción. En estos casos es natural que estemos más a gusto después, cuando ya ha pasado, que en el tiempo en el que se desarrolló el suceso que nos ocupa.
Quiero aludir, por el contrario, a aquellos instantes que siendo altamente satisfactorios cuando se producen, lo son más aún, una vez terminados. Pudiese parecer contradictorio que se pueda gozar mayormente de un hecho intrínsecamente agradable una vez transcurrido, que en el tiempo en el cual se está desarrollando. Pero no es que puede ocurrir así, sino que de facto sucede. Pongamos también tres ejemplos para tratar de demostrarlo a quienes duden de su veracidad.
En primer lugar, un viaje. El sitio, pintoresco, bello o espectacular, como ustedes quieran. Las sensaciones muchas y variadas. La siempre intrigante aventura de lo distinto al cada día. El descubrimiento de lo nunca visto o la comprobación de lo leído con anterioridad. La observación de vestidos, usos, comidas o costumbres diferentes. Todo fenomenal, maravilloso, pero al mismo tiempo cansado, costoso, puede que imprevisto, y un tanto arriesgado si se quiere. Sin embargo, al regreso, recordar esa excursión, sentado en tu sillón preferido, rememorando una y cien veces instantes precisos o rincones concretos, otorga un placer enorme. Mejor esta quietud que aquella movilidad. Mejor este hoy que aquél ayer.
Otro caso. Una comida con persona o personas entrañables. El local, elegante y acogedor. La luz tenue. La música suave. El menú, una ambrosía, no excesivo pero sí exquisito, con delicias cocinadas y aderezadas con esmero. El vino, puro néctar. El café, puro aroma. El licor, una sugerencia embriagadora. Pero mucho más gratificante que todo esto es el tiempo posterior a la ingesta, aquí sí extenso cuanto se pueda, en charla sosegada y sustanciosa con aquél, con aquella, o con aquellos con quienes se compartió mesa y mantel. Hablando de lo divino y de lo humano. De hechos sustanciosos o de naderías trascendentes De lo que siempre importa a los que son íntimos. Con unas confidencias y expresiones que sí se instalarán en nuestra memoria, y no cuáles fueron el entremés o el postre. Pienso en verdad, que la experiencia me lo tiene dicho, que siempre es preferible, por lo gustosa y enriquecedora, sobremesa a mesa.
Por último, y queriendo apoyar con más fuerza mi teoría, apunto otra ocasión con mucha más enjundia que las anteriores: la cópula. Y me estoy refiriendo, como no podría ser de otra manera, a la que surge como consecuencia final del amor, y no al simple acto carnal proveniente más del deseo que del cariño. Es aquella uno de los mayores deleites del ser humano, que bien sabido se tiene, ya que pocas cosas hay más voluptuosas que la cohabitación. Es esta la completa historia de un mutuo asedio, de un ataque incruento, de una conquista desarrollada en la redoma del lecho y calentada por el fuego de un apetito carnal, con la que se enardece el ánimo, el cuerpo se acelera, la mente se obnubila, los besos se derrochan, y el placer lleva a los protagonistas a alcanzar moradas excelsas.
Pero digo, que cuando es el verdadero amor el que induce a la pareja a acotejarse, acabado el acto, la felicidad inunda por completo a los agentes que lo practicaron. Serenos, muy juntos, acoplados aún, sus dos cuerpos, son una caricia. Completamente satisfechos, pero para nada hastiados, se mantienen en esa gratificante quietud bastante rato. Oliéndose, hablándose muy quedo, sabiéndose queridos mutuamente. Olvidados los enojos y a la espera de nuevas complacencias, disfrutan más sus almas con esta posterior relajación que con el facimiento. Tienen en ese instante mayor satisfacción, sobre todo interiormente, que en el momento que está considerado como el de la máxima liberación de endorfinas.
¿Y por qué digo que se disfruta mayormente en el tiempo posterior a la realización de estos actos, o de otros muchos que podría traer a colación, que en el momento de su práctica? Pues porque al hacer algo, estamos dando disfrute en mayor medida a nuestros sentidos, a nuestra parte corporal. Recordémoslo: vemos, saboreamos, tocamos, etc. Sin embargo, cuando ha acabado el actuar, acudimos a la memoria para evocarlo e idealizarlo. De esa forma nos metemos de lleno en otro campo, en el del alma, y es archisabido por todo el mundo que el disfrute psíquico es siempre superior al físico.
Por eso, querido amigo, me agradaría muy mucho que hayas disfrutado al leer este escrito. Pero, siguiendo la teoría que en él expongo, sería más complaciente para mí que algún día lo recordases plácidamente y, a ser posible, con un poco de agrado.

Noviembre 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso, el 16 de noviembre de 2007

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