jueves, 22 de octubre de 2015

Lo viejo

No sé bien si fue Alfonso X el Sabio o Francis Bacon, pero el Bacon lord canciller, que no el pintor del siglo XX, quien dijo aquello de: Viejos vinos que beber, viejos leños que quemar, viejos libros que leer y viejos amigos con quien conversar. Desgraciadamente, esa ponderación hacia lo añoso, que es una de las mayores verdades que se hayan dicho jamás, no la podíamos hacer en la época de mi niñez, primero, porque no lo sabíamos y aunque lo hubiésemos sabido, no nos hubiera parecido aconsejable, sobre todo a nuestros padres, entre otras cosas porque la gran mayoría de las gentes aquellas estaban hasta la coronilla de cosas viejas. Se solía decir: -La mejor marca es la de nuevo. Pero alguien respondía de inmediato: - ¿Y quién tiene cuartos para comprarla? Claro que aquello que se tildaba de cosas viejas eran artículos sin importancia, si se le puede quitar esa cualidad a las ropas, los muebles, los utensilios, etc. Pero the necessity forced, y todo lo de entonces tenía que poseer las mismas cualidades que algunas pequeñas baterías actuales, o sea, tenía que durar, durar, durar… Recuerdo también que los muchachos gastábamos los pantalones (los únicos que teníamos, o casi), de tres maneras: largos, bien y cortos. Luego, los tiempos (y muchas cosas más) han cambiado y ahora tenemos muchos, muchísimos, objetos nuevos. Demasiados, diría yo. Pero hemos venido aquí hoy a hablar del tiempo y sus efectos, que son antagónicos en muchos casos. Porque es archisabido que el citado tiempo, ese constante, monótono, rápido y a la vez lento paso de las horas, actúa de diferente manera. Sabemos que todos los elementos, y muchas situaciones y circunstancias personales, se degradan con el uso y con el paso del tiempo. Es lógico que lo hagan con aquél, por lo que no nos detendremos a comentarlo, pero sí con el transcurrir de este ya que, al hacerlo, no deja la misma huella en unas cosas que en otras. Muchas de ellas, y generalizando diremos que las que carecen de la mínima calidad o condiciones, se ven deterioradas, mientras que otras, las buenas, las bien hechas, las de auténtica valía, ganan con el transcurrir de los días. En resumen, el tiempo degrada, aja, destruye y da valor a muchas cosas, dependiendo de muchas circunstancias y vicisitudes. Cabría hacer una apostilla más para decir que, por regla general, lo antiguo suele tener una valoración dignamente ganada debido a que antes las cosas se hacían despaciosamente y en su confección primaba más la calidad que la apariencia. Citemos a los anticuarios y las tiendas de antigüedades, y recordemos cómo, hasta hace muy poco, venían gentes por los pueblos comprando cosas viejas, sabedores de su valía. Pero no es ese camino el que quiero seguir hoy. Pero sí lo es el comentar las cualidades positivas que el paso del tiempo le proporciona a los vinos, los leños, los libros y los amigos. Vamos a ello, aunque sea en brevedad. Cuando el vino, un buen vino, ha fermentado, se mete en barrica en la cual se van a producir muchos cambios en él y todos favorecedores. Por no alargarnos, diremos que uno de ellos es la micro-oxigenación, con la que se oxidará de una manera controlada e irá adquiriendo sensaciones aromáticas, sápidas e incluso táctiles. Siendo un vino potente se irá suavizando, redondeándose y ganando en olores y matices. Y todo eso se consigue criándolo, reservándolo, con el paso del tiempo. Hay un dicho que afirma que la leña, cuanto más seca, más arde, y con la que está recién cortada, verde aún, no podremos conseguir jamás un buen fuego, ya que el que se intenta hacer con ella produce más humo que calor. Habrá que apilarla y que con el paso de los días se vaya secando. ¡Cómo recuerdo las viejas gavilleras! En muchas ocasiones se pondera la obra de algún autor, pero matizando que aún no está consagrado. Y se hace bien porque muchos de ellos sólo presentan con sus libros ideas y maneras novedosas, que los días, al no poseer más cualidad que esa, la innovación, no le han conferido aún una insigne categoría, siendo los lectores y los años los que, en verdad, los acrisolan y se la otorgan. Por otra parte, alguien puede escribir un buen texto, pero la calificación de gran autor sólo la conseguirá cuando haya creado varias obras y todas ella sean de alto nivel. Léase lo que Montaigne, el insigne filósofo, escritor y humanista francés del siglo XVI, habla de esto en sus Ensayos, libro este, encomiable donde los haya. Y todo lo dicho sobre estos tres temas se ve corroborado e incluso incrementado en la amistad. Hoy, en mayor modo que ayer, nuestra forma de vivir nos lleva a conocer a muchas personas -tal vez a demasiadas- y en cuanto hemos tenido contacto con ellas en más de un par de ocasiones tendemos a calificarlas, en un tratamiento afectuoso, como amigos. Grave error. Un amigo no lo es hasta que ha convivido junto a nosotros hechos y situaciones desagradables; quien acude a nuestro lado siempre, en cualquier momento, y, principalmente, en los difíciles; quien nos pregunta cómo estamos y espera a escuchar la contestación; quien aparece cuando caen rayos y truenos y no sólo en los momentos felices. Y todo eso a lo largo de los años, y en una y en mil ocasiones. En la vida hay muchas cosas que, a pesar de ser viejas, son admirables. Ramón Serrano G. Octubre de 2015

Dichas y desgracias

Si alguien quisiese jugar al extraño y divertido juego de observar los hábitos y modos del comportamiento humano, vería cómo un enorme porcentaje de estos rayan en la badomía. Así es hoy, y así ha venido siendo desde tiempo inmemorial, pues los individuos, o bien se han dedicado preferentemente a hacer aquello que les era más hacedero, o bien, sin causa alguna que nos sea conocida, ante cualquier evento, han llevado a cabo, exclusivamente, la mitad de sus posibilidades de actuación. Como ejemplo demostrativo de ello, traigo a colación las palabras de un actual y muy conocido escritor, quien afirma que es muy común hoy en día escuchar cómo se aconseja a las gentes que no dejen de hacer frecuentemente ejercicio físico para mantener en forma su cuerpo, pero que en contadísimas ocasiones ha oído a alguien incitar a los atletas a que lean libros de contino. Sí, ya saben, aquello de mens sana in corpore sano, o sea, el cuerpo y el espíritu equilibrados, que proponía Juvenal. Y yo, harto de entretener mis horas en nonadas, he venido en atalayar cómo la mayoría de los sabios que en el mundo han sido han dedicado su tiempo, y su saber, a tratar de conducirnos por los más enrevesados y dificultosos caminos y vericuetos, para que pudiéramos llegar a la consecución de la felicidad, ya fuese este logro en mayor o menor grado, de esta o de aquella entidad, o de pingüe o de nimia trascendencia. Y para dar testimonio de lo dicho, y tan sólo por avivar el recuerdo del lector, que no por junciana, traeré a colación a Aristóteles en su Ética a Nicómaco; a Sartre, que afirmaba que la felicidad no consiste en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno hace; a Bertrand Russell en su Conquista de la felicidad y, cómo no, a Epicuro de Samos y su famosa doctrina hedonista. Pienso que ellos, como tantos y tantos otros, han obrado bien, porque la felicidad existe en este mundo, aunque lo intrincado sea conseguirla, por lo cual es bueno dar normas y asesoramiento para su logro. Es lo que han hecho constantemente, como antes dije, los libros y las escuelas filosóficas: mostrarnos los más diversos caminos para hallarla. Sin embargo, ¡qué curioso! todos ellos, y todos nosotros, olvidaron y olvidamos, dar el mismo tratamiento a las desgracias, que, por igual, nos atañen y han existido, de la misma manera, desde siempre y en todos los lugares. Epidemias, hambrunas, terremotos o politicastros, de otros tiempos o actuales, son algunas de las muchas desgracias que los humanos hemos soportado y tendremos que soportar per in sécula seculorum. Pero sin embargo, ya digo, para la prevención de estas, apenas si ha habido alguien que se moleste en aconsejarnos. Si acaso, un tal Rabindranath Tagore, que decía, amén de otras muchas cosas maravillosas, que a quien llora por haber perdido el sol, las lágrimas no le dejan ver las estrellas. O aquel otro, llamado Mahatma Gandhi, el cual, según creo, aseguraba, entre infinidad de otras verdades transcendentales, que la fuerza no viene de la capacidad física sino de una voluntad indomable. Para proclamar después, que la auténtica alegría está en el esfuerzo, en la lucha y en el sufrimiento que todos estos conllevan, pero no en la victoria. ¡Y cuán cierto es todo esto! Estamos tan ansiosos por buscar panaceas para alcanzar lo que estimamos bueno, que no nos preocupamos por hallar elixires que nos libren de lo que tememos por considerarlo como malo, olvidando que ambas, la felicidad y la desgracia, existen. Soñamos una y otra vez con aquella y nos extrañamos ante el advenimiento de esta. Aunque es casi necesario recordar continuamente aquél dicho popular que afirma:-Si quieres ser feliz como me dices, no analices muchacho, no analices. Pero es que es más: tenemos grabadas en nuestro interior la imagen de ambas como un estereotipo: oronda, la de quien es afortunado y hética, la del que está atacado por la adversidad. Aunque, bien mirado, son estas unas actitudes de todo punto lógicas. ¿Por qué? Pues porque una de las más arraigadas y protervas cualidades que tiene el ser humano es la del egotismo. Por ello, por nuestra inmensa manía de ser protagonistas, contamos a todo el mundo lo que nos ocurre, sin percatarnos de que eso es un gran error. Veámoslo. Si lo logrado es bueno, al divulgarlo nos estaremos metiendo de lleno en uno de estos dos charcos: uno, en que estamos haciendo alarde de una gran carencia de humildad, y otro, en que estamos despertando la envidia de muchos, ya que pocos serán los que quieran reconocer nuestra virtud. Y si lo que nos ha acaecido es nocible, los más fingirán prestar atención a nuestros ayes mientras nos escuchan, pero en cuanto se volteen se olvidarán de nosotros y de nuestro mal. Por todo lo expuesto, quiero exhortarte, querido lector, a que de lo que te acaezca, no des tres cuartos al pregonero y pienses que la felicidad es efímera y la desgracia banal. Siempre. Así pues, si sabido es que holgarse en la comodidad y la placentería debilita el espíritu, mientras que luchar enseña y fortalece, y aquí, en esto, no cabe ser ecléctico. Calla pues y obra en consecuencia. Comportarse de otro modo es de tontos, y sin embargo es lo que solemos hacer. Al menos, yo. Ramón Serrano G. Octubre de 2015