jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Qué hacer?

A pesar de que habitualmente Priscila era puntual, ese día llegó al restaurante casi quince minutos tarde. Al verla acercarse, me levanté, nos saludamos, se disculpó y luego pidió un vermut, mientras leía la carta. Pedí otro para mí, y nuestras comandas también fueron las mismas: unas ostras marinadas, cocochas de merluza, y, de postre, terrina de castañas y chocolate amargo. Como bebida, la que siempre tomábamos: champán (nos encantaba a ambos), y daba igual que fuese en el almuerzo, como hoy, de aperitivo o para la cena. Un pensamiento me vino en ese momento a la mente. Un pensamiento que ya había acudido a mí en repetidas ocasiones: era increíble la cantidad de gustos y aficiones que compartíamos por completo esta mujer y yo. Y esto nos ocurría no ahora, a nuestros casi sesenta años, sino desde que nos conocimos en el colegio. La vida nos había conducido por similares derroteros y nuestra amistad fue siempre íntima. Juntos hicimos la carrera universitaria; ella se casó un par de años antes que yo; todos los meses nos veíamos con otros matrimonios; en los últimos veinte años veraneábamos en el mismo lugar; se había divorciado hacía varios años, mientras que yo estaba viudo desde hacía dieciséis meses. Pero estas mutuas y obligadas soledades no habían interrumpido nuestras relaciones estrictamente amistosas, ya que, periódicamente, nos juntábamos, bien con alguien más, o bien solos, para ir al cine, pasear o tomar algo. O para comer o cenar, que ambos éramos amigos de la buena mesa. Y he de proclamar que nos iba de maravilla. Pero ese día, después de haber estado hablando de las más diversas e intrascendentes cosas, mientras nos traían el postre me dijo: -¡Uy! Ya casi se me olvida decirte el motivo por lo que te he llamado para que comiéramos hoy juntos. Verás. Hace un tiempo me hice amiga de una señora, más o menos de mi edad. Vive aquí, tú no la conoces, pero ya te la presentaré si llega la ocasión. Bueno, pues a esta buena mujer se le murió el marido hará poco más de un año y, aunque nos vemos con frecuencia, el otro día me llamó para quedar, pues quería preguntarme algo, ya que era yo la persona amiga a la que consideraba más razonable y formada. Y ese algo, asómbrate, era pedirme opinión sobre la conducta que debía seguir en un aspecto muy determinado. A continuación me expuso que en ningún caso volvería a unirse sentimentalmente a otro hombre, pero que sí le gustaría encontrar a alguno con el que compartir momentos esporádicos, y, ¿por qué no?, incluso íntimos, pero insistiendo mucho en lo de no habitual. Y aquí manifestando su deseo de que le diese mi opinión, me dijo: ¿tú crees que estaría bien, que si encontrase a ese hombre tuviese ese tipo de relación con él? Me quedé pensativo un instante, y no porque no fuese clara mi idea de la que sería mi contestación, sino porque supuse (y aún no sé el porqué) que en su consulta había un trasfondo que no alcancé a ver en ese momento, pero, sabedor de que lo había, decidí tomarme un plazo para responderle debidamente. Ella prosiguió: -Mira, hoy en día el concepto que tiene la sociedad sobre lo que está bien o mal en las relaciones de las personas ha cambiado enormemente sobre el de antiguamente, cuando vivían nuestros padres y nosotras éramos unas mocitas. En esta época, salvo que se provoque escándalo, o un perjuicio de otro tipo, nadie se escandaliza de que ocurran estas cosas. Pero, de cualquier modo, le rogué que me dejase un poco tiempo para que pudiese valorar bien mi respuesta. Y he de confesar que no lo he encontrado, pese a que he estado buscando el motivo por el que me haya hecho esta pregunta. Y como no sé qué decirle, ahora te digo a ti: tú ¿qué me aconsejas que le conteste? -Pues que me pilla tan de sorpresa tu ruego como dices que te ha cogido a ti, le respondí, y voy a utilizar tu misma argucia, o sea, pedirte un par de días para decirte cómo lo veo y lo que opino al respecto. Tras estas palabras nos marchamos, y me puse de inmediato a rebinar sobre el asunto. Sin saber por qué, empecé a pensar firmemente en que la primera idea es la mejor -pese a saber que es cosa que no siempre ocurre-, y mi primera impresión fue que todo aquello era un montaje. Por varios motivos. Primero, porque hoy ya nadie, o casi, le da la más mínima importancia a la moralidad interna de sus relaciones, siempre que con ello no se esté siendo la comidilla, ni dando cuatro cuartos al pregonero. Y se ha de reconocer que la conciencia y la moralidad de los individuos, en la actualidad, han tomado unas dimensiones descomunales. Segundo, que qué razón la había llevado a involucrarlo a él en este asunto, si para ella no era trascendente, en absoluto, y la respuesta que diera, fuese la que fuese, debería ser aceptada por la otra parte. Y por último: ¿quién era esa amiga? ¿Existía realmente? No, no había visos de su existencia, pues nunca me había hablado del trato entre ambas, de las vicisitudes ocurridas en su convivencia, ni nada de nada. Había una posibilidad entre un millón de que fuese una mujer real. Entonces, esa ficticia persona era una pantalla tras la que la propia Priscila se ocultaba para sacar a la luz sus apetencias y convencerse a sí misma que aquello que estaba deseando hacer no era algo pecaminoso. Estaba muy claro -o al menos a mí me lo parecía-, y así se lo hice saber, tras meditarlo con despacio durante dos días. Entonces la llamé, y le dije: -Hola Priscila. Te llamo para decirte que ya tengo formado mi criterio sobre el problema que me presentaste antes de ayer. En primer lugar ya sabes, y tú me conoces bien, que soy un hombre positivista y que busca la felicidad en el más puro sentido de la palabra (recordarás las veces que hemos hablado del eudemonismo y del hedonismo, y de Aristóteles y de Epicuro). Por eso creo que es muy bueno intimar, entrañarse con alguien, y gozar y padecer con ese alguien un montón de experiencias y sucesos. Y para describirlo, y demostrarlo, basta con repasar lo que tú y yo hemos vivido, lo que estamos viviendo desde hace varios años, y de lo cual, al menos yo, y creo que tú también, estamos satisfechos y orgullosos. -Otra cosa, bien distinta, es la relación sexual. En alguna ocasión te he dado mi parecer diciéndote que ese acto “supremo” sólo debe llevarse a cabo con aquella persona a quien se le tenga un cariño inmenso, un amor desmedido, si prefieres llamarlo así, y que nunca ha de llevarnos a él el mero capricho, o el simple disfrute carnal. Pero si lo que nos mueve a su ejecución, si el hacerlo, supone la culminación de un sentimiento amoroso, no debemos dejar de practicarlo bajo ningún concepto. Eso sí, siempre con mesura, que, como con todo bien, al deleitarnos, debemos quedarnos con apetencia de él, antes que empachados. -Y ahora Priscila, que ya sabes mi opinión al respecto, y con el deseo de que tus nuevas intenciones se vean realizadas antes pronto que tarde, tú me dirás donde nos vemos para la primera vez, si en tu casa o en la mía. Ramón Serrano G. Setiembre de 2013