jueves, 10 de septiembre de 2015

Incendios forestales

Aunque hoy los medios audiovisuales nos muestran todas las cosas con una nitidez y una perfección increíbles, hay algunas de ellas de la que no tenemos plena conciencia hasta que no las vivimos, hasta que no las vemos con nuestros propios ojos. Mi amigo Fermín Núñez decía siempre que, por mucho que trataran de explicárnoslo, uno no se percataba de lo que es el mar hasta que estaba en la playa o en el acantilado frente a él. Ocurre lo mismo con los incendios forestales a los que por desgracia estamos tan acostumbrados, aunque debería decir que ya no nos impresionan tanto como antaño, que acostumbrados no lo estaremos nunca, y, sin embargo, quien no ha visto uno de cerca no sabe lo tremendo y horrible que es. Yo, por suerte o por desgracia, los conozco en primera persona porque tuve que intervenir en uno. Fue en el cerro Matabueyes, cerca de La Granja de San Ildefonso, el 30 de agosto de 1960, cuando estaba cumpliendo mi servicio militar. No se me ha olvidado aún y pienso que no lo hará mientras viva. ¡Sobrecogedor! Recuerdo igualmente cuando de niño viajaba en los veranos a Alcira con mi tío y, en ocasiones, veía extrañado cómo los hombres llegaban corriendo desesperados a esconderse en los bares o en las casas particulares huyendo de la Guardia Civil porque, si esta los agarraba, les obligaba a subir a los camiones que de inmediato salían para la Murta, la Casella o el Serrallo, a cualquiera de ellos en donde se había declarado un incendio, para que obligatoriamente colaborasen en las tareas de extinción, ayudando a los que, por propia voluntad lo hacían. Hoy, y pese a los medios avanzados de que se dispone, sigue siendo terrible, pero en aquellos tiempos, tratar de extinguir llamas de quince metros de altura, o más (la misma de un edificio de cinco o seis plantas), era realmente pavoroso y no todos tenían los arrestos necesarios, de tal modo que muchos no acudían si no eran forzados a ello. Sin embargo, y sabiendo que son pocos, poquísimos, los fuegos fortuitos, y sin querer recordar por otra parte que una gran cantidad de otros incendios son intencionados, puesto que de hacerlo tendría que expresar palabras que no sonarían nada bien (piensen, piensen en las mayores barbaridades y aún se quedarán cortos), sí quiero aludir a que otra enorme cantidad de incendios son debidos al poco cuidado, a la nula precaución de las personas que, teniendo que utilizar alguna llama para algún determinado trabajo, no tiene la minuciosidad necesaria en la toma de precauciones para que aquellas no se escapen a su dominio, de que al término de la faena las brasas estén completamente apagadas, o de otras muchas cautelas, y con ello producen unos daños, irreparables en algunas ocasiones, y siempre causantes de grandes estragos. Y es que, aunque parezca mentira, el ser humano parece no tomar conciencia de que en muchas ocasiones su obrar cotidiano conlleva un gran peligro para él o para sus semejantes, y se dedica alocadamente a realizar su trabajo o a desarrollar su convivencia, sin tener presente en absoluto las consecuencias que le pueden acaecer por obrar a la ligera. Citaré como ejemplo, aunque yo desconozco las cifras actuales puesto que llevo más de trece años jubilado, pero en mis años de estudiante las cifras de mortandad en los obreros de la construcción eran escalofriantes: en España moría un albañil al día por accidente laboral. Y he traído a colación los incendios forestales y la afirmación comprobada de que muchos se deben a los descuidos de las personas para, por comparanza, decir también que es muy triste observar que esa falta de cautela que se tiene para evitar males físicos la sufren igualmente los seres humanos, y en gran escala, cuando se trata de no producir daños morales durante su trato y convivencia con sus semejantes. Por citar algunos casos haré referencia a la cantidad de veces que, sin detenerse a calcular la gran magnitud de algunas obras y sin prever el daño que ello puede ocasionar, se menosprecia al amigo, no valorándose el afecto que ofrece o tratando de abusar de él, dejando así en un hilo la estabilidad de esa relación, por otra parte hermosa y envidiable. En la vida familiar, ya sea la de padres, hijos y hermanos, o en la matrimonial, donde algunos se permiten ciertas libertades, digamos licenciosas, que muchas veces ponen en serio peligro el modus vivendi y otras acaban con él. En el ambiente social donde en demasiadas ocasiones se murmura sin recato, jugando imprudentemente con la fama y el prestigio de las personas y en esas poco pensadas acciones se llegan a producir males de gran envergadura. Igualmente suceden estas escasamente meditadas obras en el trabajo, en actos sociales, en eventos de ocio, deporte o diversión. Y siendo una verdadera lástima que haya alguien que produzca daños intencionadamente, lo es por igual que otros sean causantes de estropicios y laceraciones que se hubiesen evitado fácilmente tan sólo con que se hubiera hablado y obrado con un cuidado mayor y prestando una mejor y más cuidadosa atención a lo que se está haciendo. Ramón Serrano G. Setiembre 2015