jueves, 24 de enero de 2013

Mi admiración

Vengo a expresar mi más profunda admiración por todos aquellos que en el día de hoy, estando como está la vida, mantienen alguna ideología, sea esta del tipo que sea, creen en ella, y hasta obran de acuerdo con sus doctrinas. Pero antes de continuar, pido una vez más que nadie vea en estas líneas nada autobiográfico, pues a lo largo de todos mis escritos he cuidado muy mucho de no demostrar profesión por ningún credo (cosa muy distinta es que lo tenga, o no), ya sea este político o religioso. Y no voy a romper ahora esta norma. Quiero manifestar también, que aunque nunca he dado indicios de si soy ateo o creyente, monárquico o republicano, respeto profundamente a quienes sí lo sean, y manifiesto que a los hombres se les ha de juzgar por sus actos y no por sus palabras. Aunque en realidad no he debido utilizar el verbo respetar, cuando lo que quiero hacer es mostrar mi asombro y, por qué no decirlo, también mi envidia, ante los que creen de verdad; ante los que piensan que hay dogmas que seguir para encontrar una vida más feliz (y no se tome este adjetivo por el sinónimo de placentera); ante los que quieren acomodar su espíritu a determinadas reglas de conducta; en una palabra, ante los que tienen fe, y, permítaseme recordar, que fe es la convicción de que algo existe, sin que ello esté confirmado por la razón o la propia experiencia. Y que está sabia y brevemente expresado en el dicho popular que dice que más vale creer que ver. El ser humano toma siempre tres actitudes sobre todas las cosas, pero, como es obvio, nos referiremos únicamente a las que adopta sobre su valor más importante: su espíritu. Hay quien no se ocupa en absoluto de él; quien lo mira con un pasotismo en un mayor o menor grado, y de esto hablaremos después; y quien, con una muy gran sensatez, le da el protagonismo importante y trascendental que tiene. Tratemos de verlo. No son pocos, aunque pienso que desgraciadamente constituyen minoría, los que atienden a su alma. Y aunque son muchas las facetas desde las que se puede encarar este aguzamiento, voy a citar dos de ellas, y que son de las que, precisamente, nunca hablo. Es la primera, el rechazo o la admisión de la religión, como el conjunto de creencias sobre la divinidad, las prácticas y cultos, el más allá, etc., etc. La segunda es la afinidad política de cada cual sobre el sistema de gobierno más deseable y beneficioso para las gentes. Como tema trascendental que es, serían millones las citas que podríamos hacer sobre las distintas confesiones y negaciones de ellas que han sido, son, y serán en el mundo, y al hacerlo no me quiero referir, en absoluto, de los que han acudido a ello para conseguir un medio de vida. Pero no estoy aludiendo a los que han estudiado y preparado esos temas para alcanzar una profesión, los sacerdotes, por ejemplo. Para mí todas, menos las que acabo de eliminar, son válidas y dignas de ser tenidas en cuenta. Aunque mucho más valioso me parece el esfuerzo que millones y millones de personas se han tomado, se toman, y se tomarán, por aprender todo lo que pueden sobre estos temas, y adecuar su conducta a su credo, dándole la importancia que tiene, que es muchísima. Caso similar, es el de la preferencia política al que podemos aplicar cuanto acabamos de decir sobre la religión o el descreimiento. Es muy hermoso ver cómo hay gente que tiene convicciones; que piensa que hay cosas intangibles, pero muy valiosas, por las que vale la pena hacer los esfuerzos que sean necesarios, primero para conocerlas debidamente, y después, para que sean conocidas por el mayor número de seres, y que estos puedan beneficiarse de ellas. Y luchan por esto, aun a sabiendas de que pueden equivocarse, pero también saben que quien no pelea está equivocado de antemano. Al igual que saben, que lo verdaderamente importante es llegar, y que para hacerlo han de caer muchas veces, pero que tienen siempre la sensatez y la gallardía de levantarse cada una de esas veces en las que se han dado de bruces. Porque todos estos a los que me refiero, no son aquellos que han oído un sermón, o una proclama, y se han tragado lo que les dijeron, sin más, sin preocuparse de conocerlo, sino que, inquietados por la indudable esencia de lo que acaban de escuchar, se ponen a su estudio y a su cumplimiento posterior. En una palabra, porque tienen fe en ello. Una fe que les concede la esperanza necesaria para ir venciendo cuantas dificultades les salgan al encuentro, aun a sabiendas de que no serán pocas. Y a pesar de que normalmente se obra por la decepción de lo sucedido, quien tiene fe no se conforma con ello, y piensa, recapacita, estudia, y luego da por bueno, o no, ese pensamiento. A esos son a los que yo aplaudo. A esas inmensas “minorías”, que son capaces de trabajar con gran intensidad y entusiasmo por desarrollar y defender los valores espirituales en los que creen, llevarlos a la práctica, cumplirlos con minuciosidad monástica, y catequizar a cuantos pueden, pero siempre, en todos y cada una de estas obras, actuando siempre con la mayor educación, y nunca, pero nunca, con radicalismo u obsoletos fundamentalismos por nimios que estos sean, sino aceptando, e incluso valorando, a aquél que no tiene sus mismas opiniones. A esos, repito, son a los que yo admiro y aplaudo, y no a los que dicen creer pero no viven esas creencias; a quienes las trivializan; a los que las niegan sin haberse tomado la menor molestia en averiguar su esencia, o a los que “pasan” de ellas, pues sólo valoran los asuntos corporales. ¡Pobres bobos! Ramón Serrano G. Enero de 2013