viernes, 23 de mayo de 2008

Aviso a navegantes

Aviso a navegantes
Ramón Serrano G.

Bien sabido es que el hombre no vive sólo de lo que hace, sino igualmente de lo que piensa, e igualmente es conocido por todos que no basta para nada con tener satisfecho el cuerpo si no se halla complacida el alma por parejo. Y hasta tal punto se produce esto así, que es muy común encontrar a quien tiene cubiertas todas sus necesidades físicas, al menos aparentemente, y sin embargo no es feliz en absoluto, ya que su mente está obcecada en deambular por otros derroteros distintos a los normales. Perdida en dédalos de dificultosa salida. Dispuesta a discurrir por boscosos laberintos que poca o ninguna paz le proporcionan.
También es sabido por todos cómo el hombre, cuando joven, dedica la mayor parte de sus tareas anímicas a la esperanza, al trabajo de forjarse ilusiones, empujado por el anhelo, más o menos exagerado, de conseguirlas. A ponerse metas, mucho o poco intrincadas, que de lograrlas le satisfagan ampliamente. A marcar para su vida una finalidad que le dé sentido y significado, siendo esa señal más alta cuanto mayor sea la personalidad del individuo. Por el contrario, cuando ya alcanzó la persona la mitad de su edad, o de la que sería su normal existencia, tanto si ha aquistado sus objetivos, como si no lo ha hecho, tiende a conformarse con lo logrado, o como mucho a retocarlo ligeramente, y pocos son los que, frisando los cincuenta, intentan faenas de mayor enjundia. A esos pocos, desde aquí, mi testimonio de admiración. Los más empiezan ya a evocar el pretérito, sabiendo que su futuro no debe ser ya muy largo, o al menos inferior a su pasado. Es ese momento crucial en la vida de las personas en las que los propósitos y las esperanzas se van difuminando, dando paso a las rememoraciones y añoranzas.
Y muchas veces he pensado, e incluso escrito, que nuestros recuerdos suelen acudir casi siempre a los hechos o acontecimientos que nos son deleitosos, pero quisiera decir además, y esto es lo importante, que resbalan sobre muchas de las cosas ocurridas, apropincuándose a ellas apenas sin tocarlas. Como en una caricia. Como el enamorado pasa el dorso de su mano por la cara de la mujer que adora. Como el padre apenas roza la mejilla de su hijo recién nacido. Pensando, tal vez, que una mayor presión de nuestro tacto podría dañar esas delicadas naturalezas, pero incapaces de renunciar a esa sutil palpación, para con ella convencernos de que lo que tanto amamos está allí tangible, a nuestro alcance.
De tal forma es esto, como vengo en decir, que las más de las ocasiones circuimos lo rememorado con cariño. Nuestra mente desarrolla, ante la evocación de los hechos que la ocupan en cada momento, la doble función de ir expulsando de ella lo que pudiera ser angustioso, o al menos poco grato, para coger y mantener dentro de sí, exclusivamente, lo que de bueno y agradable hubiera existido en las circunstancias rememoradas.
Esto es lo que corrientemente suele ocurrir, y sin embargo no es lo más lógico, ya que se debería recordar lo bueno y lo malo con la misma frecuencia y con el mismo detenimiento. Lo uno, como recompensa y satisfacción. Lo otro, como castigo y compunción. Ambos, como ejemplo de lo qué sí y de lo qué no debe hacerse. Pero suele practicarse la distinción antedicha porque es sabido que se tiende a la autocomplacencia, y nos es mucho más deleitosa la satisfacción del espíritu, que el remordimiento de la conciencia.
Pero dado que esto es así, y que los seres humanos buscan la felicidad (aunque se debe apostillar aquí que cada persona y cada época tuvo una concepción diferente de lo que otorgaba la felicidad a sus coetáneos) y que como viene explicado con anterioridad, tendemos por naturaleza a recordar lo bueno, deberíamos imponernos la obligación de hacer las cosas bien, o al menos lo mejor que sepamos o podamos, para poder tener cuando mayores buenas evocaciones y no pesadillas de nuestros actos. Afanarnos en que esas correctas acciones sean las teselas con las construyamos el mosaico de nuestra vida.
Debe hacerse de esa forma, lo mismo que se debe ir ahorrando a lo largo de la vida para, al llegar a esa edad en la que las actividades de la persona ya apenas son físicas, tener una vejez económicamente confortable. Con ello estaremos muy satisfechos de poder guardar en nuestra alma y en nuestro armario una buena cartilla de recuerdos ahorrados, que nos proporcionará pingües intereses, los cuales contribuirán bastante a que podamos vivir, grata y dignamente, nuestros últimos días. Creo que este es, y por eso lo escribo, un oportuno aviso a navegantes.

Mayo 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 23 de mayo de 2008