viernes, 7 de junio de 2013
Las ventanas
La vida, esta vida que parece tratarnos tan duramente a veces; esta vida de la que, en ocasiones, estamos tan hartos; esta vida que parece ofrecernos un futuro completamente infausto; esta, aparentemente, vita cane, es, sin embargo, realmente bella si se me permite decirlo. Y lo hago completamente convencido de ello, hasta tal punto, que calificaría esta afirmación como un axioma, en la esperanza de que si alguien, muy exigente, rechazase este postulado, me permitiría, aun siendo una incongruencia eso de intentar evidenciar un axioma, tratar de demostrárselo, cosa que conseguiría muy fácilmente por muy escamón que fuese el pirrónico de turno. Le pediría, tan sólo, que cada mañana, al levantarse, abriera los ojos y mirase cuanto le rodea, con la seguridad de que estuviera donde estuviera, u observase lo que observase, se daría cuenta de la belleza tan inmensa que tenemos en nuestro derredor.
Sí. Así es, amigos. La vida es realmente hermosa por muchas nubes que amenacen con ennegrecer nuestro cielo, y pese a la ingente cantidad de piedras que vayamos encontrando en nuestro camino, y aunque muchas de ellas nos parezcan que hacen a este infranqueable. Pero es que como lo bellido que podemos percibir es tanto, aquí no cabe, bajo ningún concepto, tener un espíritu negativo y perdonar el bollo por el coscorrón.
¿Qué pasa -pensará alguno de ustedes-, que este se ha levantado hoy eufórico y lo ve todo de color rosáceo, o es que se ha quedado ciego y no percibe el sinfín de problemas de todo tipo que nos están ahogando? Pues no. No es eso. Lo que ocurre es que hoy, siendo tan realista como siempre, soy más proclive a pregonarlo. O que estando en una repleción de visuras satisfactorias, las alabanzas de ellas se me escapan por todos los poros de la mente. Por cierto, ¿la mente tiene poros? Puede que no, y sea esta otra memez mía. Pero vayamos a lo nuestro.
Pudiendo, como podemos, dirigir nuestro pensamiento al pasado, al presente o al futuro, hagámoslo a la época a la que lo hagamos, siempre encontraremos motivos de contento. Si recordamos con, o sin, exactitud, una realidad pasada y, con seguridad, deformada por las mil y una veces que la hemos traído a nuestra memoria, y a que en cada repaso le hemos ido añadiendo, o quitando, algo, transformando la verdad que fue en la que nosotros mantenemos, pero que es en la que nos regocijamos. Si miramos la hoja de hoy en el almanaque, comprobaremos que son muchos los adelantos y conseguimientos habidos. Y si es al mañana adonde dirigimos nuestras expectativas, lo veremos completamente cubierto de verde, y bien pertrechado del ancla de la esperanza, la más grande que llevan los barcos y que se utiliza en situaciones desesperadas o extremas.
Así pues, miremos donde miremos, o pensemos como pensemos, nos vendrá la convicción de que lo bueno existe; lo bonito existe; la felicidad existe. Lo que es necesario es que aprendamos, y que luego sepamos ejecutar debidamente, la mirada y el pensamiento. Y si es de este modo, quedaremos admirados, no ya del vendaval, sino de la tempestad (aunque bendita procela sea esta) que puede levantar el mirar entornado de unos ojos glaucos. Y notaremos cómo un día habrán aparecido borrones en los pulgares de las cepas. Y en otra mañana, vendrá el asombro ante la no llegada de cierta camisa, cuya no comparecencia es el aviso de que algo maravilloso va a suceder dentro de treinta y seis semanas. Y que Don, o Doña…., siguen con su incansable tarea de que una gurrumina, o un chico, aprendan a unir la m con la a, o la t con la i, y al cabo de un tiempo puedan saber que:“…es tan blando por fuera, que se diría todo de algodón.” . Y dentro de unos pocos meses, volveremos a oír aquello de: sol, la, sol, mi, como recordatorio de un extenso y renovado deseo de que haya Paz en la Tierra para los hombres de buena voluntad.
Todas estas cosas nos producirán una inmensa alegría. Mas aunque así no fuese, y la lipemanía se apoderase de nosotros, y tendiese a tenernos y mostrarnos amarridos o saturninos, debemos recordar que, al decir de Víctor Hugo, la melancolía es la felicidad de estar triste. Sí, habéis leído bien: la FELICIDAD, aun de estar triste.
Pero para ello, debemos tener muy limpias las ventanas que hay en nuestra alma. Por dos razones: una, para que nos entre bien la luz. Una luz limpia y no distorsionada. Y otra, para poder ver nítidamente lo mucho de bueno que hay en nuestro exterior. Alguien dijo que después de Auschwitz ya no podría haber poesía. No. No es cierto. Eso no es sino un derrotismo, casi justificado, pero estéril. Hay poesía. La hay, y la seguirá habiendo, mientras que un sordo pueda componer una sinfonía Heroica, y que una persona con las piernas amputadas no pueda andar como los demás, pero sí trasladarse aunque sea en una silla de ruedas. Y tendrá movilidad. De peor calidad, vale. Pero no estará inmoto. Y al moverse será feliz sabiendo que, aun con mayor dificultad que otros, tendrá capacidad para llegar a cualquier sitio. Incluso a lo más alto.
Ramón Serrano G.
Junio 2013
El gozo
-Jorge, ¿estás en tu casa?
-Claro, a estas horas ¿dónde quieres que esté?
-¿Puedo ir a verte ahora?
-Qué pregunta más tonta. Demasiado sabes que sí, que puedes venir en todo momento.
Colgué y me senté tranquilamente a esperar su llegada que no tardó demasiado en producirse. En el momento que entró, le dije:
-Aunque sabes, y esto te lo he dicho ya infinidad de veces, que, dada nuestra amistad, o nuestra relación, como quieras llamarle, no me importe recibirte a cualquier hora y en cualquier ocasión, y que además de estarlo deseando, me siento muy complacido de poder ofrecerte toda clase de ayuda que puedas necesitar. Pero recuerda que me asustan estas visitas tan fuera de horario, por si fueran debidas a cualquier causa poco agradable.
-Una vez más he de decirte, -me contestó- que te equivocas en eso. No vengo a esta casa, o mejor dicho, a tu compañía, que es en realidad lo que me trae hasta aquí, porque me haya ocurrido algo malo, o porque me hunda la desesperanza, o la tristeza, o la zangarriana, como se las llama en otros sitios. Me trae el deseo de estar a tu lado, ya que estando junto a ti me hallo en uno de los pocos lugares donde encuentro la absoluta felicidad. Porque, en realidad, y aunque demasiadas veces pueda parecer lo contrario, yo soy una de las personas más felices de este mundo.
-Pues, si me lo permites, te diré que la mayoría de las veces da la impresión de todo lo contrario. Sobre todo, nada más llegar, que es cuando te sueles mostrar con una frialdad, y yo diría que con una abulia, realmente exasperante. Aunque he de reconocer que, al poco rato, tu carácter suele cambiar, y tu cercanía me proporciona un gozo enorme. Un deleite, tú lo sabes bien, que no cambiaría por nada y sin el cual, ya me sería muy difícil vivir aceptablemente.
-Quizás, me contestó, el estar junto a ti, y saber que lo voy a poder hacer durante varias horas, es indudable que poco a poco anima mi alma. Pero quiero que sepas también cuál es el porqué de esa felicidad que presumo de poseer constantemente, y que antes te iba a exponer.
-Yo, continuó, que soy igual que cualquiera de los demás mortales, tengo sin embargo una ventaja sobre un gran número de ellos. Trato de vivir alejando de mí los problemas que a todos nos surgen a diario; a veces lo consigo y a veces no, pero todos y cada uno de los días recuerdo que cuento con un refugio a donde acudir en caso de necesidad. Es como el agricultor que sale en mayo a ver sus viñas o sus siembras y regocijarse con lo que está viendo; como quien va a su establo a ver una vez más a su caballo; como quien madruga y se da un paseo hasta la orilla del mar y ver salir el sol en él; y te diría que es casi como el avaro que baja a su cueva y, entre tinieblas, cuenta y recuenta despaciosamente sus monedas.
-Es como si de pronto me fuese preciso, tuviese una urgencia anímica, y también física, por qué no decirlo, de corroborar lo que poseo. Cuando esto me ocurre, recuerdo a un amigo, que ya se me fue, a quien satisfacía mucho mi compaña, y que cuando me proponía alguna celebración, siempre añadía; -Y así, nos damos un gozo.
-Y eso me ocurre a mí, prosiguió diciendo con delectación. Que de vez en cuando necesito darme un gozo contigo. Entonces vengo a verte, y luego de estar contigo un buen rato, nos complacemos sexualmente con ese increíble número de juegos añadidos con los que sabes aderezar y sublimar el acto. O nos vamos al cine. O cenamos, para darnos luego un maravilloso paseo a la luz de la luna. O simplemente nos quedamos en este salón y hablamos, y hablamos, y hablamos de tus, de mis, de todas las cosas.
- Jorge, nada me une a ti oficialmente. Ni a ti, ni a ningún otro. Pero por fortuna, y cada poco, me acucia el impulso de acercarme a ti. Si es porque algo me salió mal, lo hago para que me consueles. Si algo discurrió bien, para compartir las mieles contigo. Y estos arrebatos los causa, tengo la seguridad de ello, una amalgama de sentires que, como ya te digo, me complacen de modo arrebatador. Es amistad y amor, todo mezclado. No necesito repetirte, ya lo sabes, que significas para mí más de lo que pudiera expresar con palabras. Por eso, no me basta nunca con hablarte a través del teléfono y he de venir a verte. Y a que me veas. Y para amarnos. Y es lo que siempre me digo: …es necedad amar? No, es gran prudencia.
-Observo, le dije yo entonces, que traes hoy aires cervantinos en la manera de expresar tus sensaciones, así que te diré entonces que tus palabras están colmadas de metafísica.
-Pero yo sí como, me respondió. Mas lo que de verdad me alimenta, y me da vida, y me mantiene como en una nube, es un poco el mundo, un poco mi trabajo, y un mucho tú, y tu cariño.
Entonces tomamos una copa, y seguimos hablando, y nos quisimos, y la del alba sería, cuando, estando yo lleno de gozo, me dio otro beso, se despidió, y se marchó cerrando la puerta suavemente.
Ramón Serrano G.
Mayo de 2013
Y a mi qué
“…que al mundo nada le importa, Yira, Yira…”
-Si, amigo, le dije. Estoy viendo su lastimoso estado, le comprendo perfectamente, y voy a hacer por usted cuanto esté a mi alcance.
Pero aquello era una mendacidad. Una inmensa patraña, puesto que yo sabía perfectamente que mi modo de obrar acabaría concretamente ahí, por lo que no iba a ser el correcto. Que, conscientemente actuaría mal pues me limitaría a decirle -de muy buenas maneras, eso sí, y con aparentes gestos de comprensión y afecto- lo que en teoría debería hacer para salir de ese estado depresivo, o casi, en que parecía hallarse. De esa penosa circunstancia en que se encontraba. Le endilgaría la raída y manida expresión que, sobre todo por Navidades, sueltan (soltamos) las gentes: un repetido, y poco sincero, deseo de felicidad. Eso, y tan sólo eso. Porque, al fin y a la postre, a mí apenas me importaba lo que me estaba contando aquella persona. Mejor dicho, aunque pareciese que le estaba prestando atención, se me daba una higa lo que pudiera sucederle. Y lo peor es que tenía un muy claro saber de la improcedencia de mi comportamiento, ya que él era mi prójimo.
¿He dicho prójimo? ¡Qué raro!, porque ya apenas recuerdo ni el significado de esa palabra, ni la existencia de esos individuos. ¡Me estaré haciendo viejo! Pero, aun así, y a sabiendas de que se trataba de mi semejante, me viene a la memoria que opté por la vía rápida y, faltando a la verdad como un bellaco, le prometí prestarle ayuda, con plena consciencia de que iba a llevar a cabo la acción más generalizada hoy en día, y que no es otra que: “al prójimo, contra una esquina”.
Repito la prolepsis, diciendo que era sabedor, en plenitud, de que debería ser mi obrar otro muy distinto al que iba a poner en práctica, aunque pese a ello, y por ello, había algo algarivo en mis adentros que se me estaba manifestando, llevándome ante una situación de difícil solución. Se me presentaban dos posturas, dos maneras de obrar. Una loable. La otra, en absoluto plausible. Y en esa tesitura, vino a mi mente el comienzo del “Memorial de cosas notables”, en el que su autor, el Duque del Infantado, nos dice: “No es liviana carga…la que al hombre bien inclinado ponen los ejercicios virtuosos…”
Yo creía ser, y pensaba que la gente me tenía en ese concepto, persona proclive al bien obrar. Por eso, aun cuando tan sólo fuera por eso, estaba en el deber de aliviar la situación de aquella persona, cosa que, por otra parte, no me acarrearía molestia alguna y, si lo hacía, esta sería insignificante. Pero, al mismo tiempo, me daba cuenta que ello me obligaba a hacer algún gesto, aunque fuese nimio, por ayudar mucho o poco, pero en algo, a aquél “menesteroso” que estaba demandando mi socorro. Y que la ejecución de cualquier acción benévola, por exigua que fuese, supondría para mí una gabela que, por nimia que fuese, no tenía ganas de soportar en modo alguno. Molestias, pocas -me dije-.
Curiosamente, esta futura actuación mía me trajo a la memoria paradojas como la de Epiménides (aquella de los cretenses y los mentirosos) , o la del barbero (ese que sólo afeitaba a quienes no lo hacían a sí mismos), ambas ampliamente curiosas e instructivas, así como otras muchas de ellas. Mi obrar sería un contrasentido, una falta de correspondencia lógica entre lo que pregonamos y lo que hacemos. Un auténtico disparate, aunque un fiel exponente de como obran (obramos) muchas, demasiadas gentes. Seres de toda clase, origen y condición, que ven (que vemos) cómo el mal, o la injusticia, o la extrema necesidad, reinan por doquier y hasta límites increíbles, pero nos dedicamos a estudiar la inmortalidad del cangrejo, o el sexo de los ángeles. Que teniendo ante nuestras propias narices multitud de esas auténticas atrocidades, volvemos la cabeza para hacer ver a los demás, e incluso para convencernos a nosotros mismos, de que no estamos enterados de que el mal existe.
Y repito que, dado el caso de que no podamos pasar desapercibidos largándonos subrepticiamente del incómodo trance ante el que involuntariamente nos hemos visto inmersos, desearíamos, en el fondo, decirle incomprensible e injustamente a quien demanda nuestra ayuda:
-¿Y a mí qué me importa usted? ¡Váyase al carajo y déjeme vivir cómodamente!
Sin embargo, con la mayor desfachatez que imaginarse pueda, le ponemos farisaicamente una sonrisa de oreja a oreja, y le decimos que, haciéndonos cargo su desagradable y penosa situación, realizaremos cuanto esté a nuestro alcance para ayudarle.
Y nos marchamos tan pimpantes.
Ramón Serrano G.
Mayo de 2013
Suscribirse a:
Entradas (Atom)