viernes, 17 de agosto de 2018

...belleza (y III)

Para comenzar este último capítulo, un muy breve apunte sobre la persona de Millán, aquel pastorcico y ermitaño que tuvo una vida azarosa, que llegaría a santo, que fuera motivo de numerosos estudios dada su importancia y que da nombre al lugar donde nos hallábamos. Sabiendo que lo que nos faltaba por ver en nuestro viaje era de tanta belleza como lo ya visto, cuando abrieron las puertas del Monasterio de Suso (el de arriba), ya estábamos ante ellas, y a fe que no nos decepcionó lo que contemplamos a continuación. Fue uno de los centros espirituales de Castilla, constituido a partir de un eremitorio rupestre. Quedamos admirados al contemplar el cenobio original del siglo VI, la tumba de los Siete Infantes de Lara, el cenotafio románico de San Millán o el arca relicario. Pero lo que nos maravilló fue el saber que allí hubo un código latino, el catalogado como Aemilianensis 60,en el que aparecieron unas notas manuscritas del siglo X, en un idioma que ya no era latín y parecía castellano. Eran las luego conocidas como Glosas Emilianenses, el testimonio escrito más temprano, al parecer en la lengua vernácula que se hablaba por entonces. Fueron descubiertas en el siglo pasado y sobre ellas se han lanzado cantidad de opiniones y pensamientos, pero se las considera como la base creativa de nuestro queridísimo idioma castellano. Descendimos tras ello al Monasterio de Yuso (el de abajo), construido a mitad del siglo XI al haberse quedado pequeño el de Suso. Inicialmente fue de estilo románico y en los siglos XVI y XVII tuvo grandes ampliaciones llegando a alcanzar unos 10.000 metros cuadrados. Son de gran interés el salón de los Reyes, el claustro bajo o procesional, la iglesia catedralicia y la muy bella sacristía. Se accede a la planta de arriba para ver el claustro superior, completamente distinto al de abajo, y a una sala que alberga la colección de Cantorales, gigantescos libros con hojas de piel, que pesan entre 20 y 60 kilos cada uno. También es de interés el arca donde reposan las reliquias de san Millán. Terminada la visita, que se nos hizo corta y deliciosa, pasamos a recoger nuestros equipajes a la hospedería del Monasterio en la que habíamos estado alojados, e iniciamos nuestro viaje de regreso. Éste nos llevó hasta Nájera, de origen muy antiguo y a la que los musulmanes bautizaron como Náxara (lugar entre peñas), adonde llegamos a la hora de la manduca, que hicimos en “El buen yantar”. Comimos, como siempre, maravillosamente, aunque nos dijimos: ¿pero es que hay algún sitio en La Rioja donde no se coma bien y no se beba buen vino? Tras el buen refrigerio nos encaminamos a realizar nuestra última y obligada visita, que fue al Monasterio de Santa María la Real, uno de los lugares más emblemáticos de La Rioja, que fue panteón real de los reyes de Navarra y se encuentra en el Camino de Santiago. Hay una extendida leyenda según la cual, a mediados del siglo XI, al rey García Sánchez III, un halcón y una perdiz le indican el lugar donde debe construir un monasterio y así lo hace, aunque no llega a verlo terminado puesto que fallece en la batalla de Atapuerca unos años antes. Al hablar de las características hay cita obligada para la iglesia, el Panteón real, donde hay una imagen de madera, gótica, del siglo XIV de la Virgen de la Rosa. Se halla al fondo, bajo el coro, cerrado por una verja, y alberga los sepulcros de varios reyes y reinas, entre los que se encuentra el de Blanca de Navarra. También está el Panteón de los Infantes, siendo aquél y éste de una gran riqueza iconográfica. Además, tienen merecida mención el Coro, el Retablo Mayor y el Claustro, rogando se me permita no detallar sus muchísimas riquezas puesto que sería tarea interminable. Ahora la cita de dos hechos que dañaron enormemente al Monasterio. Uno, la desamortización de Mendizábal, con la que perdió una gran parte de su patrimonio, y otro el atropello sufrido con la invasión de las tropas napoleónicas, las cuales ocuparon el lugar, convirtieron la iglesia en cuadra, dedicándose al robo y al saqueo del monasterio, y así se puede apreciar que todas las imágenes del claustro están decapitadas. Los gabachos no hallaron mejor actividad que esa para entretenerse. Nuestra visita había acabado, por lo que iniciamos el camino de retorno hacia Tomillares, haciéndonos lenguas ambos de cuánta belleza habíamos podido contemplar en tan escasas jornadas, ponderando aquello, extasiándonos con el recuerdo de aquello otro o regocijándonos de haber tenido en esos días tan excelente quehacer. Y luego, como si no estuviésemos lo suficientemente convencidos de ello, proclamamos repetidamente la belleza de nuestra amadísima España, y nuestra conversación versó sobre los mil y un beneficios que tiene el viajar, y empezamos a decirnos de carrerilla lo que ya nos sabíamos de memoria de tanto y tanto haberlo repetido: que con los viajes se ajusta a la realidad lo que habíamos imaginado; que se ven las cosas como son en vez de pensar cómo serían; que lo que más importa es el camino y no la llegada; que si lo visto es mejor que lo nuestro debemos copiarlo y si es peor, se debe saber gozar con lo que se tiene; que se producen bastantes sorpresas al encontrarse con cosas completamente inesperadas y que se aprende muchísimo viajando, pues como dijera el gran Pablo Neruda, si no se escala una montaña, jamás se podrá disfrutar del paisaje. En una palabra, que viajar es algo magnífico, pero que se debe tener presente siempre que igualmente es muy placentero volver a casa, sentarse en un sillón y quitarse los zapatos. Ramón Serrano G. Agosto 2018