viernes, 1 de febrero de 2008

Los niños

Los niños
Ramón Serrano G.


Lo mismo que le puede pasar a usted con la naturaleza, con la lectura, o con la música, es posible, mi querido amigo que le ocurra con los niños. Que le gusten, o no; que los soporte, o no; que los adore, o no; que le preocupen, o no. Pero habrá de admitir conmigo que son algo especial, algo fantástico, una de las cosas más maravillosas que existen en el planeta Tierra, que junto a ellos se pasan horas verdaderamente maravillosas y que por ellos se debe hacer cualesquiera clase de sacrificios.
En todos los tiempos, en cualquier época, su vida ha sido constantemente valorada y tenida en cuenta por gobernantes, legisladores, autores e incluso por el pueblo llano, sabiendo todos que ese mundo infantil era un universo muy delicado y digno de ser contemplado y dirigido convenientemente, tanto por las posibilidades de los protagonistas, por las muchas necesidades de los mismos, así como por la importancia del progreso de su vida futura, esa vida que ellos mismos habrán de desarrollar al ir abandonando su propia niñez.
Sobre ellos se ha escrito y se ha hablado hasta la saciedad para lo bueno y para lo no tan bueno, que hay quien no los tolera o, yo quisiera pensar, que no los adora tanto como quizás lo hagamos cualquiera de nosotros, por lo que se conforma con no hablar bien sabiendo, a ciencia cierta, que no es posible hacerlo con maldad. Y he de decir, que preferiría callarme ahora que no tener que denunciar, completamente abochornado, a tanto mal nacido impresentable que, en todo tiempo, y aun en nuestros días, hiere, ofende y ultraja a tantos niños y en tantos países.
Pero volvamos a nuestro tema y repitamos que nada hay tan excepcional y tan deliciosamente fabuloso en nuestra existencia como los infantes, y cómo su presencia alegra de manera inusitada nuestra vida, llenándola de colorido y sabrosura hasta límites insospechados. Puede que donde estos se hallen no exista el descanso, pero tampoco hay forma de que se asiente la tristeza, pues con su forma de ser son portadores de algazara y gozo, y ahuyentadores de pesares y de cuitas. Puede ser que todo lo revuelvan y confundan, pero seguro es que todo lo purifican y lo hacen deleitoso.
Es debido esto a que son poseedores de infinidad de bondades y virtudes, algunas de las cuales quisiera resaltar, aun a sabiendas, de que habré de dejarme, tanto por su cantidad, como por mi corto conocimiento, muchas en mi almario. Pero sí viene a mi recuerdo su ingenuidad, tanto para lo bueno, como para lo que ellos creen que es malo, completamente compensado dicho candor con una pizca de ¿digamos malicia? realmente encantadora.
A resaltar en igual medida la generosidad de su afecto, ya que por su normal carencia de medida, cuando entregan su cariño lo hacen de manera desorbitada, como desmedida es su benevolencia para soportar caricias y mimos de todos cuantos se les acercan.
¿Habrá, por otra parte, sonido más encantador que su lenguaje? Entre algodonoso e ininteligible, pero con el que, por la mayor de las paradojas, se hacen entender divinamente por todos y en donde suelen emplear una lógica aplastante, ya que para ellos no existen las irregularidades gramaticales, pues si de sales viene salió, de tienes viene “tenió”, pero nunca tuvo.
¿Puede alguien no pasmarse ante su maravillosa torpeza? Que pareciese que en cada mano tienen sólo dos dedos pulgares, pero que son capaces de enredar y enmarañar, desmadejar y descomponer, todo aquello que se les haya dejado a sus alcances.
¿Y qué se me puede decir de su sonrisa desestabilizadora, de sus guiños cómplices, de sus muecas traviesas, de sus enternecedores besos? Y si todo esto lo sentimos y disfrutamos, continua y constantemente, con los niños que nos son ajenos, no digamos qué sentimientos y qué disposición habremos de tener con los que nos son propios.
Pero la mejor prueba de que la importancia de los destinatarios es mucha y de que ellos son merecedores de lo mejor, nos convence el que muy importantes escritores hayan dedicado a los chiquillos lo mejor de sus obras. Es sin duda innecesario recordarles a Grimm, Perrault o Anderssen, aunque para mi gusto los más bonitos cuentos, o, si me lo permiten, diría que los más sensibles, son los de Oscar Wilde.
Mas quisiera hacer cita y mención aquí, no sólo de las obras literarias, sino de las muchas musicales que con motivo de los pequeños, y a ellos dedicadas, se han compuesto y que le invito a escuchar, querido lector, cuanto antes pueda. Cabe, así, recordar la Canción de cuna, de Brahms; la Nana, de Manuel de Falla; la Sinfonía de los juguetes, de Leopoldo Mozart; las Escenas infantiles, de Schumann; los Cuentos de Hoffman, de Offenbach; Pedro y el lobo, de Prokofiev, e incluso nuestro entrañable pasodoble Churumbelerías. Y aunque sea tristemente, podríamos cerrar el círculo de estas obras con la Pavana para una niña muerta, de Ravel
Sepamos reconocer, por último, que la sonrisa de los niños es de oro y agradezcámosles su dadivosidad en regalárnosla. ¡Mal haya quien se la siegue!

Enero 2006

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 13 de enero de 2006

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