martes, 29 de enero de 2008

Los frutos

Los frutos
Ramón Serrano G.

Fue ayer, quizás hará ya un año, que comentaba yo detenidamente con alguien sobre la categoría de un determinado autor de nuestros días, el cual había conseguido, a más de algún premio importante, pero de dudoso merecimiento, renombrada fama y pingües beneficios económicos con la publicación de sus obras.
Me decía ese alguien, que a él poco le importaba el adoctrinamiento que hubiese el escritor y su comportarse a lo largo y ancho de su vida, si sabía escribir cosas hermosas y agradables. Un poco aquello - ¿recuerdan?- de igual da gato blanco o gato negro; lo importante es que cace ratones. Y comentaba mi contertulio que a él le daba lo mismo si nuestro protagonista era un bellaco en su vida privada, con tal de que en sus libros pudiésemos leer bellas palabras. La historia, me decía, acabará hablando de él por sus textos y no por su conducta.
No. No puedo estar de acuerdo con esta persona, como me imagino que muchos tampoco lo estarán. Porque yo creo, como pienso que hará usted y aquél señor de allí, que en los seres humanos debe existir una gran armonía entre sus haceres y sus decires. Lo corroboraremos recordando aquella célebre frase de: por sus frutos los conoceréis, y veremos como a quien dijo esto, se le ocurrió afirmar rotundamente que la percepción de cómo es la forma de ser de un individuo lo lograríamos siempre por sus hechos, y nunca por sus dichos. Ejemplos que lo ratifique hay a montón. Yo, que para mi desgracia soy casi analfabeto en conocimientos arbóreos, y que confundo por su apariencia y por la visión de sus hojas a los frutales, sí sé distinguir una ciruela de una manzana y a esta de una pera. Obras, obras son amores, que está sobradamente demostrado que quien actúa con el alma limpia ( y utilizo el adjetivo en el sentido de transparente) lo hace siempre de acuerdo y en adecuación a lo que manifiesta.
Pensemos, además, que esta es norma de obligado cumplimiento para cualquier humano, fuere cual fuese el papel que desempeñe en la compleja farsa de este complicado mundo. Porque cabría añadir que un fontanero, o un administrativo, pongamos por caso, deben hacer bien su trabajo y a nadie, o a muy pocos que no sean sus allegados, le importa luego su vida privada. Pero un juez, un sacerdote, un escritor, un profesor, aquellos en suma, que pueden influir en los demás con sus teorías o sus indicaciones, deben adecuar y mantener en buena compaña, y convenientemente, sus actos con sus palabras. No basta con decir que no se debe beber alcohol, si el aliento apesta a anís. No se debe aconsejar: no fume usted, teniendo el cenicero lleno de colillas. No es correcto enriquecerse firmando contratos millonarios y leoninos, manteniendo substanciosas cuentas corrientes helvéticas, mientras se predica a los demás que practiquen el bien social. No puede abominar farisaicamente de la lujuria, quien tiene muy sobada la bragueta.
Digo, también, que yo no me fío de quienes lo quieren todo. En la vida es imposible tenerlo todo y pobres de aquellos que lo pretenden a costa de lo que sea. Nos sabe mucho mejor el pan que huele a sudor propio, que aquél por el que únicamente dimos unas míseras monedas, que lo que poco cuesta conseguir poco se aprecia. Recuerdo que, cuando yo era un muchacho, me veía muy afortunado porque a lo largo de cada año yo gastaba dos clases de calzado. Una alpargatas de cáñamo durante los calores estivales y unas contundentes botas de Segarra, para los ocho o nueve meses restantes. Y pese a mi corta edad, cuidaba con mimo aquellas botas, debido primero a la insistencia de mis padres en que lo hiciese, pero también porque observaba que muchos de los chiquillos de mi tiempo, tal vez la mayoría de ellos, calzaban siempre unas alborgas. Hoy en día, para bien (o acaso para mal, en cierto sentido) los niños y los mayores tenemos varias – demasiadas, excesivas – botas, que no cuidamos tanto como yo lo hacía con las mías de aquél entonces.
Y pienso que estas pequeñas historias, cargadas por otro lado de añoranzas, vienen a cuento al decir que en la vida no se puede tener todo y ser de todo. Que cada posesión tiene que llevar aparejado determinado sacrificio, como al principio expresaba. Que hay que mentalizarse que la consecución de un fruto lleva intrínseca, a más de otras muchas cosas, una gran dosis de paciencia y de cuidado para su maduración y su buen uso. Que el agraz no está bueno. Que las rosas tienen espinas. Permítaseme, así, traer a colación esas magníficas urbanizaciones que se están levantando en los derredores de las ciudades. La vida en ellas está muy bien para aquellas personas que, por su economía o por su edad, tienen mucho tiempo libre. Pero quienes trabajando en la urbe quieren vivir fuera de ella, quienes quieren respirar a diario el aire acondicionado y el de los pinos del complejo residencial en el que habitan, han de pagar a diario el alto precio de muchas horas dentro de un vehículo, debido a la distancia y a los atascos circulatorios.
Con todo, cabe resaltar, que lo más importante en esto, como en tantas otras facetas de nuestra existencia, es saber dar el valor auténtico a cada cosa, gastando el esfuerzo que sea necesario para la consecución de ello, siempre que, repito, sea meritorio. Y una vez tomada la opción y alcanzada luego, se ha de vivir con las circunstancias, modos y maneras que ella nos imponga. Pero no puede jamás el enseñante eructar delante de los alumnos, ni el comunista usar corbatas de seda natural, mientras no las puedan gastar igualmente los obreros de las fábricas. Vamos, que según mi criterio, no son dignas, ni de crédito ni de elogio, las personas que quieren desayunar durante toda su vida “chocotajás”.

Abril 2005
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de abril de 2005

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