sábado, 2 de febrero de 2008

Las fechas

Las fechas
Ramón Serrano G.

No recuerdo si ya he dicho en alguna otra ocasión que nunca me han gustado las fechas predeterminadas para rendir culto o expresar sentimiento por algo. Puede que sí lo haya hecho, pero no lo sé con exactitud, que mi cabeza no es lo que era, aunque nunca haya sido gran cosa. De cualquier forma, repito mi aversión a ello, pese a que esas viejas costumbres se han venido utilizando, y de hecho muchas siguen vigentes, en todos sitios, y a lo largo y ancho de tierras, reinos, culturas y religiones.
Y mi antagónica posición pretende justificarse porque observo que para realizar estas actuaciones, las cuales van acompañadas normalmente de amplia parafernalia, no guían verdaderos sentires a quienes las realizan, sino intenciones más o menos disimuladas, como pueden ser la adulación, el propio interés, o el medio propicio para que las gentes no abandonen y acaben olvidando los ritos que las llevan a mantener sus creencias.
Ejemplos de ello, a montones. Hay, todos lo sabemos bien, “días” para todo. El de la victoria, el del libro, el de la madre, el de la patria o el del cumplimiento obligatorio con los preceptos de nuestra religión (ya saben: el viernes para los musulmanes, el shabat para los judíos, también el sabbat para los budistas, el domingo para los católicos, e ignoro cuál será, si es que lo tiene, el shintoismo). O sea, que hay que mentalizarse para no olvidar que tal “día” hay que rememorar por oficio tal acontecimiento, a mayor gloria de quienes lo realizaron. Que en esta fecha hemos de pregonar obligatoriamente las bondades de tal o cual acción u organización. Que en la jornada tal, y con una periodicidad a ser posible frecuente, haremos los ritos y ejercicios correspondientes para no apoltronarnos y desatender nuestros credos atávicos.
Y vengo en decir, como apuntaba al principio, que me parece un absurdo que se tengan que fijar unas jornadas para demostrar un cariño, un recuerdo, un cumplimiento para alguien o para algo, a quien o a lo que, deberíamos tener presente siempre por la bondad de sus actuaciones, o por el bien que en nosotros ejerció en su momento o sigue haciéndolo en la actualidad. Yo, para recordar, hablar, ensalzar o convivir con mi amigo, con mi hermano o con mi deudo, no necesito esperar a determinadas témporas o calendas. Lo veo, lo visito, me entraño con él siempre que me apetece, lo que suele sucederme a menudo, y sin que nada ni nadie haya de venir a imponérmelo. Y si durante un tiempo, que no será nunca mucho si de verdad le aprecio, por el motivo que sea no me apetece visitarlo, pues no lo hago y no ocurre ninguna cosa. Al poco volveré adonde esté y seguiremos conciliados, sin que para ello tengamos que cumplir ceremonia o ritual alguno.
Y esta desavenencia mía con los recordatorios se acrecienta aun más, si cabe, cuando estos se hacen hacia los difuntos. Es sabido que los pueblos de todos los tiempos han acotado un terreno en el que enterrar a sus muertos. Esta es una sanitaria costumbre, como lo son (y algún día hablaremos de ello) muchas de las prácticas religiosas universales, que se basan principalmente en preceptos asépticos, higiénicos o simplemente saludables. Y digo que desde siempre se utilizan los cementerios-del griego Koimeterion, dormitorio-, siguiendo la costumbre cristiana de que a ese lugar se iba a dormir hasta el día de la resurrección. O por la idea coránica de que el alma no puede abandonar del todo al cuerpo que no ha sido enterrado y para alcanzar el más Allá, sea cual fuese su destino, ha de deshacerse por completo de la impureza corporal.
Pero con el tiempo se instauró el hábito de ir a mostrar públicamente el recuerdo hacia los seres queridos, o tan sólo apreciados, ya fallecidos, haciéndolo siempre en unas fechas predeterminadas. Así, los católicos lo llevan a cabo el dos de noviembre; los aztecas lo hacían al final de la recogida de la calabaza y el chayote con fiestas en honor de la diosa Mictecacihuatl; los musulmanes el día quince de su mes del Shaaban y los chinos el día cinco de abril con la fiesta Quingming. Esas, y otras muchas en distintas culturas y países, son las jornadas que las gentes dedican oficialmente a recordar a sus difuntos.
Y lo que duele es que eso haya que hacerlo por imposición del calendario, que nos marca exactamente el momento y la forma en que hemos de visitar, limpiar y adornar nichos, panteones y sepulturas. Y duele igualmente que lo hagamos, la mayoría de las veces, no porque lo sintamos de veras, sino para demostrar a los de nuestro entorno que seguimos recordando a los que nos precedieron en el último viaje, aunque durante el resto del año no tengamos para ellos, que tanto bien nos hicieron, ni la más mínima evocación o remembranza.
Bien quisiera que no sucediese eso conmigo. Es por tanto mi deseo, que si alguien se acuerda de mí cuando me haya ido, que lo haga en donde y cuando le apetezca, a ser posible a menudo y, si cabe, para bien, pero que no se imponga la obligación de ir a visitarme a determinado camposanto o esperar a determinada fecha para hacerlo. Libero de tal compromiso a deudos, conocidos, amigos y allegados. Y para facilitarles esa labor no quiero la inhumación y, por tanto, ningún tipo de tumba y, una vez más, proclamo solemnemente el ruego de que a mi muerte me incineren y luego avienten mis cenizas en el mar -mi tan querido y añorado mar- . Y si eso no fuera posible, que lo hagan entre esas hermosas carrascas o sabinas que pueblan nuestros montes.
Octubre de 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 19 de octubre de 2007

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