martes, 29 de enero de 2008

Escritores

Los escritores
Ramón Serrano G.

Le ocurre al oficio de escritor como casi a todos los demás; que en él hay profesionales y aficionados, doctos e ignorantes, industriales y artesanos, buenos y malos. Así, está en él quien no tiene otra más importante dedicación y hay quien vive de ello, mientras que otros lo hacen por diletancia y tan sólo le dedican sus mayores, o menores, ratos libres, obteniendo de su práctica escaso, o nulo, beneficio económico. Los hay, que para desarrollar el oficio han estudiado cuanto han podido, leído más de lo que han podido y se han preparado en leyes gramaticales, prosódicas, semánticas, ortográficas, sintácticas, etc., concienzuda y extensamente. Pero haylos también, y en gran cantidad, quienes careciendo del más mínimo adoctrinamiento se lanzan al escabroso ruedo de la literatura, sin un simple trapo que les sirviese, no ya para adarvarse de las difíciles acometidas del escribir, sino para cubrirse un poco sus vergüenzas. Están, por otra parte, los que escriben a destajo o aquellos que escasean sus textos y con poco se conforman. Por último citaremos a los buenos y a los malos. Y aquí sí que hay una pequeña diferencia entre esta dedicación y el resto de las ocupaciones. Así, son buenos aquellos que escriben bien, que lo hacen correctamente y con arreglo a los cánones establecidos, que dicen cosas muy interesantes, que entretienen, educan e ilustran a sus lectores. Los malos, somos todos los demás.
Y admitido ese sincero “maniqueísmo”, cabe decir que hay también otra distinción significativa, y me estoy refiriendo con ella a quienes escriben para masas ingentes de lectores o quienes lo hacemos para un público más bien escaso, pero siempre selecto y al que, al menos quien esto escribe, le tiene un agradecimiento intenso. Sé que no debiera, pero me voy a permitir juzgar a aquellos autores que se convierten en “industriales”, o sea, que tienen unas cualidades estupendas, saben de sobra su oficio, que por otra parte ejecutan la mayoría de las veces maravillosamente, pero sin embargo se ven dominados por el ansia del dinero, o de la fama. Puede con ellos su ansia de figurar en la cabecera del ranking de autores que más libros han vendido o que más ejemplares han firmado en las ferias, aunque no siempre estos sucesos se corresponden con ser los que son más leídos.
Y es lástima observar como esos literatos, cuyas cualidades y virtudes, a excepción de la crematística, admiro y aplaudo, no escriben como saben, no nos conceden todo lo que tienen. Ofrecen la mayoría de las veces sólo literatura de evasión, que no es mala en sí, pero tampoco de primer orden. Al ser sus textos de entretenimiento no pueden tener la profundidad que el creador pudiera darles por su categoría. Procuran estos, que su mercado esté en las estaciones de ferrocarril y se limitan a escribir “cositas” breves sobre lo que esté de moda en la actualidad literaria, o artículos en dominicales o revistas. Aspiran a que el lector los encuentre amenos, los utilice para pasar el tiempo y no se preocupan , ni se esfuerzan en dar, o intentarlo al menos, algún consejo, enseñanza o adoctrinamiento.
Yo, queriendo ser benévolo con ellos, dada la gran admiración que les profeso, quiero decir en su descargo que escriben para el terrible anonimato de quienes son sus lectores, aun cuando sus modos y maneras, sus temas y asuntos habituales, sean los preferidos de un determinado sector de público. Pero no tienen, pobres de ellos, ese contacto directo con las personas a las que se dirigen y que causa en el ánimo del artista un especial sentimiento. Es algo parecido al actor, sobre todo al de calidad, que siempre prefiere el teatro al cine, porque el ver la cara del público, su reacción, su respuesta inmediata, es mucho más impactante y constrictivo, aunque también más lacerante o vulnerario, según sea el caso, que la frialdad de actuar ante una cámara y que el espectador vea meses después el trabajo de interpretación. Su trabajo tiene mucho, demasiado, de impersonal, ya que pocos se le acercan para ofrecerles su juicio sobre el mismo, y si alguno lo hace suele ser, o casi, el pelota de turno que quiere congraciarse con el hombre de fama.
Y en ese plano, tan sólo en ese plano, ganamos los humildes (tomado este adjetivo en el sentido de insignificante) a los esclarecidos y reputados. Porque cuando estamos haciendo estos esbozos de escritos, y aunque esto puede que no nos condicione en exceso, sí que nos afecta un algo, ya que sabemos de antemano (que al fin y a la postre son muy pocos) quienes nos leerán y cómo se tomarán lo leído. Como también somos conscientes de que, cuando lo hayan hecho, nos espetarán con su mayor espontaneidad el juicio y la opinión que les merece nuestro mensaje. Esta actitud crítica es muy buena por dos cosas. En primer lugar, porque el que la hace demuestra que se ha preocupado de conocer nuestra humilde obra. Luego, porque su opinión, las más de las veces sincera, satisface al autor, tanto si es favorable, por aquello del ego, etc., como si es acerba, porque te incita a mejorar en lo posible.
Y ese sincero desahogo, ya sea, como digo, para la loa o el reparo, y que el autor de categoría recibe escasas veces, a mí, por lo menos a mí, que no tengo esa valía, me satisface enormemente.
Junio 2005

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 17 de junio de 2005

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