viernes, 1 de febrero de 2008

Maledicencia

Los tres filtros
Ramón Serrano G.


Una de las características esenciales que tiene esta condenada vida que nos ha tocado vivir, es que cada individuo da a las cosas un valor personal y relativo. Y esto viene a ocurrir en todos los estamentos sociales, bienes, males, accidentes, casuísticas, éxitos, fracasos, etc. Es decir, que cualquier cosa, una enfermedad por ejemplo, para unos es tolerable y para otros insufrible. Hay quien admite o disculpa una falta, ya sea ajena o cometida por él mismo, y quien es intransigente con ella en grado sumo. Existe el que no concede, o sí acepta, algo en particular y a quien le parece un mundo su existencia, ya sea para bien o para mal.
Y yo, que no soy ni peor que otros, o si acaso más lo primero que lo último, vengo hoy a declarar, que también al igual que ellos, puedo ser sin embargo, y de hecho quizás lo sea, condescendiente con algunas faltas de mi prójimo. Pero suponiendo que los pecados tengan, si es que la tienen una, desde luego difícil, vara de medir, yo afirmo que de entre todas ellas hay una que me parece que si no es la más mala, sí es, con mucho, la que menos soporto. Me estoy refiriendo a la maledicencia.
Sí, la maledicencia, o difamación, o murmuración. o cotilleo, o como ustedes gusten en llamarla, pero que no es sino criticar a alguien o contar cosas que perjudiquen su buena fama, haciéndolo sin razón o con poco fundamento y con mala voluntad hacia la persona de quien se habla. Podríamos referirnos a ella igualmente como dejemplar, malsinar, desfamar, ahijar, enfangar, sacar la piel a tiras o poner como un trapo, que infinidad de verbos y modos hay para denominarla. Como hay multitud de adjetivos para nombrar a quienes lo hacen, como lenguaraz, largo de lengua o tenerla de sierpe, sicofante, résped, deslenguado, mesclador, etc.
Y si tan extenso es el vocabulario existente para referirse a dichos actos y a sus protagonistas, quizás sea debido a que hay una ingente cantidad de ellos. O sea que para nuestra vergüenza, son muchos, y siempre demasiados, a los que gusta de poner de chupa de dómine a todo el que pillan y tienen a sus alcances, pues sabido es que hay algunas personas para quienes hablar y ofender es lo mismo. O puede que estuviese mejor dicho que no saben hacer lo uno sin practicar lo otro.
Mas dado que no quiero seguir insistiendo en establecer comparaciones entre el grado de maldad contenible en la murmuración o en las demás faltas o pecados susceptibles de ser cometidos por el ser humano, y que me parece absurdo abundar en lo pernicioso de la misma porque cualquier persona de buen sentido estará de acuerdo conmigo en su vileza, creo que me bastará con relatar dos cuentecillos al respecto, que son muy significativos y aclaradores de la importancia del mal aludido.

Malba Tahan nos cuenta que una mujer dio en llamar ladrón a un joven hasta que al pobre lo encarcelaron. Sin embargo se demostró más tarde que era inocente y le soltaron al poco. Entonces el juez llamó a la difamadora, le dijo que escribiera en un papel lo que había dicho de él, que luego rompiese el escrito cuanto más pudiera, esparciese los trocitos por la calle y que volviera al día siguiente. Cuando lo hizo la mujer, el juez le ordenó que recogiese todos los papelitos, a lo que ella le repuso que eso era imposible ya que el viento los había dispersado por todas partes. Pues lo mismo ocurre, díjole el magistrado, con la honra de aquél a quien difamaste.
Y corre por ahí una historia, anónima, pero verdaderamente hermosa y muy apropiada para cuanto nos ocupa, en la que se narra que un hombre fue a ver a su amigo para decirle que alguien había estado hablando de él con mala voluntad y peores palabras.
- Espera, le interrumpió el amigo. ¿Has hecho pasar por los tres filtros esto que vienes a contarme?
- ¿Qué tres filtros?, preguntó el otro.
- El primero es la de la verdad. ¿Estás seguro de que lo que me vas a contar es absolutamente cierto?
- No, pero oí que lo comentaban unos vecinos, que lo habían escuchado a su vez.
- Al menos habrás hecho pasar tu noticia por la segunda criba, que es la de la bondad. Porque, vamos a ver, ¿eso que deseas decirme es realmente bueno para alguien?
- No, en realidad no. Al contrario.
- ¡Ah, vaya! Pues mira, el tercer tamiz es el de la necesidad. ¿Tú crees que es necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta?
- Hombre, a decir verdad, no lo es en absoluto.
- Entonces - le dijo el amigo, con una sonrisa -, si lo que vas a decirme no es verdadero, ni bueno, ni necesario, será mejor que lo sepultemos en el olvido.
Son estas, a mi parecer y como habrás observado querido lector, dos historias sencillas pero cargadas de mensajes muy útiles y convenientes para nuestro buen comportamiento verbal. Así pues, pensando en ellas, y siguiendo sus consejos, les doy este mío: ¡guardémonos cuanto podamos de chismorrear…, y alejémonos de los chinchorreros!.

Mayo 2006

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 26 de mayo de 2006

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