viernes, 22 de marzo de 2013

Hope

-¿Cómo está mi queridísimo Daniel? Ella, Loli, venía radiante. Según me dijo, acababa de llegar de Burdeos, y habíamos quedamos para tomar café, esa misma tarde, en una cafetería de la calle Santa Clara, para hablar de lo que nos tenía ocurrido durante sus casi diez años de ausencia. Siempre, desde niños, y de eso hacía ya cerca de cincuenta años, fuimos íntimos amigos, como hermanos, y entre nosotros nunca hubo secretos. Yo, que ya disfrutaba de las vacaciones navideñas, y que tenía todo el tiempo del mundo para hacer algo que siempre me entusiasmó, charlar con ella, acudí a la cita feliz. Primero tomamos un café, luego un orujito, para después pasar a contarnos, pormenorizadamente, nuestras vidas. Después, claro está, me preguntó por unos y por otros, y, al final, como era de esperar, salió a relucir su íntima amiga Carolina. -¿Qué tal le va?, inquirió. Recuerdo que tú tonteaste con ella antes de casarse, e incluso después. Bueno, lo de tontear es un eufemismo, porque, aunque nunca me lo dijiste con claridad, yo sé, o si prefieres, intuyo, que llegasteis a tener relaciones íntimas tanto de soltera como de casada. ¡No! No digas nada. Es mejor que eso lo mantengamos en una nebulosa. Además, sé muy bien que nunca me mentirías, pero que tampoco hablarías de algo que pudiese comprometer a una mujer. Dejémoslo así. Se casó ¿verdad?, y tuvo un hijo. Pero no supe nunca más de ella, pese a nuestra amistad. Y no me explico, Daniel, es que, si a ti te gustaba (y te gustaba, porque hicisteis el amor en varias ocasiones, y tú eso no lo harías por puro goce o capricho) no intentaste casarte con ella. -Hubiese preferido que no la hubieses mentado y que no inquirieras sobre ese tema, le comenté. Pero ya que lo has hecho, he de decirte la verdad, “toda la verdad y nada más que la verdad”, y ser totalmente sincero contigo. Como siempre lo he sido. -Pues mira, no me casé, aunque estaba muy colado por ella, porque Carolina, aun cuando se la veía encantada conmigo, prefería a Marcelo, hasta el punto de que, al final, contrajo matrimonio con él. A mí me quería, sí; pasábamos juntos ratos muy dichosos, y, es posible, que hasta hubiésemos hecho una buena pareja. Pero a ella, o quizás a los dos, nos faltaba ese algo, ese pelín indefinible, que hace que el verdadero amor sea una cosa diferente a una amistad, o a un deseo, por muy fuertes y nobles que sean estos. - Yo, entonces, me acogí de buen grado a la soltería. Pasaron más de ocho años, y de repente Marcelo, de modo absurdo, se encaprichó de una bobalicona y abandonó a su familia. Eso dolió mucho a Carolina -¿cómo no iba a dolerle?- hasta el punto de que la primera vez que la vi tras su separación, la encontré abatida, desmalazada. La habían herido y daba muestras evidentes de dolor. Quise ayudarla, pero sin que me lo negase, comprendí de inmediato que prefería sanar sus llagas ella sola. Así que la dejé tranquila y en paz, y únicamente, cuando circunstancialmente nos encontrábamos, cruzábamos cuatro palabras, yo con el mismo deseo y agrado de siempre, y ella igual, pero casi pidiéndome perdón por su apatía. -Siguió con su trabajo de administrativa, pasaron unos años, y de pronto, un buen día, la volví a hallar con el genio y la vitalidad de siempre. De inmediato me confesó, ante mi extrañeza, que su venida a arriba se debía que había encontrado a un hombre que tenía todos los condicionantes para hacerla feliz, y además la intención de llevar a cabo esa tarea, por lo que todo ello le había devuelto la alegría de vivir de un modo y manera a los que no renunciaría por nada. Este nuevo galán, con el que mantenía una relación, si no de matrimonio, sí digamos formal, era un poco mayor que ella, de nombre Tomás, soltero, y vecino de la vecina Toro, en la que tenía una tienda de ropa. -Yo, dudando que Cupido le hubiese dado con tanta fuerza, procuré aprovechar su cambio de ánimo. Mantenía dentro de mi cabeza los ratos vividos y compartidos con ella, (que lo que no se comparte no deja huella ni nostalgia) y volví a tirarle mis tejos con la personal idea de obtener alguna nueva sinecura, como sería gozar otra vez, y serenamente, tanto de su conversación como de su cuerpo, o sea, de su forma de ser y de sus encantos. Pero ella, con su corrección y amabilidad de siempre, cortó de raíz mis aspiraciones. Me dijo, aunque en realidad ninguno de los dos dábamos demasiado crédito a sus palabras, que quizás su relación anterior se había destrozado por la infidelidad. La de ella, conmigo, y en dos o tres ocasiones. La de Marcelo, con su nueva pareja, y con varias más según supo posteriormente. No es que no sienta por ti lo mismo que he sentido antes, me comentó, pero me he impuesto esa limitación, y, de momento, quiero cumplirla. Más tarde, ya veremos. -Y en esas andamos. Cuando coincidimos, en la biblioteca, en el cine, o en otro lugar, a ambos se nos alegran las pajarillas, y a ambos nos parece corto el tiempo que pasamos juntos. Hemos hablado de tomar café de vez en cuando, pero sabemos que no puede ser. Si lo hiciésemos en cualquier bar, al poco seríamos la comidilla de Zamora, e incluso a Tomás no le agradaría, como es natural. En su casa no podemos hacerlo, como imaginas, y en la mía no nos atrevemos, porque yo no me veo con fuerzas suficientes para, estando a solas con ella, portarme como un caballero, cosa que haría con cualquier otra, y no intentar conseguir algo más que palabras y zalemas. Y ella, aunque se ve con fortaleza para denegar cualquier súplica al respecto, piensa que quien quita la ocasión quita el peligro, que al fin y a la postre la carne es débil, y pudiese acabar cayendo en una tentación que, aunque la niega, la desea en el fondo. -Así que mi mayor ilusión se halla inserta en una latebra, eso sí, manteniendo constantemente, como mi ancla de la esperanza, el que algún día vuelva a poder estar un rato con ella, y dialogar, y soñar, y… Marzo de 2013 Ramón Serrano G.