jueves, 30 de junio de 2011

Las Peras (1)

Las peras (I)
Ramón Serrano G.

Aquella tarde agosteña, pasábamos junto a unos perales, y le dije:
-Mira que peras tan hermosas, Luis, ¿no te apetece una?
-Claro que sí, Luca, pero son de su dueño, y no debo cogerla. Mas a propósito de las peras te voy a contar la historia que sucedió hace tiempo en un pequeño pueblo llamado Luraga.
--------------
-¿A dónde vais a estas horas con el calor que hace?
-Hola Adolfo, le contestaron. Vente con nosotros si quieres. Vamos a robar peras a la almunia del señor Aníbal. Como el guarda estará durmiendo la siesta no se ha de enterar y podemos comer hasta hartarnos, aunque sólo sea postre.
Le gustó el plan al chiquillo, se unió a los otros, y los cuatro marcharon al huerto que ese señor tenía en las afueras del pueblo. Debían tener cuidado ya que, debido a la mucha hambre que se padecía, las fincas estaban bien guardadas, los robos de frutos y cosechas eran muy vigilados, y los infractores severamente castigados si los cogían. Se metieron dentro de la finca por la irregular tapia de piedra que cerraba la parte trasera, y tras haberse comido cada uno las frutas que les apetecieron empezaron a guardarse otras entre la camisa. Pero una urgencia urinaria despertó al vigilante y, cuando este salió a hacer aguas, sorprendió en su tarea a los bribonzuelos, que, al verle, emprendieron la huída sin pensárselo dos veces. Con las prisas, Adolfo pisó mal y cayó desde lo alto de la pared. Quedóse maltrecho en el suelo quejándose amargamente, mientras que sus compañeros, olvidándose de él por temor al castigo, se dieron a la fuga.
El que sí que acudió fue el guarda para reprenderle y tal vez para emplumarle, mas, al oír sus quejas, lo examinó un tanto, y viendo que su lesión podría ser grave, lo acomodó como mejor supo junto a la tapia, volvió a su caseta y, cogiendo su bicicleta, se plantó en un santiamén en casa del amo para informarle. Al oírle Aníbal, interrumpió su lectura, sacó el coche y se fue hasta el muchacho. Cuando vio al herido, compartió el temor de su empleado, así que entre los dos subieron a Adolfo al vehículo y salieron rápidos hacia el hospital. Allí vieron de inmediato que la lesión podía ser gravísima y le pasaron con urgencia al quirófano.
Le dijeron que la exploración y la más que posible intervención quirúrgica duraría algunas horas, por lo que el hombre pidió a su acompañante que se quedara por si había alguna novedad, y, tomando el coche de nuevo, se fue hacia la propiedad donde sabía que trabajaba de bracero el padre del chaval. Lo encontró dedicado a sus faenas y, tras contarle lo sucedido, volvieron al hospital. En el camino, el padre, sin hacerse todavía la idea de la importancia que podría tener el percance, asustado, le rogó a Aníbal que no denunciase el hurto, que él, aunque estaba muy escaso de dinero, pagaría lo robado. Como contestación recibió de inmediato las palabras de aquél, diciéndole que nunca había pensado, ni por asomo, en malsinar a los muchachos; que también él había sido joven y los comprendía; que sabía de las necesidades que se estaban pasando en muchos hogares, y que su único deseo era que aquel intento de saciar el hambre, que en realidad no era otra cosa, no tuviese un final amargo.
Llegados al centro médico aún tuvieron que esperar largo rato hasta que tuvieron noticias del accidentado. Y estas no fueron nada buenas cuando las supieron. Era demasiado pronto para dar un veredicto exhaustivo; se tendrían que hacer otras exploraciones, tratamientos, etc., etc., pero había poquísimas posibilidades de evitar que sus piernas quedasen completamente inútiles.
El padre de Adolfo, que no esperaba una desgracia de esa magnitud, se mostró completamente abatido tras oír al médico. Trataron de darle esperanzas, de lograr que viese el problema desde otra perspectiva menos negra. Pero todo era en vano. Decía, entre lágrimas: -A ver cómo nos arreglamos él y yo ahora. Ya sabe usted que no tengo más hijos y que mi mujer murió hace dos años. Estamos solos los dos, yo me tengo que ir al campo todos los días, y él, en esas condiciones, no podrá apañarse. Y cuando pasen unos años, ¿en qué va a trabajar? Conmigo no puede venir a las fincas y yo no tengo posibles para darle estudios. No sé qué va a ser de mi hijo entonces.
En realidad el panorama era poco halagüeño, pero el tiempo, que todo lo cura y todo lo iguala, hizo que las cosas se fueran arreglando. En primer lugar nadie habló de las causas del siniestro, que se archivó como un accidente fortuito, por lo que le dieron una pequeña paga mensual a causa de su invalidez. Luego, los vecinos se volcaron en la ayuda a Adolfo, así que, mientras el padre se iba al campo a trabajar, ellos establecieron un turno en el que uno llevaba al chico al colegio, comía en casa de otro y el de más allá le hacía las faenas domésticas.
Y así pasaron los años y llegó el día en que el chaval acabó su período de educación escolar. Entonces, cuando padre e hijo pensaban en la forma de encontrar un medio para que este último pudiera ganarse su sustento en el futuro, el Ayuntamiento les comunicó escuetamente que se había conseguido una beca para que cursara estudios universitarios, si lo deseaba. Nada se dijo nunca de la verdadera procedencia de tan magnífica ayuda, aunque hubo rumores y habladurías para todos los gustos. Lo cierto y verdad, es que el mozo marchó cada año a la capital a cursar la carrera de ciencias económicas, que supo acabar en poco tiempo y con gran provecho.
-Y ahora Luca, vamos a tomar un bocado y a dormir, que mañana será otro día, y tiempo habrá para seguir con el relato, terminarlo, y llevar a cabo otros menesteres que pudiesen surgir.

Julio de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 1 de julio de 2011