viernes, 21 de noviembre de 2014

Soñando

Lo sé. Lo sé perfectamente, porque lo he pensado una y mil veces. Porque me he hallado en esa situación mil y una ocasiones y por eso, aunque sólo fuera por eso, puedo jurar que es cierto. Que lo que voy a contar a continuación es completamente verídico y real. Que nos pasa a todos, o, por lo menos, a muchos de nosotros. Y ello es que no se puede vivir de ilusiones y quimeras, sino que cada uno ha de aferrarse a su realidad y ha de tratar de vivir con ella, con la intención de mejorarla en lo posible, y si eso no lo fuese, de sobrellevarla con agrado y resignación, tanto en sus pros como en sus contras. Pero esto, una verdad tan grande como el desierto del Sahara, es por otro lado mejorable si cada persona, por su idiosincrasia y forma de ser, sabe adaptarse a su situación (geográfica, laboral, social, etc.), y, pese a tener que seguir viviendo de acuerdo con ella, obtener la más completa posibilidad de desarrollar todas y cada una de sus fantasías, aunque sólo sea in mente. Sí, es cierto, aunque parezca un antagonismo. Está totalmente demostrado que se puede vivir maravillosamente soñando. Y aún diré más. ¿Qué es mejor, la vida que nos toca, o nos ha tocado, soportar por las circunstancias, o la que uno ha soñado ya de niño, ya de hombre, y muchas veces aún cuando viejo? Está claro, o creo que debe estarlo. Aquella, por su realidad, demasiadas veces cruda, injusta, y demasiadas veces ineludible, la vivimos a la pura fuerza y, pese a ello, todavía logramos mantener de ella un buen recuerdo. Olvidamos fácilmente, no ya las “durísimas” etapas colegiales o militares, sino el frío durante la poda, el calor insoportable de la fragua, o la fatiga del trabajo de sol a sol. Y sin embargo, ¡admirable proceder del alma humana!, conservamos en el saco de nuestras membranzas la vez que le hicimos los “galguillos” a Evaristo; el primer pelado al cero que nos echaron en el cuartel; la liebre aquella que se soltó de una cepa y la cogió la “Chuspi”; el rejo que le pusimos al trompo de nuestro sobrino, o el rato de siesta que nos dejaba echar el “jefe” después del almuerzo, y ya que estamos en la siesta, de cómo aprovechábamos la de nuestra madre para salir un ratillo a la puerta del corral e intercambiar unas frases y alguna carantoña con el mozo que iba camino de su faena. De esas cosas, sí que solemos acordarnos. Y añadiré: afortunadamente. Porque, para nuestra fortuna, siempre podemos rememorar, pero también podemos soñar. Soñar, o sea, imaginar como posibles, o reales, cosas que no lo son, según dice el DRAE en su acepción segunda. Recrearse pensando en cosas que tienen pocas posibilidades de ocurrir, pero que nos son agradables al creer que, de hacerlo, nos darían la felicidad. Pensar, simplemente pensar para llegar a ver la luz. Y para contar esto, no he recurrido a Quevedo, mi autor preferido, ni al nunca suficientemente ponderado Don Quijote, sino al perínclito Calderón. Este nos narra en su mejor obra, La vida es sueño, el pensamiento de un príncipe cautivo que pasa de la oscuridad a la luz con el reconocimiento de sí mismo. Es este un tema que ya habían tocado la ideología hindú, la mística persa, la moral budista, la tradición judeo-cristiana, y la filosofía griega, si recordamos que Platón afirma que el hombre vive cautivo en una cueva, de la que sólo saldrá haciendo el bien. Y todas ellas lo realizan siempre para hacernos ver cómo se impone la libertad frente al destino. Y poniéndonos incluso más trascendentes, evoquemos, aunque sea muy de pasada, el existencialismo, esa corriente filosófica a la que se podría describir como el modo de ser del propio hombre, y que mantiene, como uno de sus principios más importantes, que en el ser humano la existencia precede a la esencia (Sartre), o sea, que no es la naturaleza la que determina al individuo, sino que es este quien dictamina con sus actos cómo ha de ser, tanto él como su vida. De ahí que a lo largo de los tiempos, en cualquier época o lugar, ha habido personas que estando sometidas a unas condiciones de vida poco deseables, han sabido sobreponerse a ellas dejando que su mente soñase, y que en esa onírica actividad se alcanzasen metas y logros altamente satisfactorios, que no eliminaban la dureza del cotidiano discurrir de la existencia, pero que daban un gran contento al espíritu. Sí. Seguro estoy de ello, y por eso lo manifiesto, que el hombre, cuando sueña, alcanza un cierto, o quizás estaría mejor dicho, un muy alto grado de felicidad. Y como confirmación, vean lo que cantaba aquel joven baturro: Soñé que el fuego se helaba/ soñé que la nieve ardía/ y por soñar imposibles/ soñé que tú me querías. Ramón Serrano G. Noviembre de 2014