lunes, 28 de enero de 2008

Largueza

Largueza
Ramón Serrano G.


Lo que principalmente diferencia a los escritores auténticos de los que sólo lo parecemos, no es únicamente el que ellos saben hacer su trabajo y nosotros tratamos de remedarles, sino que como tengo dicho en anterior escrito, lo que ellos afirman perdura y trasciende, mientras que lo que nosotros decimos tiene una repercusión similar a la de la piedra que el chiquillo tira en una charca, que sí, hace unas ondas, pero estas son de corta duración y escasa trascendencia. Pese a ello, hay algo que no debo ni quiero callar.
Se me llevan los diablos al pensar que cuando una persona muere arrampla con todo lo que tiene. Sí, han leído bien, he dicho que se lleva consigo todo lo que tiene, porque si deja algo, esto es lo material y como tal, lo falto de todo valor e importancia, mientras que sus riquezas y posesiones realmente válidas, las espirituales, las auténticas, se van con él a ignoto paradero. Así está hecha la vida y así hemos de tomarla, que eso, como tantas y tantas otras injusticias que se dan en la existencia de los seres humanos, es imposible de cambiar en lo más mínimo. Y yo considero que es un auténtico despilfarro que cuando se marcha uno de esos sabios que hay en la vida, ya sea en el arte, en la música, en la ciencia, en lo que ustedes quieran, se pierda irremisiblemente un bien, las más de las veces, irreemplazable.
Porque cualquier autor o maestro puede, y de hecho lo hace, dejarnos en escritos, lienzos, partituras, o de la forma que se quiera, una parte, algunas veces grande, de su saber. Siempre, y mucho más hoy con los extraordinarios medios técnicos de que disponemos, tenemos a nuestro alcance gran cantidad de la obra de cualquier talento finado, ya sea recientemente o hace un montón de tiempo. Claro, que apañados estábamos si esto no fuese así. Pero a lo que quiero referirme no es concretamente a la mayoría de su obra, que esa como sabemos se conserva, sino a la pérdida de esa chispa, de esa inspiración, de esa prodigiosa forma de actuar que tienen los genios y que lamentablemente no pueden transmitir a nadie. Pongamos, como ejemplo al pintor que ustedes quieran y a sus seguidores o pertenecientes a su escuela. Sí, vemos que han seguido (o lo han intentado) sus pasos, sus técnicas, sus formas, sus colores. Pero entre la obra del maestro y la de los discípulos hay una diferencia abismal.
Bueno, me dirán ustedes, y si esto es irremediable ¿qué es lo que este nos viene a decir con este preámbulo? Pues muy sencillo. Que nadie debe atesorar únicamente para él sus saberes. Que todos deberían (deberíamos) transmitir a los demás cuantos conocimientos tengan o tengamos de materia alguna, y cuantos mayores sean estos y de más importancia, más se deben sacar al público conocimiento. En cierta ocasión he citado a los mercaderes florentinos del renacimiento que gustaban de llevar sus libri segretti, en los que ocultaban sus amplios conocimientos comerciales, entre otras cosas, y a los que únicamente tenían acceso sus más allegados familiares. Y, aun cuando esto otro sea minimizar el ejemplo, permítanme citar la anécdota de que en Tomillares hubo un hombre que aliñaba las berenjenas maravillosamente. Y dicen que cuando murió no dejó dicho a nadie, ni a su familia, cual era el secreto, el punto exacto, de su sabroso trabajo. Y hoy los habitantes de ese pueblo, si quieren deleitarse con este encurtido, tienen que acudir a la sin par Almagro, cuando podían saborearlo, de la misma calidad, sin salir del lugar.
Cabe entonces, y así quiero hacerlo, extrapolar a todos y cada uno de nosotros esa voluntad de transmitir a los demás aquello que conocemos. No venga nadie a decirme que él es un hombre de la calle, alguien del montón y que sus escasas sapiencias son comunes y poco dignas de exponerlas. No. Los sabios y los genios muchísimo, pero todos y cada uno de nosotros lleva dentro algún saber que debe regalar a aquellos con quienes convive. Debe aleccionar el trabajador antiguo al aprendiz, el viejo al joven, el padre al hijo, el hombre al amigo o al vecino, en lo que pueda y cuanto antes, por mínimo que sea y por minúsculo o intrascendente que parezca. Y aún poniéndonos en el caso de que su ignorancia fuese supina, cualquiera puede dar una gran lección y mostrar una gran sabiduría, aunque sólo sea con un comportamiento correcto y un proceder honrado.
Y para corroborar lo predicado, voy a enseñarles algo que sé muy bien y que quiero compartir con ustedes. Los gusanos sólo se comerán los restos corporales, así que es una tontería que les ofrezcamos nuestro mucho o poco saber, puesto que lo van a despreciar. Es infinitamente mejor dejar esa sapiencia a quienes pueden aprovecharla.
Setiembre 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 24 de setiembre de 2004

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