viernes, 3 de julio de 2015

La excelsa dualidad

En la poquedad de mis escritos, uno de los grandes “divertimentos” que he tenido últimamente ha sido ir estudiando el comportamiento, las reacciones y, sobre todo, las actitudes humanas ante diversos momentos puntuales de la vida, especialmente, en muchos de los trascendentes y en otros que, no alcanzando esa categoría, pueden llegar a hacerlo dependiendo esto de la capacidad o interés del individuo. Al hacerlo, he ido viendo (decir descubrir, además de incierto, sería una fantasía) que ante estas ocasiones el ser humano, tanto hombre como mujer, se comporta de manera muy diferente y, en muchas ocasiones, no siempre igual ante lo mismo, sea esto objeto o situación. Ocurre a veces en un tono preeminente o abúlico, e igual o distinto, debido a la subjetividad del o de los sujetos, y del instante puntual en que se hallen. Para tratar de explicarlo debo repetir al lector aquella tan socorrida cita de Campoamor que nos habla de que ..todo es según el color del cristal.., ya que, a pesar de que la situación ante la que se encuentre uno sea igual, o parecida, no siempre reaccionamos de la misma manera y modo, debido a mil circunstancias puntuales cuya pormenorización escaparía a nuestras posibilidades. Pese a ello, expondré varios casos para que cada quien pueda tener completa noticia de lo que quiero decir. Veremos así cómo en el arte (aunque dentro de su extensa gama sólo hablaremos del pictórico) nada es absoluto, y lo que para unos es de una perfección total, o casi, para otros apenas si tiene mérito. Y no es que la ignorancia sea la causante de esa dicotomía, que podría ser, aunque no en el caso que nos ocupa, sino que, por fortuna, el gusto de A es diferente al de B, y cada quien tiene la facultad de apreciar y sentir lo bello o lo feo. Y al citar la belleza no resisto la tentación de recordar en este punto el concepto que Aristocles, más conocido por Platón, tenía de ella, muy diferente al que impera en nuestros días. Ahora pensamos que posee beldad una persona, una idea, un cuadro o un objeto, cuando agrada a nuestra vista, a nuestro parecer. Mas no quiero dejar de apuntar que esta idea no es nuestra, sino que ya la mantenían los sofistas. Sin embargo, para Platón, el gran filósofo griego, no era bello sólo lo que contentaba a los sentidos sino cualquier ser, cosa o idea que se aprobara o se admirase, fuera cual fuera la manera en que se hubiese manifestado. Para Platón, todo lo útil era bello, mientras que, para Sócrates, lo más bonito era la sabiduría. Recordado esto, hablaremos de que pudiéndo tener un propio criterio acerca de algo que nos parezca más o menos bello, no se debe entonces ser subjetivo y mantenerlo a ultranza en la apreciación de lo hermoso, sino admitir que pueda ser tan válida como la nuestra una opinión encontrada. El gran filósofo alemán del pasado siglo, Theodor Adorno decía: “Nada en lo referente al arte es evidente. Como tampoco lo es en el hombre, ni en su relación con la totalidad”. Y deteniéndonos a pensarlo, observaremos cómo usted, o su vecino, puede decir de carrerilla el nombre de un montón de cosas de gran belleza, pero nunca nadie, con dos dedos de frente, osará decir si La Gioconda es más bonita que La Venus del espejo, si El pensador es más venusto que El David, o si El Taj Mahal aventaja en esplendor y grandiosidad a Versalles. Sí que expresará su preferencia, pero no llegará más adelante en valoración alguna. Para abundar en la exposición, veamos otros dos casos (aunque podría poner muchísimos), en los que está clara la manifestación de esta ambivalencia a la que quiero referirme. El primero en la cocina. Está muy demostrado cómo el plato más exquisito no es valorado así por todos los paladares, muchos de ellos no acostumbrados a esas gollerías, cosa que ocurre por igual con los antiguos y pueblerinos guisos, de los que también hay adeptos y detractores. E incluso modificando las calificaciones en aras de la bondad, mayor o menor, de los alimentos, de la dificultad para conseguirlos, y mil condicionantes más que podría traer a colación. Y no digamos del trabajo, la más grande bendición para el hombre en esta vida, junto al amor, pero que no en todos los casos es apreciado por igual por quien consigue la fortuna de tenerlo. La misma labor es considerada como pesada, lucrativa, agotadora, divertida, extenuante, peligrosa, monótona, estimulante, compensadora, y así mil calificativos más, lo que da fe de que también la calificación de este, como la de los anteriores ejemplos, depende no ya de su eseidad intrínseca sino de la valoración subjetiva de quien la ejerce. Lo que X no haría ni por todo el oro del mundo, Z lo lleva a cabo con la mayor naturalidad y agrado. Entonces, confirmada la existencia de que el ser humano puede ejercer libremente y a su antojo el juicio y valoración sobre lo que tiene ante sí, no nos cabe sino la tarea de felicitarnos por esa posibilidad de elección, por esa libertad que tenemos, una vez más, de concedernos a nosotros mismos la complacencia de poder escoger y expresar, no lo olvidemos, nuestros gustos, porque eso es, no lo olvidemos jamás muy, muy valioso. Pienso entonces que, habiendo quedada demostrada la existencia de una dualidad en la posibilidad de comportamiento que tiene el ser humano, esta la elevaremos a excelsa, teniendo además muy presente que si eso se da en todos los casos expuestos, y en otros muchos más que hemos silenciado, esa dualidad se sublima ante el amor. Ramón Serrano G. Julio de 2015