jueves, 30 de julio de 2009

Formas de hablar

Formas de hablar
Ramón Serrano G.

Jugando al bonito juego de imaginar situaciones y comportamientos anómalos o irrealizables, el otro día pensé en qué le ocurriría a un ciudadano del siglo XV, o incluso del XVIII si lo prefieren, si su sueño no fuese eterno, sino tan sólo largamente transitorio, y despertara en la actualidad. Creo que el pobre se asombraría tanto que no sabría ni salir de su casa. Son tantas y tantas las variaciones que encontraría, que, sin duda, le parecería hallarse en otro planeta, aunque al despertar estuviera en la misma ciudad en la que se durmió. Ha evolucionado absolutamente todo. Todo, y no exclusivamente aquello que se ha visto obligado a hacerlo por el descubrimiento de nuevos métodos o técnicas como el transporte, la comunicación, la sanidad, etc. Han cambiado también, y sustancialmente, usos, costumbres sociales, alimentación, vestido y cómo no, el lenguaje. Y a esta, a la mutación del idioma, es a la que quiero referirme.
Las palabras, bien que lo sabemos, son auténticos seres vivos. Siempre lo fueron y siempre lo serán. No pertenecen al reino animal, vegetal o mineral, pero tienen una vida propia e intensa, y gracias a ello se van desarrollando paulatinamente con el paso del tiempo. O sea que la mayoría de los vocablos, acaban siendo en su mayoría de edad de una forma muy distinta a la que mostraban en su nacimiento. O sea, que les ocurre lo mismo que a los seres vivos.
Sería prolijo, y bastante atrevido por mi parte, tratar de describir, aun cuando fuese someramente, las razones que motivan esas variaciones. Digamos tan sólo que el cambio viene produciéndose en un cierto plazo de tiempo, y que viene a darse como el resultado de mutaciones, alguna recombinación, la natural selección e incluso una derivación genética. De cualquier modo, acuda quien desee profundizar en el tema a las doctas doctrinas que sobre el tema existen. Bástenos con afirmar aquí, que como queda dicho son de diversos tipos, y que la mayoría de los cuales, una vez estudiados detenidamente, nos llevan a comprender la causa. Sin embargo, permítaseme un ejemplo aclaratorio. La palabra cielo proviene del griego koilon, que significa hueco, y de ahí pasa al latín como caelum, hueco de gigantesca magnitud, apareciendo por primera vez como cielo en “El Cantar del Mío Cid” hacia el año 1140.
Este cambio, como otros muchos, se produce de un modo digamos natural. Pero hay otros que están determinados por unas fuerzas, unas alteraciones, de evolución no ortodoxa. Algo así como unos escirros, ateromas o tuberosidades, benignos o malignos, o dicho de distinta manera de formación no natural o atípica. Y como sería completamente imposible hacer una relación, ni siquiera pequeña de algún caso de cambio notorio en la forma de hablar, citaré algún ejemplo.
Veamos. A finales del siglo XIX los presos argentinos, para que los carceleros no les entendiesen crean el lunfardo, una germanía, una especie de jerga que pasa pronto a los prostíbulos, y que, con el paso del tiempo, es utilizado en numerosas letras de tangos, e incluso se extiende a Chile o a Paraguay. En lunfardo las antenas son las orejas, mango es el dinero, y a los gallegos se le decía yoyega, y luego, por metonimia, se traslada este nombre a todo aquello que sea español.
En esta Mancha nuestra, y a mediados del pasado siglo, se extiende entre los dueños y dependientes de comercio la costumbre de expresarse invirtiendo las sílabas de las palabras para hablar entre ellos sin que los clientes se enterasen de lo que decían. Así nobue era bueno, cochi era chico, lecocha chaleco y tozapa zapato, y de esta trastocada, pero ingeniosa, forma mantenían conversaciones enteras. Cabe añadir que, curiosamente, esta vez somos nosotros los que exportamos, y hacia 1980 la juventud francesa se apropia de este hábito y crean el verlán, argot en clave que utilizan bastante en aquél país. Así, y en esa jerga, hablan de meuf por femme/mujer, de chebou por bouche/la boca, o de ouf por fou/chalado.
Sin embargo, y también por Tomillares y sus aledaños, se utilizaban frases que incluían vocablos con un significado totalmente distinto al real. Los que tengan mi edad, y aún algunos más jóvenes, han oído mil veces aquello de: Se agarró a hablar, en lugar de comenzó a hablar. Algo todavía más raro: Has estado comiendo y te has llenado la camisa, debiendo haber dicho te has manchado la camisa. Le metió un tortazo, en vez de le propinó. O eso de: No te siento, así que habla más fuerte, empleando sentir en vez de oír. Esto último es correcto hasta cierto punto, estando la “anomalía” en que sólo se emplea el verbo sentir para el oído, pero nunca para el tacto o el olfato, por ejemplo Debo decir con relación a los tres anteriores, que por más que he indagado, nunca supe de dónde nacieron estas rarezas en el cambio de algunos modismos.
Y finalmente apuntaré el que me parece un auténtico cáncer terminal del lenguaje. Hace años, y debido al analfabetismo existente, era común escuchar tamién por también, toavía en lugar de todavía, y una ingestión perenne de la d en los participios. Ya saben: acostao, comío, etc. Hoy, afortunadamente, esto ya se da menos, o apenas si se da, pero un gran mal, con aviesas intenciones, acecha peligrosamente a la pureza y corrección de los idiomas. Me estoy refiriendo en concreto al destrozo que se está llevando a cabo con la desastrosa redacción de los mensajes que se envían a través de los teléfonos móviles. Una debacle.
Pero esto es una amenaza tan maligna y de tal magnitud, que merece la pena un escrito aparte y en exclusiva. Ya hablaremos de ello otro día.
Julio 2009

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 31 de julio de 2009