jueves, 18 de diciembre de 2008

La riqueza

La riqueza
Ramón Serrano G.

Y digo yo: ¿quién es más pobre: aquél que nada tiene, o aquél otro, que habiendo algo, ya sea esto poco o mucho en cuanto a la cantidad o la calidad, siempre se haya atormentado al parecerle que ese algo es insignificante o escasamente valioso, no porque en sí lo sea, sino por no saber dar aprecio a su posesión? Por otra parte, y apoyándonos en ello: ¿es que hay persona alguna que nada tenga? Pero vayamos a esto y veamos luego lo primero.
Es archisabido lo de la eterna y desigual distribución de la riqueza, sea esta del tipo que fuere, y también lo es, aquello otro de la aceptación o la disconformidad con lo poseído, que lleva al ánimo del hombre a un estado apacible o desasosegado. Que hay quien vive corrompido por la avaricia, o al menos por el ansia, y quien lo hace con un acomodamiento sobre su hacienda (ya sea esta material física o psíquica) más o menos sincero y, por lo tanto, más o menos plausible. Y quien lo hace con una enorme y absurda ignorancia sobre sus caudales.
Es a estas personas a las que quiero referirme. A quienes viven su vida casi rutinariamente, con un conformismo absurdo, creyendo carecer de mucho, o de poseer muy poco, y que si algo hay en su tenencia, esto es de escasa o nula monta. Fijémonos y veremos que es cierto que así ocurre y que así ha ocurrido siempre, porque muchos han sido y son poseedores de algo, aunque sea parvo, y no supieron, y no saben, valorar bien su alodio. Veamos algunas anécdotas para corroborar lo dicho.
Hacia la mitad del siglo XX era muy común ver aparecer por los pueblos a grupos de gitanos que los recorrían calle por calle, casa por casa, comprando muebles viejos y otros apechusques. Les interesaba todo aquello que pareciese inservible, y que, por desusado, fuese ya sólo un nido de suciedad. Las gentes, hartas de tener tanto trasto y tanto estorbo, les daban por “tres y ná” enseres que fueron de su familia y llevaban años arredrados en las cámaras. Y las más de las veces se deshacían así de antiguallas rancias, pero en ocasiones, estaban malvendiendo ranzales, percheros o jofainas, que eran joyas.
Curiosa era, por otra parte, la actividad que desarrollaban algunas “bondadosas almas”, también por esos años y por el este de Ciudad Real y el sur de Cuenca. Al menos por esos sitios los vi actuar en varias ocasiones, aunque imagino que sería mucho más extenso su campo de operaciones. Solían ir en parejas, aseados, no mal vestidos, y callejeando puerta por puerta, se presentaban como amigos de las “Misiones” a veces y, a veces incluso, como legados episcopales. No pedían dinero. No. Lo que solicitaban eran sellos. Tan sólo sellos. –Mire buena mujer, decían con voz meliflua. Usted, a lo mejor, conserva las cartas que su novio (o su marido, o su hermano), le enviaba cuando estuvo haciendo la mili en Cartagena, o en Ifni, o aún en Cuba, que algunos casos hubo. Si quisiera darnos los sellos de esas cartas, con su venta se quitaría el hambre a muchos niños de África- Y las pobres aldeanas, creyendo que ayudaban con ello a resolver un poco la indigencia de otros mundos, rebuscaban en cómodas y arcones hasta dar con un fajo de papeles desvaídos. Casi con fervor se lo entregaban a los “apóstoles” de la caridad, los cuales, con mimo, iban separando las estampillas de los sobres. –Gracias buena mujer. Los negritos podrán comer y Dios se lo premiará.- Luego ni misiones ni gaitas. Se iban a las filatelias de Madrid o Barcelona, vendían los sellos y se quedaban con sus buenos cuartos. Puedo asegurarle, querido lector, porque me consta, que muchas, muchísimas veces los timadores obtenían para sí pingües beneficios con aquellos saqueos filatélicos.
Aunque este sea de otro estilo, un último ejemplo de la ignorancia del valor de lo poseído. Hoy, casi todos conocemos, los maravillosos monumentos, paisajes y lugares de los que podemos disfrutar en nuestra incomparable España. Por citar algunos, y sin que ello indique menosprecio para los demás, nombraré la Giralda, la pulchra leonina, la playa de la Concha, la Alambra, los picos de Europa, Doñana, Altamira, o el Teide. Pero hay otra cantidad inmensa de sitios de una belleza, si no tan espectacular, sí realmente extraordinaria, y que sin embargo, no son conocidos por el gran público. Al igual que antes citaré, por ejemplo, La Alberca, la garganta divina del Cares, Ochagavía, Moreruela, Añisclo, Albarracín, o Cudillero, como podría hacerlo igualmente con los restantes 47.812 villas y parajes que, con esa exactitud, hay en nuestra patria, y que sin tener aparentemente la grandiosidad de los primeros, son de una belleza y un encanto singulares. Y sin embargo muchos, la mayoría, nos morimos sin verlos y, ni tan siquiera, sin haberlos oído nombrar.
Pues igual viene a ocurrir con los haberes humanos. Hay personas que están dotadas cuantiosamente de muchos valores, mientras que otros tan sólo tenemos algunos destellos de virtud o gracia. Conocemos la enorme valía de Cervantes, Rembrandt, Fleming o Teresa de Calcuta. Pero nos morimos sin darnos cuenta, y por tanto sin valorar, el altruismo de Gaudencio, nuestro vecino del 2º-B. O la exquisita educación de Balderico, nuestro compañero de trabajo. O el fino humor de Serapio, el vendedor de la ONCE. O el inmenso sentido de la amistad de Abudemio, nuestro compañero del “cole”. O la gran laboriosidad del tendero de la esquina, o la impecable limpieza de este, el perenne bien hablar acerca todo el mundo de aquél, el “pellizco” que tiene ese de allí para entonar una soleá, o la ponderación y mesura de esotro. A todas esas “menudencias” no le damos apenas la debida importancia. Nos parecen la purria que ha sobrado tras haber elegido lo mejor. Algo que sí, que está bien, pero que da casi lo mismo tenerlo que carecer de ello.
Y no es así. Esos “pequeños” y desapercibidos valores son algo maravilloso. Tanto, que gracias a ellos la sociedad puede mantenerse con un poco de dignidad. Son las defensas que nos libran de que nuestra vida no se desarrolle en un auténtico estercolero y que cada mañana podamos recibir alguna bocanada de aire puro y gratificante que oxigene nuestra mente. El tónico que precisa nuestro corazón. El analéptico que necesitamos para mantener con fuerzas nuestra alma.
Si somos conscientes de que esto es completamente cierto, y creo con sinceridad que lo es, veremos como, contestando a la segunda pregunta que hacía al inicio, no existe nadie que nada haya en su haber. Todos, unos más, otros menos, poseen algo de valor en sí mismos. Un haber que tal vez sea pequeño, tal vez ínfimo, o si se quiere común y corriente, pero puede que no sea de ese modo y esté poco, nada, o mal valorado. Deberíamos entonces, y mucho ganaríamos con ello, el ir acostumbrándonos a descubrir y justipreciar esos tesauros, auténticos y formidables, que muchos seres poseen, y que los tenemos ahí mismo, a nuestra vera, y para nuestro beneficio. ¡Qué pena que haya tanta riqueza subestimada!

Diciembre 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 19 de diciembre de 2008

viernes, 5 de diciembre de 2008

El grano de arena

El grano de arena

Parece mentira, pero hay que ver cómo, a la mayoría de los humanos, nos incordia y afecta para mal a nuestro ánimo, que cualquier cosa, por nimia o intranscendente que sea, altere en poco o en mucho nuestros deseos, gustos o intenciones. Es como la incomodidad que sentimos cuando un grano de arena se nos mete en un ojo.
Sucede por ejemplo, y todos lo sabemos porque todos lo hemos o lo estamos pasando, cuando suena el despertador anunciando que es la hora de levantarse para ir al tajo y tenerse que enfrentar con el frío o el calor, soportar la mala uva del jefe o aguantar un extenso o incómodo horario laboral. Menudo geniecillo se le/nos pone a más de uno. En realidad ocurre que con cualquier cosa que interfiera aunque sea en lo más mínimo nuestra personalísima forma de pensar, empezamos a jurar en arameo. ¡Qué más da lo que sea! El caso es que no estamos a gusto con nada que se diferencie en algo de nuestra apetencia. Algo que no permita que las cosas se desarrollen según nosotros las teníamos planeadas.
Es como una especie de pathos que ataca y consigue alterar de un modo intenso a nuestro estado de ánimo y, lo que es peor, a nuestro comportamiento. Y, reconociendo que hay seres de diversas clases: comprensivos e intransigentes, sosegados y nerviosos, tranquilos e impacientes, vemos a diario, cómo un gran número de personas reaccionan con desasosiego ante situaciones, si no normales, sí muy corrientes, y que podríamos considerar muy acertadamente como livianas. A este respecto, vendría muy bien recordar lo que Stephen Covey, catedrático universitario norteamericano, habla del “Principio 10/90”, en el cual viene a decir, más o menos, lo siguiente:
-Deberíamos pensar en que sólo un 10% de la vida está relacionado con lo que nos pasa, mientras que el 90% restante lo está con la forma que nosotros reaccionamos ante ello. O sea, que no tenemos control, únicamente, ante un 10 % de lo que nos sucede. Así, no podemos evitar que el coche se averíe, que haya un atasco o que el avión llegue con una hora de retraso. Pero sí que podemos reaccionar convenientemente ante ello.
Y cuenta luego, que una mañana, cuando desayunaban unos padres con su hijita, ésta tira involuntariamente una taza de café, manchando la camisa del hombre. Éste, de inmediato, maldice, grita, regaña a la niña, que rompe a llorar asustada, critica a su esposa por no saber colocar la vajilla y tras un rato de vituperios, imprecaciones y palabros, va a cambiarse la camisa para acudir al trabajo en condiciones. Cuando regresa, ve a su hija llorando aún porque, con el berrinche, ha perdido el autobús, lo cual le obliga a él a llevarla en el coche hasta el colegio. Como ya va con retraso, conduce demasiado deprisa, lo que hace que le denuncien por exceso de velocidad. Al llegar la chiquilla se baja del coche y, enfadada, se marcha sin ni siquiera decirle adiós. Con todo este lío llega tarde al trabajo y observa además que ha olvidado el portafolios. Todo le sale fatal. Luego, por la noche, se da cuenta de que tuvo un mal día. Pero quién lo causó: ¿la niña que derramó el café?, ¿el policía que le multó? No. Él fue el único culpable de lo sucedido al perder el control sobre sí mismo y tener un comportamiento inapropiado, ya que de haber reaccionado de una manera afable, todo hubiese quedado en una simple anécdota sin importancia. Continúa el profesor con otros ejemplos, también muy interesantes, sobre el poco raciocinio que solemos tener en el desarrollo diario de nuestras conductas. Pero bástenos a nosotros con el caso expuesto.
Reconozcamos que es incontable, como al principio apuntaba, el número de veces que respondemos de un modo estúpido ante una situación completamente normal, nada considerable y mucho menos trascendente, siendo la única razón de nuestros inapropiados cabreos y desafueros, que algo ha torcido un tanto nuestros proyectos. Y lo hacemos, porque no tenemos en cuenta algunos principios básicos para el buen comportamiento de una persona.
En primer lugar, y ante todo, que se debe cuidar siempre, y muy mucho, dichos y comportamientos ya que quien pierde los modales pierde la razón. Esto es importantísimo. Y luego, que hay algo llamado equilibrio, que debe imperar en el correcto desarrollo de la vida. Aquello de que no se deben matar moscas a cañonazos. Porque vamos a ver: ¿merece la pena que porque una “listillo” quiera salir antes en un semáforo, porque una pebetera paloma haya deslustrado con sus heces nuestro atuendo, porque se haya escachifollado la “tele” justo cuando iban a dar nuestro programa favorito, porque el domingo, al ir a preparar ese sorbete de limón que nos sale tan rico, nos demos cuenta que se nos ha terminado la albahaca, merece la pena, digo, que por cualquiera de esas cosas u otras parecidas, todas ellas de nula enjundia en el fondo, agarremos un enfado descomunal que nos llene de bilis todo el día?.
Vamos entones a enfocar los problemas en su justa medida. Démosle importancia a lo que realmente la tiene, o al menos en lo que nosotros podamos influir para su correcto funcionamiento. Nos irá mucho mejor si para lo otro, para lo fútil o poco sustancial, somos consecuentes y no hacemos una montaña de un simple grano de arena.

Diciembre 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 5 de diciembre de 2008

jueves, 20 de noviembre de 2008

¡Qué fácil es decirlo...

¡Qué fácil es decirlo…
Ramón Serrano G.

“Les moments de crise produisent un redoublement de vie chez les hommes”.-
Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe.

-¡Qué fácil es decirlo!, me contestó interrumpiéndome. Pero si a ti te hubiese ocurrido lo que a mí me ha pasado tantas y tantas veces, ya veríamos cuál era ahora tu comportamiento.
- No sé exactamente lo que ha sucedido, le contesté pausadamente, ni me importa. Lo que sí creo con sinceridad, es que vuestra situación actual es tan dolorosa como inexplicable.
- Pues mira te voy a contar toda la historia, para que sepas lo que nos ha llevado a este desencuentro y el porqué de mi actitud. Para que veas que toda persona tiene un límite y que pese a estar siempre dispuesto a consentir y tolerar lo inimaginable, llega un momento en el que dices: se acabó, y cortas para siempre. Como sabes bien, mi padre, a su muerte, nos dejó a mi hermano y a mí sus propiedades debidamente separadas, pero en pro indiviso un cercado grande que solíamos utilizar para almacenar las cosas propias de la agricultura. Todo el embrollo empezó un mal día, cuando…..,
Y me fue detallando minuciosamente un sinfín de acciones y maniobras de uno y otro, aparentemente significativas, pero que en realidad, y aunque pareciese lo contrario, eran intrascendentes, triviales, aunque eso sí, nada insólitas. Comunes y sufridas reiterativamente, tanto por ellos, como por cada hijo de vecino en otros muchos lugares y en todos los tiempos. Habló luego de litigios, polémicas, controversias y disputas. Y de idas y venidas, y de intentos (los más de estos, más aparentes que reales) de evitar un distanciamiento tan lacerante como vergoñoso para ambos. En suma, una historia con visos de tragedia, y esencialmente disparatada.
-Creo que no tienes en cuenta dos cosas, intervine. La primera es que, aun sin dudar de tu palabra, para resolver los problemas hay que enfocarlos desde dos prismas al menos. Recuerda que el juez escucha siempre a ambas partes litigantes. Y yo, aun creyéndote normalmente veraz, sé que el apasionamiento, la subjetividad, y aún el propio interés suelen servir de teamide a la objetividad. Por otra parte, sólo quiero que recuerdes que junto a la justicia, ha existido siempre la munificencia, y que esta, habla mucho de la valía de quien la posee.
-Pero es que no consiste en eso, me cortó. Está bien eso de ser generoso, pero es que, no ya en varias, sino en muchas ocasiones, él ha abusado de mi benevolencia y ha tratado de engañarme. A más, me ha llevado a juicio aportando pruebas falsas. Y cuando es tu propio hermano quien te hace la faena, esta duele mucho más. Te juro, y puedo demostrarlo, que he tenido siempre gran interés en arreglarlo, pero veo en la otra parte más encono cada día. Y yo perdono, pero no olvido. Ya está bien de hacer el tonto ¿no te parece? Te repito que es muy fácil decirlo cuando el problema está en el tejado ajeno, pero cuando te toca a ti pasar el trago, no te hallas muy dispuesto a seguir bebiendo de ese cáliz
Noté que aunque quisiese aparentar lo contrario, estaba empezando a alterarse. Por y pese a ello, le reconvine de nuevo:
-Piénsalo detenidamente. Está escrito, y tú sabes muy bien dónde, que hay que perdonar no siete veces, sino setenta veces siete. Casi todos, y más los que ya tenemos cierta edad, hemos pasado por escollos y atolladeros. Recuerda también que alguien dijo aquello de bienvenidos los tiempos difíciles, porque ellos sirven para la depuración de los cobardes, y en este caso se dan ambas premisas: la situación es enrevesada, pero tú eres alguien con gran valía y con muchas agallas.
-Mira, continué, yo sólo soy alguien con bastantes años, que ha visto muchos altercados similares a este, pero además soy un buen amigo que te quiere ayudar de cualquier modo y manera. Y te digo que da lo mismo que el rifirrafe sea entre dos hermanos, un padre y un hijo o cualquier otra relación humana. La perístasis tiene muy poca enjundia. Tan escasa que no debe ser nunca motivo para provocar un distanciamiento entre personas que se tienen, o lamentablemente he de decir que se tuvieron, un gran cariño.
-¿Merece la pena –seguí- que por el disfrute o la posesión de un pedazo de tierra, o de cualquier otra cosa similar, se renuncie a la convivencia, al trato y al cariño de unas personas? Yo pienso que no y mucho menos si estas son familiares, amigas e incluso allegadas. Lo material no tiene verdadero valor, me estoy refiriendo al espiritual claro está, y desde luego nunca el suficiente para privarnos de algo verdaderamente preciado.
-Y quiero aclararte algo, le dije luego. Primero, que quien dice eso de yo perdono pero no olvido, está expresando únicamente media verdad, porque sí es cierto que no olvida, pero no lo es que haya perdonado. Por otra parte, aunque a veces el propio interés pretende justificar voluntaria o inconcientemente el comportamiento de una persona, o dicho más a las claras, pese a que en un litigio ambas partes estiman estar poseídas y apoyadas por la razón, es natural que esto no sea así, en todo o en algo. Y aquí vienen dos posturas. O la recalcitrante de mantenerse cada uno en sus trece y no retroceder ni un palmo, o la munífica y galana de reconocer uno su propio error, y aún otra con más valía si cabe: sabiéndose poseedor legítimo por el derecho y acertado en el procedimiento, renunciar a lo suyo y mantener la relación habida antaño.
-Para esto último, terminé, hay que tener un corazón enorme y una inmensa alteza de miras. Y me consta que tú las tienes, tanto la víscera como el estilo. Mayores que la catedral de San Pedro. Pero también sé, y es lo triste, que todo esto que te estoy expresando, es mucho más fácil decirlo que hacerlo.

Noviembre 2008

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de noviembre de 2008

jueves, 6 de noviembre de 2008

Las reglas del juego

Las reglas del juego
Ramón Serrano G.
“…appetitus obedientes effícere rationi.” Cicerón. “De amicitia”.

Reconozcámoslo. Los seres humanos somos unos disconformes y, por qué no decirlo, poseedores en nuestro fuero interno de algunas, o de muchas, ideas dictatoriales. Casi nunca estamos satisfechos con nuestra situación. Ni con lo que poseemos, ni con la edad que tenemos, ni casi con nada. Así, y fijándonos en la edad por ejemplo, vemos siempre con envidia a aquellos que están en una época de su vida diferente a la nuestra. El bebé, que apenas gatea, ya quisiera correr. Cuando llega a niño admira al púber, quien a su vez lo hace hacia el joven, el cual desearía ya ser hombre, aunque al lograrlo no se conforma y ansía alcanzar la completa madurez, llegada a la cual empieza a perder facultades, por lo que se halla un tanto sumancio y aflicto, puesto que empieza a atisbar con claridad las desconveniencias de la vejez. Y de esta ya, ni hablamos.
Pero es que nos ocurre igual en cuanto a las obligaciones y usos que hemos de desarrollar en cada época de nuestra vida. Empecemos por el principio. ¿Habrá mayor tiranía que la de un niño? Protesta por tenerse que acostar o porque ha de levantarse; por la ropa, por la comida y por todo aquello que imaginarse pueda. Y no hablemos de ir al colegio. Obligarles a hacerlo, es cometer con ellos un delito de lesa majestad. Tan de ese modo es así, que cuentan que hace muchos años, en un pequeño pueblo, dos chavales oyeron una mañana de invierno gruñir desesperadamente a un cerdo. -¿Por qué gruñirá así ese gorrino?, preguntó uno de ellos. –Es que lo están matando, contestó el otro. A lo que respondió el primero: - ¿Pues cómo se pondría si tuviese que ir a la escuela?
Es archisabido que el deseo de imposición del propio criterio está muy desarrollado en la niñez Puede servir también como ejemplo lo que nos pasaba a nosotros con Rigoberto. A los de mi edad nos tocó vivir una infancia dura y llena de carencias de todo tipo. Comíamos poco y mal, vestíamos mal y con poco, y sobre todo no teníamos casi nada con qué jugar. Nos divertíamos con unos coches que eran cajas de cartón tirados por una cuerda, con chapas de botellas o con huesos de albaricoques. Esto, que parece algo trivial, tenía su importancia ya que todos queríamos ser amigos del citado Rigoberto. ¿Y por qué? Pues sencilla y llanamente porque él tenía un balón de cuero auténtico. Sí, lo he dicho bien. Un balón auténtico, marrón brillante, precioso, irreal. Así que andábamos locos la tarde que se le antojaba que jugásemos un partido. Aquello era el edén, Pero también tenía su miajita de infierno. El gol no había sido gol legal, había sido penalti, o no, y se tocaba el pitido final, cuando lo decía Rigobertito. ¿Y es que él se sabía el reglamento futbolero y los demás no? No, qué va. Lo que ocurría es que él era el dueño del balón y él ponía las reglas de juego. Se hacía de esa forma, y si no, se acabó el partido y cada uno a su casa.
Lo peor de todo, es que aquellas actitudes déspotas y arbitrarias no acaban en la pubertad, sino que se siguen manteniendo en muchas personas aun cuando estas hayan llegado ya, o parezca que lo hayan hecho, a la edad de la madurez, o de la razón, porque pensamos que cuando se es mayor se tiene sentido para muchas cosas. Y lamentablemente estamos viendo constantemente que no es siempre así, y que todo va en función de la forma de ser de cada individuo, y muchas veces, demasiadas, en virtud de la magnitud de la vara de poder que se tenga en las manos.
Que, desgraciadamente, es muy común que quien manda, quien es el dueño del balón, quiere imponer su criterio sea este justo, o no, y que no se para un instante a meditar si su obrar es el correcto, y mucho menos, si a él le agradaría que le tratasen del mismo modo que él se comporta con los demás. Pensemos en tantos y tantos… Iba a dar una extensa relación de sustantivos, pero ¿para qué? Pensemos, digo, en que fueron, y son, legión, quienes en vez de actuar de una forma correcta y adecuada ( y de estos ha habido, y hay, bastantes), se han, o se están, aprovechando de su “poder” para dirigir los asuntos de la manera que les ha venido en gana. Usted, o usted, o aquel señor que va caminando por aquella calle, podrían poner un millón de ejemplos, padecidos por ellos mismos o sucedidos a otros, que corroborarían que lo que expongo es cierto.
Sinceramente creo que nos vendría muy bien a todos, tanto que deberíamos hacerlo a diario o al menos muy a menudo, el mirar más a nuestros adentros para comprobar si, en el juego de la vida que nos está tocando vivir, no estamos queriendo imponer en demasiadas ocasiones nuestras propias “reglas del juego” porque el balón es nuestro. Y en vez de querer imponerlas, tendríamos que recordar lo que nos dice Cicerón: “..hay que someter los deseos a la razón”.
Noviembre 2008

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 7 de noviembre de 2008

jueves, 30 de octubre de 2008

El retorno

Eunostos
Ramón Serrano G.

En épocas antañonas, las gentes solían morir siempre donde nacían. Apegados a su tierra, viviendo en ella y de ella, mal que bien las más de las veces, y con pocas posibilidades de dejarla en aras de unas mejoras, a veces imprescindibles y siempre difíciles de conseguir. Pero desde la noche de los tiempos la vida del hombre ha ido sufriendo incontables modificaciones de todo tipo. Unas para bien, otras para lo contrario, y todas ellas motivadas por un sinfín de razones, que sería prolijo e innecesario explicarlas aquí ahora.
A uno de esos cambios aludidos es al que hoy quiero referirme. Precisamente a la diáspora de tantos grupos étnicos que a lo largo de los años ha habido desde el agro a la urbe, de una región a otra, o de esta nación a aquella. Citaremos, tan sólo de pasada, que el desarrollo industrial, la mecanización del campo y los escasos salarios fueron los principales motivadores del aumento de las ciudades y el empequeñecimiento y, a veces, hasta la desaparición de los pueblos. Muchos, muchísimos, han sido los hombres y mujeres que han dejado su lugar, creo que algunos con agrado, algunos con dolor y resignación, otros movidos quizás por la codicia, pero los más, abrumados por la necesidad,.
Pero no es a los motivos del éxodo a los que dedico mi atención, sino a la huella que ello pudo dejar en el alma de los que tuvieron que hacer la maleta y buscar nuevos horizontes. Es seguro, como antes dije, que a la mayoría les tuvo que costar mucho, a veces sangre, porque era lanzarse a lo ignoto, o al menos a lo distinto, abandonando por completo lo hasta entonces habitual. Admitir lo que saliera, siempre, eso sí, con la mayor dignidad. Tragar carros y carretas a veces, con tal de sacar adelante la vida y la familia. Y por las noches, rendidos en una cama que no reconocían como suya, metidos entre unas sábanas que no tenían como propias, oliendo unos aires a los que no estaban acostumbrados, digiriendo alimentos que su paladar encontraba muy distintos a los saboreados cuando niños, se fueron creando una personalidad diferente a la que hubiesen poseído de no haber tenido que emigrar de su patria, ya fuese esta la grande o la chica.
Cabe observar, y es a lo que voy, que entre los emigrantes, hay quien se va del pueblo y retorna a veces, ya sea en una vacación, en fecha determinada, o cuando puede. Aquello de:”..Mi aldea/cuanto el alma se recrea al volverte a contemplar”, que cantaba Juan en “Los Gavilanes”. Para un poco, o definitivamente, pero regresan. Son aquellos que tienen muy profundas las raíces que les unen con el lugar en el que les cortaron el cordón umbilical, y mantienen ahorrados, en una hucha dentro de su alma, los recuerdos del tiempo antañón en el que vivieron apegados a su tierra, y se esfuerzan por mantenerlos.
Son los que con su alma siguen recorriendo las mismas calles y plazas de su niñez o juventud, aunque su nombre no figure ya en el padrón municipal. Pese a esto, se siguen acordando de contino de su lugar de origen y, aunque estén agradablemente asentados en su nueva residencia, tienen constante contacto con aquél. Hablan cuando pueden con los que como ellos están lejos. Leen o escuchan todo cuanto referente a su tierra llega a su poder. Tienen en su nuevo hogar cantidad de fotografías u objetos que les hacen recordar lo que nunca han olvidado. Son los más, y los más no pueden estar equivocados. Hay un proverbio que dice que si cien hombres cruzan el río por el puente y uno lo hace vadeándolo, posiblemente sea este el desatinado.
Pero debemos pensar en que hay también quienes no vuelven nunca, unos porque no pueden y otros porque no quieren. De la actitud de aquellos no cabe hablar ya que alguna imposibilidad no les deja libertad de acción. De estos, los hay de distintas clases. Algunos sienten despego hacia su pueblo pues no han hallado en él el abastecimiento necesario de sus apetencias y al abandonarlo, no lo olvidan porque les es imposible, pero prefieren no traerlo a la memoria. Otros han encontrado en su nuevo aposento beneficios que no tenían en el anterior, se acomodan en ellos y se aferran al dicho de que no es el hombre de donde nace sino de donde pace. Cabe decir que son los menos y pocos, pero como existen, había que citarlos.
Por otra parte, los que nos hemos quedado aquí, los echamos de menos a todos. Sí, a todos. A esos que siendo querendones vuelven con frecuencia; a quienes lo hacen esporádicamente y a los que no encuentran, o prefieren no encontrar, el camino de retorno. A nosotros nos da igual, fuerza nos es. Y si con verdadera satisfacción recibimos a los asiduos que a los ocasionales, también lo haríamos con los olvidadizos, si algún día recuperasen la memoria de sus ancestros. Todos serán siempre bienvenidos para la mayoría de los que nos mantuvimos en el lugar. Por eso, veríamos con mucho agrado que a la entrada del pueblo hubiese un gran cartel que les dijese: “EUNOSTOS”, que en griego, ya se sabe, significa: FELIZ REGRESO.

Octubre de 2008

jueves, 16 de octubre de 2008

Cuando...?

Cuándo…?
Ramón Serrano G.
“Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando….” Juan Ramón Jiménez.

-¿Cuándo vas a venir, calaca? Sí, ya sé que me podría haber ahorrado la pregunta puesto que no vas a contestarla, pues todos sabemos que tu inexorable visita es siempre ignorada por quien la recibe, aunque Zweig no piense igual. Nunca se lo dijiste a nadie y no creo que vayas a hacer conmigo una excepción. Te lo pregunto simplemente porque hoy he pensado en ti (en realidad lo hago muchas veces) y me ha apetecido hablar contigo, porque aun cuando parezca raro, te tengo como amiga y porque, además, intuyo que tu segura llegada pueda estar propincua. Desde luego, quiero aclararte que no lo hago porque tema esa venida tuya, ni porque me inquiete lo más mínimo que ello ocurra. No. No dudes que cuando me llegues serás bien recibida. O, al menos eso creo. O, al menos, eso espero.
-Ves, si te dijera que no me importa la manera que puedas tener de presentarte, te mentiría. Es natural que aunque sea inútil la elección, puesto que luego te aparecerás de la forma que te venga en gana, te exprese ahora mi deseo, o mi ruego, de que al menos me des tu abrazo con la mayor brevedad posible y, sobre todo, con ausencia de sufrimiento. Que en eso sí te temo, porque cuando estás de malas, se las haces pasar muy canutas al sujeto de turno. Pero no sé por qué te digo esto, si tú, con tu arbitrariedad, a la postre obrarás como se te antoje. Aunque, a fuer de sincero, también pienso que siempre actúas igual y que somos nosotros, los mortales, los que no sabemos comportarnos ante el desarrollo de tu tétrico trabajo.
-Y aún te digo más. Puede que hasta tenga ganas de que te me aparezcas, pues siento una gran curiosidad por conocerte (una expectación que tiene cierto toque felino, pues sabido es que la curiosidad mató al gato). Porque sabrás que cada uno de aquellos a los que todavía no nos has visitado tenemos una imagen muy distinta de ti. Los más, te magnifican peyorativamente. Será por tu descarnada figura, tu condición mefítica, tu obsesión arrambladora y casi siempre inoportuna, o por muchas otras razones. Pero la verdad, es que no eres bien vista por mis congéneres.
-Pero no es ese mi caso. Esa, digamos, expectación mía, no es sino el corolario de lo que sobre ti he leído, y que ha sido mucho, desde Platón a Heidegger. Por ello, ya te conozco algo, no creas. Sé que eres extraña, imprevisible, un tanto caprichosa, de multiforme aparición y tan vieja como tu principal enemiga, la vida, a la que vas venciendo en muchas facetas, aunque espero y deseo que no consigas nunca lograrlo del todo. Igualmente sé muy bien que eres temida en muchos casos, aunque ignoro si en realidad hay razón alguna para ello. Porque pienso sin embargo, y sinceramente, que no tienes maldad en el fondo. Que desarrollas tu trabajo por obligación, pero sin ningún placer. Y pienso además que, con tu arribo, uno llega a morir,…dormir…. Dormir,…y tal vez soñar. Finalmente quiero resaltar que muchos opinan que tienes unos gustos refinados, pues siempre procuras llevarte primero a los mejores.
-Quizás te extrañe esta forma mía de pensar sobre ti, e incluso puede que te preguntes qué motivos me llevan a hablarte de este modo. No creas, tampoco, que lo hago porque esté harto de vivir. No. Mi existencia ha sido como la de tantos y tantos seres que me han precedido o que conmigo han convivido. A veces buena, más veces sólo regular, y muchas más, pero muchas más, si no mala, sí con desasosiego. Pero no me quejo. Primero porque de nada me valdría hacerlo. Segundo, porque soy consciente de que si no obtuve más logros y menos penitencias, fue sólo mía la culpa. Y tercero porque creo, con sinceridad, que no lo he pasado mal del todo. No tuve mucho, pero sí lo suficiente. Y no ha sido la ambición uno de mis vicios, que no me faltan claro está, pero en verdad que no me ocupé nunca demasiado en querer acaparar incluso el viento.
- Y viendo como el tiempo ha ido desarrollando su labor, sí puedo y quiero decirte que me hallo orgulloso, en grado sumo, de lo habido en mi camino: una buena familia, tanto la heredada como la formada por propio deseo. Unos amigos excelentes. No todos los que hubiese deseado, pero sí más de los que he merecido, tanto en cantidad como en calidad. Y luego, un dedal de cultura, casi nada, un adarme, apenas un escrúpulo, pero la suficiente para proporcionarme inquietudes y felicidad. ¿Crees que con estos tesoros podría quejarme? No. No sería lógico.
-Sé que nuestro encuentro ha de ser breve, que tú, siempre acezando, no podrás entretenerte mucho conmigo con tantísimo trabajo como tienes, tanto el que te procuras por ti misma, como por el que te proporcionamos nosotros. Y aunque yo para ti no sea más que otro grano de trigo que acarrearás en el costal de tu cosecha, quiero que sepas que tú sí que eres alguien trascendente para mí. Considera que nuestro encuentro supone un importante lance, ya que tan sólo en otra ocasión de su existencia, el de su natalicio, el hombre es el exclusivo y principal protagonista del evento.
-Por eso, previendo la cortedad de nuestro único contacto, he ido haciendo provisiones y adquiriendo saberes, para mejor contactar contigo. Para acompañarte en el obligado viaje que he de hacer tras tu llegada, y siguiendo la costumbre maya, tuve durante mucho tiempo preparada mi piedra de jade y mi perro xoloitzcuintle. Igualmente guardé celosamente un óbolo para pagar al viejo barquero Caronte, si este se avenía a dejarme cruzar el río Aquerón. Traté además de procurarme un buen karma, ya sabes, por aquello del samsara. Pero luego, un buen día, di al traste con esas y otras historias similares y pensé que era mejor seguir otras viejas costumbres de tantos y tantos pueblos y culturas, desde los escandinavos hasta los cananeos, fenicios o celtas. Desde el Piura peruano, hasta Benarés. Y decidí, y así lo sigo deseando, la incineración para mi cuerpo. Digo y ruego pues, que quiero que me quemen y que echen mis pavesas (y estas cenizas mías, ¡ay, dolor! no tendrán sentido) al mar. Total ¿qué más da? El viejo y querido Mare Nostrum, como muchos de sus hermanos, está ya tan acostumbrado a recibir despojos y basuras, que creo que un poco de polvo cenizoso más no le importe demasiado. Además, y ahora que recuerdo, como tal te definió a ti Jorge Manrique: Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. Sí. Allí quiero acabar.
-No sabes cómo me gustaría por otra parte, que nuestro definitivo abrazo no fuese tan fugaz, y que cuando mi cuerpo aun quiera erguirse, aun cuando ya se esté empezando a oír por mí el dies irae, me dijeras algo del posible destino de mi pobre alma, ya que sobre ella, no sé si afortunada o desgraciadamente, lo ignoro todo. Me gustaría preguntarte en nuestro encuentro, que me enseñaras lo que acerca de ella sepas. Y no ya sobre la mía en sí, sino sobre las almas en general. Quizás quieras informarme de su existencia, o de su esencia, pero, sobre todo, de su supervivencia o aniquilamiento tras haberme dallado con tu guadaña. Aunque en verdad te digo, que en el fondo, si el ánima perdura o no, y cual pudiera ser su destino, no es algo que me preocupe en demasía. Más me inquieta el recuerdo que de mí pudiera quedar aquí cuando me hayas liquidado. Creo que habrá muy pocos o ninguno que la tengan, pero si alguna remembranza hubiese, quedaría muy satisfecho con que no fuera para mal.
-Y ya no te entretengo con más cháchara, flaca, que tú no puedes dar ocio al uso de tu segadera. Te repito que me tienes aquí, esforzándome por seguir a Cicerón cuando dice: Neque turpís mors forti viro potes accedere, para las almas fuertes no hay muerte ignominiosa. Aquí, continuamente en vela, esperando pacientemente tu llegada, tal vez sentado, y quizás con algún libro entre las manos.¡Ah! También he de decirte que, para cuando llegues con tu figura cenceña envuelta en una bruna cabaza, tendré un fanal encendido sobre mi puerta. Así sabrás adonde hallarme.

Octubre 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 17 de Octubre de 2008

jueves, 2 de octubre de 2008

Inshallah

Inshallah
Ramón Serrano G.

A veces da incluso miedo pensar hasta adonde llegará el hombre en el futuro con sus investigaciones y descubrimientos. Se vuelve a decir aquello de: “cosas veredes mío Cid, que farán fablar las piedras..” y si ya por otros entonces, y en el ámbito verbenero de La Paloma, Sebastián y Don Hilarión se admiraban de que:..hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad,.. no sé que afirmarían en estos tiempos el boticario y su amigo.
Pero hemos de reconocer, porque es palmario y frecuente, que pese a sus inmensos estudios que le han llevado a realizar descubrimientos increíbles y a obtener logros inconmensurables, el hombre se encuentra a veces en situaciones ante las que sabe que nada puede hacer y por ello tiene que, más o menos pacientemente, exclamar abandonándose a su suerte: “Inshallah”: que sea lo que Dios quiera, u ojalá, si así se prefiere.
Resulta que se ha avanzado tanto desde ayer a hoy, que ya nos causa extrañeza si algo impide que Elpidio y Ranjit se comuniquen simultánea y perfectamente a través del oído y de la vista, aunque aquél se encuentre en Terrinches y éste en Jaipur. Se llaman el uno al otro, y se ven, y se escuchan como si estuviesen a la vera.
Vemos todos, con la mayor naturalidad, que se pueda sustituir la válvula aórtica sin necesidad de utilizar el bisturí, o que por la invención y el desarrollo de la resonancia magnética nuclear se puedan ver nítidamente imágenes del cerebro y del corazón humano, incluso bombeando.
Nos parece muy normal que a través del GPS se pueda medir la clorofila que tienen las plantas y así saber cuáles son las vides que ya están aptas para una vendimia conveniente. Como son ya archisabidos los descubrimientos sobre las interacciones de los quarks y el concepto de libertad asintótica en cromodinámica cuántica.
Y oímos, sin extrañarnos para nada, que se ha hecho un nuevo avance en eso de los genomas (sí, ya me entienden, el conjunto de células haploides de un organismo) y no digamos nada del ácido ribonucleico, del que ya hemos aprendido todos que está ubicado en las células de tipo eucarionte y procarionte, y por el que llegamos al ADN con su ribosa, su fosfato y su compuesto nitrogenado. Bien es cierto que aún no nos hemos podido enterar de por qué el ARN contiene la base uracilo en vez de la timina, pero mi amigo Evaristo Quevedo, que sabe mucho de esto, y algunos colegas suyos, pronto lo averiguarán.
Por último, nos acabamos de enterar de que se ha puesto en funcionamiento eso del acelerador de partículas, algo inimaginable e inexplicable para la inmensa mayoría de los mortales, y que igual puede terminar con el descubrimiento de cómo fue la formación de la materia, como crear un agujero negro que acabe en un rato con nuestro planeta.
Pero pese a todos estos avances, y muchísimos más que alguno de ustedes conocerán a la perfección, hay, aunque parezca mentira y pese a tantos adelantos y descubrimientos, infinidad de situaciones a las que aún no ha sabido aprender el ser humano cuáles son los medios necesarios para que no se produzcan, o, al menos, para solucionarlas. No ha sabido o no ha podido, ya que el hombre, pese a la grandeza de su mente y a su enorme esfuerzo, a veces se ve afectado por una agenesia que le impide salir victorioso en algunos lances. Así, podemos en muchos casos prevenir, educar, asegurar, anotar, controlar, ejemplarizar, culturizar, sanar y mil verbos más que se piensen. Podemos poner rodrigones, marcar sendas, jalonar veredas, señalar fechas y horarios, instalar atalayas, colocar vigías, establecer fronteras, sustentar los cimientos con pilotes y recalzos, observar estrictas reglas de higiene y ortodoxia, pero de ningún modo conseguiremos nunca librarnos en muchas coyunturas del albur de la desgracia, como en otras no tendremos jamás la seguridad del éxito.
¿Que a qué me estoy refiriendo? Pues miren, a lo siguiente:
-Cuando a alguien cercano a nosotros le han detectado un tumor, y esperando que el resultado de la biopsia sea negativo, decimos: Inshallah.
-Cuando hacemos un viaje, ante la posibilidad de un accidente y con el deseo de llegar bien, decimos: Inshallah.
-Cuando la madre, viendo que son las cinco de la mañana y que el hijo no ha regresado aún, sabedora de que bebe a veces y a veces se droga, con el deseo de que vuelva bien esa noche, dice: Inshallah.
-Cuando el agricultor, sin otro haber que su cosecha, y viendo que ésta se está agostando, con el deseo de que llueva pronto, dice: Inshallah.
-Contemplando tanta medianía (…”al ver cómo es el mérito mendigo nato y ver como es alzada en palmas la vil nulidad”…), son muchos los que desean que aparezca pronto otro Aristóteles, otro Cervantes, otro Miguel Ángel, otra Teresa de Calcuta, otra Marie Curie. Y en ese anhelo, dicen: Inshallah.
-Con el dolor de las experiencias sufridas, hay quien aguarda a que el tifón respete aldeas y vidas a su paso por Haití o el tsunami lo haga igualmente en Indonesia. Y con esa esperanza suplica: Inshallah.
-Y usted y yo, y tantos y tantos otros, hartos de ver tanta masacre, tanto dolor y tanto exterminio inútil, pero incapaces por nosotros mismos de hacer algo para acabar con las guerras y los fanatismos, suplicamos, por si sirviese de algo: Inshallah.
-Y usted y yo, y tantos y tantos otros, gemidores y quizás avergonzados por no dedicarnos nunca a poner siquiera un grano de arena para que no sigan muriendo de hambre millones de niños, elevamos los ojos al cielo y decimos: Inshallah.
Es seguro, conveniente y deseable que se seguirá investigando y solucionando problemas y dificultades que hoy nos parecen insalvables y que en un futuro, quizás no muy lejano, serán ya banalidades. Pero también es cierto que podríamos seguir enumerando otros muchos cómos, cuándos y porqués, sabiendo perfectamente que, ante nuestra reconocida impotencia para solucionarlos, tendremos que recurrir al destino o a la providencia, (cada uno creerá en lo que quiera) para decir de nuevo resignada y humildemente:
Inshallah ..... Inshallah …..Inshallah…...
Octubre 2008

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de octubre de 2008

jueves, 18 de septiembre de 2008

El cielo

El cielo
Ramón Serrano G.

En primerísimo lugar, y como siempre hago en las contadas ocasiones en las que hablo de algún tema que aluda o roce a alguna creencia o ideología, ya fuese mucho o poco, aunque sólo sea ligeramente, proclamo que mis palabras puede que no sean de loa, pero desde luego no lo son nunca, y para nada, de crítica. Simplemente, si hago referencia a esas convicciones, es para que la alusión sirva de base a la expresión de mis sentimientos. Por ello, y de antemano, pido perdón a quien dé en pensar que no trato en algún momento cualquier tema con el debido respeto. Pero repito de nuevo, y para que lo sepan bien quienes me lean, que no tengo intención jamás de juzgar, y mucho menos de molestar a nadie, con mis criterios y expresiones.
Pedidas de antemano las correspondientes disculpas, por si fuese necesario, vengo en decir que cuando habla tanto la religión católica, como alguna que otra más, de ese cielo en el que las almas, liberadas de sus cuerpos, encontrarán la más completa dicha, todos aquellos que opinan de una manera simplista sobre la existencia de ese lugar, entre otras muchas reticencias, siempre acuden a aquellas tan manidas de: ¿dónde está ubicado?, ¿qué extensión tiene?, ¿cuánto dura la estancia en él?, ¿con qué personas nos vamos a juntar allí?, y así, otras muchas naderías que no les dejan ver la verdadera esencia de esa estancia desconocida pero, al parecer, idílica y sobre todo trascendental.
Vino a sucederme hace poco, en la soledad de mí mismo y tratando de dar alguna satisfacción al espíritu, que empecé a recordar a los amigos, y a varias de las muchas ocasiones y episodios que con ellos he tenido la inmensa satisfacción de compartir. Fueron desfilando entonces por mi magín unas y otros, vecinos y ausentes, vivos o finados, por lo que fui depositando la remembranza de cada uno de ellos en apropiado azafate y luego, de cada uno de ellos, fui recordando vivencias. Y caí en la cuenta de que vivencia es palabra creada por el gran maestro Ortega y Gasset, que la definió como experiencia del sujeto que contribuye a formar su personalidad. Y alcanzó a ver mi caletre con cuánta intensidad se da en mi caso esa definición, ya que es mucho lo que ellos, los amigos, han participado e influido en lo que de bueno pueda tener yo, si es que acaso tengo algo.
Fue en ese momento de añoranzas amistosas, cuando pensé en ese paraíso del que hablaba anteriormente y me dije que si los textos cristianos están llenos de parábolas, ninguna podría haber mejor que esta alegoría real que yo estaba viviendo para demostrar fehacientemente la veracidad de la existencia del edén, ya que cumplía rigurosamente con todos los requisitos que se pregonan en el anunciamiento del mismo. Veámoslo, o al menos, tratemos de explicarlo.
Cuando a alguien se le ocurre esto de ponerse a recordar a quien uno quiere, se le otorga, en primer lugar, un estado de felicidad pura, sin peajes de ningún tipo, como pudieran ser los de indumentaria, desplazamiento, tiempo, cooperación, o cualquier otro que podamos imaginar. Es ese gozo completamente subjetivo e íntimo, por lo que puede dársele la extensión, grado y duración que a cada quien apetezca, sin que, por otra parte, tenga que haber nunca revelación no deseada de lo pensado a ajenos, la cual pudiera conceder importancia a unos y detrimento a otros.
No tiene tampoco, como es natural, limitaciones de perseverancia, interrupciones o continuidad, ya que es factible acceder a esas agradables actividades memoriosas cuando y cuantas veces se quiera, sin que ello suponga gasto o deterioro alguno para quien lo practica. Es, sin lugar a dudas, el fácil acceso a uno de los mayores estados de felicidad que el ser humano puede alcanzar a lo largo de su vida. En una palabra, es como estar acomodado en el cielo.
Por lo que me dije: -Entonces, eso debe ser el empíreo, sólo que visto desde una perspectiva terrenal. Y ha de ser así, ya que esas ensoñaciones reúnen todas las condiciones que aquél gratificante e ignorado espacio posee según tengo oído. En primer lugar, la ubicación se desarrolla en la mente, o sea en el alma, por lo que no está en ningún lugar físico determinado. Su extensión es la que cada uno quiera darle, y su duración igual, añadiendo que esta puede mantenerse un segundo, una noche de desvelo, o una vida, y que ambas dependen de la voluntad del agente. Lo cual ocurre también con el número de personas que convocamos o hacemos asistir al evento. Sean una, siete, cien o un millón, todas caben allí y lo que aún es mejor, nadie estorba a nadie, ninguno excluye o molesta a ningún otro, aunque hayan sido evocadas por mor de amistad, amor, ideología o afición.
-Sí, eso es, me dije. Así debe ser el paraíso anunciado. Estoy seguro. Además, es lo que ya les tengo dicho tantas y tantas veces: que tener buenos amigos, amores o apegos, es estar en el cielo. Tanto en el de aquí, como en el del más allá. Y creo, sinceramente, que el no verlo de ese modo es ser un pobre bausano.

Setiembre 2008
Publicado en ·El Periódico” de Tomelloso el 19 de setiembre de 2008

jueves, 4 de septiembre de 2008

El camino

El camino
Ramón Serrano G.

“Muchas personas pierden las pequeñas alegrías, pensando sólo en obtener una gran felicidad”
Pearl S. Buck

Aunque podríamos definirla de mil formas, convengamos amigos en decir que la felicidad no es sino una determinada situación de nuestro ser. Un estado de ánimo circunstancial, y en suma un bien, aunque este sea de entidad y consistencia muy distintas para unos que para otros. Es, por otra parte, un tesoro que algunos alcanzan y que muy pocos saben disfrutar, que pareciese que algunas personas en vez de tener un espíritu hedónico, ansiaran el penar y el sufrimiento. Tiene la naturaleza de la particularidad o el individualismo, que lo que viene a satisfacer a unos no siempre es grato a otros, y viceversa.
Y dentro de esas especiales y personalísimas condiciones de la dicha, hay una que está muy extendida erróneamente entre los humanos, ya que una increíble cantidad de estos creen que la felicidad estriba en alcanzar o conseguir algo, sin llegar a darse cuenta que ella no está sólo en el fin, sino que está también en el camino que nos conduce a ese término deseado. Ocurre entonces con demasiada frecuencia, que no damos en valorar convenientemente el acontecer de cada jornada y los numerosos momentos que podemos encontrar a lo largo de ese itinerario emprendido diariamente para alcanzar dicha felicidad. Que estando ilusionados con lo que nos traerá el futuro, no disfrutamos de los placeres del presente.
Ejemplos varios hay que nos pudieran servir de aclaración a lo dicho. Yo recuerdo cuando era niño, cuando no había autopistas y por desgracia la mayoría de las carreteras eran blancas, que al hacer un viaje, pese a las incomodidades suministradas por el estado de calzadas y vehículos, se iba gozando con la vista de los campos y de los pueblos, ya que todas las vías, tanto las comarcales, e incluso las nacionales, atravesaban pueblos y ciudades, y en el desplazamiento, se llegaba a conocer la ruta detenida y detalladamente. El viajero se quedaba admirado al contemplar el Paso de Despeñaperros, el puerto de Piedrafita do Cebreiro o las costas de Garraf. Y se deleitaba comiendo mantecadas en Astorga, cabrito asado en Andújar y fresas en Aranjuez. Algo así es lo que nos quiere decir García Lorca cuando canta que Antoñito “el Camborio” va a Sevilla, a ver los toros, pero aprovecha el viaje y: “..a la mitad del camino/ cortó limones redondos/ y los fue tirando al agua/ hasta que la puso de oro…”.
Ahora no. En aras de la seguridad y de la prisa se han construido unas modernas autovías, que son infinitamente mejores para la tranquilidad del viajero y sobre todo para su integridad. Nadie lo duda y su implantación es de agradecer, pero debido a los terraplenes que hay forzosa y constantemente a sus lados y durante todo su recorrido, da igual circular por la Llanura Manchega o por los Picos de Europa, que el paisaje siempre es el mismo. Y en cuanto a un posible refrigerio, ya es imposible encontrar algún sitio con chispa o encanto, y ha de hacerse necesariamente en unas impersonales áreas de servicio, donde todo tiene un monótono, sempiterno y poco agradable sabor. Cabe pensar que de esta manera alcanzaremos antes y de forma más placentera aquello que motivó el viaje, la llegada a nuestro punto de destino. Sí, pero no deberíamos olvidar que de ese modo, desperdiciamos muchas ocasiones de ser dichosos a lo largo de la ruta que estamos atravesando. Que hemos conseguido un bezoar para contrarrestar los males de la ruta, pero ha sido a costa de perder grandes disfrutes.
Valdría igualmente como ejemplo, aunque mucho más satisfactorio, la felicidad del labrador que alcanza no sólo en la recolección, sino además cuando ve ir pugueando su siembra o aparecer los borrones en sus cepas, ambas cosas auguradoras de una cosecha rica y compensatoria a sus muchos esfuerzos. O al embeleso de los padres que ven crecer al hijo día a día, y que cada jornada atisban cómo va haciendo algún progreso, sin tener que esperar a que el vástago alcance su desarrollo completo para estar deleitados con él.
No, la felicidad no debe ser nunca tan sólo la recompensa final a una actitud o a una forma de proceder, sino la consecuencia constante de un modo de comportamiento acorde con lo que deseamos y siempre que ello esté entre las normas de la ortodoxia. El saber obtener algo positivo y deleitoso en el acontecer diario que, si nos fijásemos bien, veríamos que está lleno de posibilidades de dicha, las cuales, no por pequeñas, son menos acarreadoras de un grato placer. La hormiga va contenta introduciendo en su silo pequeñas porciones que son las que acaban por llenar su granero satisfactoriamente.
Vamos, pues, a mentalizarnos que se puede ser feliz todos y cada uno de los días que vivamos, y que eso lo habremos de conseguir si sabemos detenernos en cada lugar de nuestra senda que sea mecedor de ello. Si somos capaces de reconocer lo muy valiosos que pueden llegar a ser algunos momentos que a primera vista parecen insustanciales. Y considerar que si tenemos la consciencia de que hay que luchar por las cosas y que supone una gran satisfacción el conseguirlas, por qué razón vamos a desechar la alacridad que se tiene en el espacio que media desde que empezamos a desear algo hasta que lo obtenemos. Debe animarnos a ello, el recordar que lo que se ingiere en pequeñas porciones se digiere con mayor facilidad y provecho.
Por todo ello, y por muchos que sean los obstáculos que podamos encontrar en el camino que ha de llevarnos a la consecución de nuestro ideal, no debemos obcecarnos por eso e ignorar la belleza del trayecto. ¿Acaso no recuerda el estudiante su paso por las aulas con auténtico placer? ¿O los enamorados no suelen estar tan ilusionados o más, y por supuesto tan felices, antes que después de la boda?
No. Hay que aprenderse muy bien que la felicidad es un trayecto y no un destino, y que sería casi teratológico no admitirlo así. Por tanto no desaprovechemos las oportunidades que jornada a jornada se nos presentan para el deleite, que de no hacerlo, estaremos renunciando a muchas satisfacciones inmediatas en aras de un gozo futuro e incierto. Algo parecido a aquello que se dice del valor del pájaro en mano… Setiembre 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 5 de setiembre de 2008

jueves, 14 de agosto de 2008

La soleá

La “soleá”
Ramón Serrano G.

Para Avelino Perpiñán, un hombre que gusta del arte, la filosofía y las orquídeas.

“….piensa que el mundo es chiquito y el corazón es inmenso”.- Gª. Lorca

- Buenos días. ¿Se puede?
- Pasa Luis, pasa, contestó Olegario. Como verás el “foro” está hoy concurrido; pero para ti siempre hay un sitio, que tú, como estos, disfrutas con el diálogo y no con el chinchorreo.
Pasamos, nos acomodamos, y tras los obligados saludos de rigor, los contertulios siguieron con el tema que traían entre bocas. El taller, ubicado en la calle de los Carros, era amplio, capaz de acoger la guarnicionería con la que lo abrió el padre de Olegario. La muerte de este vino a coincidir con la invasión de los tractores y la correspondiente desaparición de las mulas, lo que trajo aparejado (y nunca mejor dicho) el desuso de los arreos y su arredramiento. Cambió entonces el hijo de oficio, pero como buen conocedor del cuero, se dedicó a la fabricación de petacas. ¡Qué bien las hacía! Suaves como la seda, brillantes como el charol. Pero el tabaco empezó a venir liado y hubo de cambiar a su actual ocupación, la de zapatero remendón. Humilde, sencilla, pero con la que ganaba lo suficiente para vivir con cierto desahogo, gracias a una buena clientela y a que sus necesidades y las de la Obdulia, su mujer, no eran muchas.
La conversación entablada estaba negra como el cielo de la mañana, que amenazaba con una lluvia tan deseada como remisa a caer. La charla tenía enjundia y los tertulianos mostraban en ella un profundo pesimismo hacia los muchos problemas que aquejaban a la sociedad y al mundo, y a los que no se les veía trazas de desaparecer sino, antes bien, de agrandarse y arruinarlo todo.
- Os decía que llueve cada vez menos porque se están arrasando los bosques en Brasil y en tantos otros sitios, dijo Santiago. Aparte del calentamiento ese de la atmósfera, del que tanto se habla hoy en día, pero que nadie trata de remediar.
- No, si no te tienes que ir tan largo, medió Crescencio. Nosotros en nuestras tierras sacamos de cuajo carrascas y sabinas, para poner unas viñas, muchas de ellas poco productivas y que taparon nuestras hambres sólo a medias. Y es verdad que ya no llueve como antes. ¿O no os acordáis de cuando había temporales, y los gañanes se quedaban en el pueblo y, mientras duraba el aguacero, se dedicaban a enjalbegar las cocinillas o se entretenían arreglando los empotres de las gavilleras?
- Y en lo del calor, intervino Andresete, también lleva razón este, que tengo oído que se están derritiendo los hielos de los mares y eso no debe ser bueno, creo yo. Desde luego, estaréis conmigo en que ya no nieva, y ni tan siquiera hiela como helaba. Y si no, ¿cuántos de vuestros nietos han visto chupones de hielo en los aleros de los tejaos? Ninguno.
Luis observó cómo en aquella especie de rebotica, todos querían dar su opinión y que el ambiente estaba cargado de pesimismo. Pero él, prudentemente, siguió a la escucha.
-Pues temas hay unos cuantos. Porque podríamos hablar también de la degradación del medio ambiente con las basuras urbanas, con los desperdicios o con los malditos incendios provocados, intervino de nuevo Santiago. O, si no, del ansia de cuartos que hoy tiene la gente. Dionisio “el Terco” siempre ha sido un buen albañil, y Toribio “Lampa”, era un carpintero como pocos. Tenían más trabajo del que podían desarrollar. Y hacían el que podían y lo hacían bien. Ganaban su dinero y quizás hasta iban ahorrando un capitalejo. Pero ahora todos, o la mayoría, se dediquen a lo que se dediquen, sólo se afanan por querer amasar fortunas de forma rápida y turbiosa.
-Bueno, terció Delfín, que había sido Maestro Nacional. Y no digamos nada del comportamiento de la raza humana. Se ha cambiado tanto de cuando nosotros éramos muchachos a nuestros días, que parece que no seamos de la misma especie. ¿Qué ha sido del respeto, del saludo o de la cortesía en el trato? ¿Y del ansia de saber y el gusto por la cultura? ¿Quién vela hoy por el buen comportamiento? Y la culpa de todas estas desgracias, porque esto no son más que desgracias, la tiene…
- ¡Eh, alto ahí!, cortó Olegario. Luis y los demás quedaron un tanto perplejos ante esta inusual intromisión del titular del local, quien, habitualmente, no daba opinión alguna sobre lo que se hablase, limitándose las más de las veces a hacer algún mohín, ya fuese aprobatorio o discrepante. Pero siguió diciendo:
-Creo que todos conocéis el célebre diálogo entre Babieca y Rocinante. Aquel que empieza: “¿Cómo estáis Rocinante tan delgado?... Pues, acordándome de él, os digo que observo que hoy os estáis poniendo metafísicos. Pero, sin embargo, vosotros sí que coméis, y algunos bastante bien. Es cierto que estos tiempos las cosas van mal; que abundando en lo que decía este, apenas hay ya unión y ensamblaje en la familia; que a casi nadie preocupa la apariencia exterior y no existe ningún rechazo a lo vulgar; y estoy con Santiago en lo de la economía. Y aún más, afirmo que ha mermado preocupantemente el ahorro y el gasto ha subido de un modo desenfrenado.
-Pero poco haremos, si como muchos, nos dedicamos únicamente a buscar chivos expiatorios y a denunciar culpables. Ese es el auténtico mal. Cuando algo no funciona, cuando todo o casi todo se tuerce, no es lo bueno quejarse, sino estudiar las causas que han producido el estropicio y ponerle de inmediato el arreglo más conveniente. Con buenas obras y pocas críticas es con lo que se alcanzan logros.
-Por otra parte, os veo agobiados por el pesimismo en vez de estar ilusionados de esperanza. Deberíamos pensar que, a la postre, los males son nimiedades, y, si me apuráis, pasajeras, mientras que las cosas buenas de esta vida son muchas e importantes. Lo nocivo nos puede afectar a todos, y de hecho así ocurre. Y con mayor o menor intensidad o duración. Pero pronto pasa. Todo lo que no es importante, pronto pasa. Pero pensemos en los hijos, en el amor, en la naturaleza, en la cultura, o en tantas y tantas cosas que tienen auténtica valía, y que estuvieron antaño, están hoy y estarán mañana entre nosotros.
-Es por eso, y por muchas cosas más, que no nos debe acoquinar la tiniebla, ni abandonarnos creyendo que todo lo que acontece es inevitable. Hay por ahí una teoría que habla de que precisamente el colapso final del universo se podrá eludir gracias a la oscuridad del cosmos. Pero de esto yo no sé mucho, así que no me pidáis que os cuente más de ello. Pero lo que sí puedo deciros es que es bueno, muy bueno madrugar. Aunque sólo sea para poder presenciar la maravilla de cómo la noche se va tornando en aurora. De contemplar el rocío antes de que se lo beba el sol. De ver los barcos venir, al amanecer del día. Por esas, y por otras muchas cosas, es bueno alzarse temprano.
-Pienso que esa, y no otra, debe ser nuestra misión y nuestra postura ante las adversidades. Criticar a quien las produjo o las favoreció, nunca. Bastante tiene el reo con su culpa y su remordimiento. Por otra parte debemos recordar aquello de que no se debe juzgar si no se quiere ser juzgado, y que con la misma medida que midamos habrán de medirnos. ¿Qué hacer entonces? Sencillamente eso. Sentir vivamente el extravío, pero ponerle soluciones de inmediato y abrir una ventana a la esperanza.
-Y que sepáis que esto no lo digo yo. Nuestro proceder bien nos lo está marcando García Lorca en su “Soleá”. Y nos lo dice muy clarito: “Vestida con mantos negros, piensa que el mundo es chiquito y el corazón es inmenso…”
Agosto de 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 14 de agosto de 2008

viernes, 1 de agosto de 2008

La remuneración

La remuneración
Ramón Serrano G.
Para Ana Mary y Pepe, un matrimonio entrañable.

Hace algún tiempo, en una charla de café, alguien me preguntó, con mayor o menor discreción y con más o menos oportunismo, pero con desconocida intención, si mis colaboraciones en este periódico en el que acostumbro a escribir estaban remuneradas.
- Por supuesto, le contesté de inmediato. Además muy bien. Puedo decir sinceramente, que desde luego lo son, y muy por encima de mis merecimientos.
Sólo esa fue mi corta contestación a tan innecesaria consulta e ignoro si el inquiridor quedaría convencido y satisfecho con ella. Poco importa eso. Como es natural, ni entonces hice, ni ahora voy a hacer, por supuesto, alusión ni aclaración alguna sobre la cuestión dineraria. Pero sí que me interesa, para demostrar que aquél día no mentí al curioso contertulio, es decir a todos, los motivos de mi conformidad en cuanto a lo recibido por escribir mis artículos. Y a eso es a lo que vengo hoy a aquí.
Dejaré a un lado el tan importante, leído, discrepado y discutido tema del salario justo por la tarea realizada, que no es ese nuestro caso, aunque sí quiero resaltar que la vida nos trae ocasiones en las que no se trabaja por dinero, sino por otra serie de motivos, conocidos por todos, padecidos o disfrutados por muchos y que nos llevan a realizar el curro de forma distinta a la habitual. Voy a detenerme, entonces, en qué, o en cuánto, es lo que alguien puede recibir como contraprestación a su obra, cuando esta se ha llevado a cabo fuera de una estricta relación laboral, ya que esto no viene marcado por la legislación.
Es, desde luego, una cuestión completamente subjetiva y cada uno de los protagonistas exigirán, o quedarán satisfechos, con una cosa u otra como recompensa. Un ejemplo. Juan y Pedro son dos profesionales, que por diversas razones no cobran sus trabajos a Luis y a Blas. Aquél hace el día 24 de junio de todos los años un valioso regalo a Juan, que le envía con un recadero, mientras que este, de condición humilde, no puede obsequiar con nada tangible a Pedro, pero le profesa un gran cariño y respeto, y cada 29 de junio lo visita puntualmente para felicitarle. Vengan ahora a considerar cuál de los dos individuos está, o se considera, mejor compensado, o cuál paga lo recibido con moneda más valiosa, y verán como hay opiniones de la más diversa naturaleza.
Algo parecido es lo que viene a sucederme con lo que recibo a cambio de plasmar en el papel mis peregrinas ideas, y que, repito, es mucho, muy agradable y muy compensatorio. El primer, y cuantioso, abono que se me hace es para el alma, por la gran satisfacción que produce el escribir y todo lo que ello conlleva. Para hincarlo, hay que buscar ideas, oír cosas, hacer viajes, recordar sucedidos. Para darle forma, hay que leer, rebuscar en diccionarios o enciclopedias, repasar, añadir, quitar, corregir hasta dar con lo que me parece más adecuado. Todo ello hace que el tiempo se pase en un soplo, y al terminar el texto el alma quede relajada, plácida, como después de un baño tibio.
La segunda y gran retribución que se me hace es para mi orgullo. Ya he comentado anteriormente que todas las quincenas suele haber personas enormemente generosas (Ana Mary es una de ellas) que tienen la atención de darme su muy valioso parecer sobre mi artículo de turno. Y entre esas opiniones las hay buenas y no tan buenas, De felicitación alguna y de crítica otras. Pero todas dichas con la mejor manera e intención, o al menos eso creo, y todas merecedoras de mi mayor y sincero agradecimiento. De esto puedes estar seguro. Como cabe suponer, esto, el que alguien se dirija a ti en una acción trés chic pour sa part, para decirte que está perfectamente enterada/o de lo que tú has querido exponer en unas líneas, hace que, aunque calladamente, y haciendo un gran esfuerzo para que no se note demasiado, mi espíritu se colme de ufanía.
Finalmente he de decir bien alto que el tercero es el estipendio más cuantioso que recibo y que va destinado a mi corazón. Comprenderás querido amigo que si uno piensa que hay personas que han gastado algo de su tiempo en leerme y eso les ha producido algún recuerdo, alguna emoción, algún pálpito satisfactorio, yo sé que, con ello, he cobrado una paga extraordinaria. Si con esa lectura han logrado pasar un rato agradable, aunque sea pequeño; si lo leído, aunque lo olviden pronto, les supone evadirse durante unos minutos de tantas malas nuevas que suceden de contino en todas partes, eso, para mis adentros, significa que mis esfuerzos literarios están pagados abundantemente.
Por todo lo antedicho, por otros motivos que callo, y por no cansarte más, creo que comprenderás amigo lector, que cuando aquel día, en aquella charla de café, contesté a mi “curioso pertinente” que cobraba, y muy bien, por mis escritos, y que además lo hacía por encima de mis merecimientos, le estaba diciendo una solemne y gran verdad. Afirmación esta que sigo manteniendo hoy.

Agosto 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 1 de agosto de 2008

viernes, 18 de julio de 2008

La inconsciencia

La inconsciencia
Ramón Serrano G.

De entre todos los cientos de adjetivos que se le pueden aplicar al hombre por su comportamiento, su forma de ser y proceder, gustos y manías, condiciones y características, etc., etc., el que mejor le cuadra según mi pobre entender, o quizás debiera decir el que acoge y define a un mayor número de ellos, es el de ser y obrar como un perfecto inconsciente.
Y le llamo así, o mejor dicho, nos llamo de este modo, porque da la impresión de que la mayoría de las personas no nos damos perfecta cuenta de lo efímero que es nuestro vivir (aunque vivamos cien años) y de que apenas si tenemos el tiempo suficiente para llevar a cabo alguna obra importante durante nuestra existencia, aunque ese hacer sea pequeño, pero que esté lleno de sentido y trascendencia. De nada nos ha servido, y de nada nos está sirviendo, la larga experiencia del larguísimo deambular sobre la faz de la tierra.
Si yo, o cualquiera de ustedes, se viese sorprendido por un incendio, indudablemente trataría de escaparse de las llamas, ocupándose, en primer lugar, de salvar la vida y si acaso, y además, los objetos o enseres más importantes, pero para nada se entretendría en recoger bagatelas o inutilidades. Igual le ocurriría a aquel que tuviese que hacer con urgencia la maleta para un viaje inesperado, que introduciría en ella las prendas que considerase más necesarias, las imprescindibles, pero sin perder el tiempo, ni el espacio, fijándose en modas y/o colores.
Bueno, pues hete aquí, que, como antes decía, todos sabemos que nuestra existencia apenas dura un soplo, que el espacio de tiempo en el que trascurre nuestra vida es tan sólo de un pequeño rato, durante el cual casi no tenemos tiempo de hacer nada, o casi nada, o al menos muy poco que sea verdaderamente trascendente y útil. Y sin embargo dedicamos muchas horas a actividades completamente fútiles. Desperdiciamos la mayor parte de nuestros escasos días en unas ocupaciones absurdas. Se nos van nuestros mejores momentos con entretenimientos necios o nos perdemos en actividades inconsecuentes.
Pero podemos observar que de jóvenes, sí hay algunos que son conscientes y saben aprovechar hasta los contados minutos, forjándose una base magnífica, tanto en el terreno laboral, como en el de las aficiones o el asueto. Son sabedores, a ciencia cierta, de que cada minuto que pasa han de aprovecharlo al máximo porque no han de volver a encontrarlo y les es muy útil para conseguir todo lo bueno que persiguen. Y así, afanándose, consiguen echar sólidos cimientos al edificio de su formación. Después, cuando adultos, no pasa día en el que no pongan algún ladrillo que refuerce sus conocimientos y sabiduría, ya sea rememorándola, ya dándole un fuerte apoyo con nuevas adquisiciones cognoscitivas, lo que les hace mantenerse en buen estado y plena forma. Al final, y pese a la senectud, siguen incansables en sus adquisiciones y confirmaciones de sabiduría, que bien aprendieron a formarse, y lo que bien se aprende tarde se olvida, con lo cual van cubriendo las grietas de su envejecimiento, conservando tanto la fachada como el interior de su ser en un inmejorable estado y en unas envidiables condiciones.
Pero igualmente podemos observar, como decía al principio, que, a lo largo de toda su vida, hay muchas personas, millares, desgraciadamente demasiados, que pierden (o perdemos) de forma lastimosa su hermoso tiempo y sus muchas posibilidades. De adolescentes suelen reblar con demasiada frecuencia y se preocupan solamente de buscar con demasiado acelero la manera más fácil y accesible de asentarse en la vida, o la fortuna, o el placer, ignorantes de que todo bien que tenga un mínimo valor ha de sustentarse sobre una base firme y bien estructurada, puesto que aquello que es sencillo de alcanzar suele ser harto desechable y malquisto.
A la mitad de su vida suelen ser conformistas en exceso con lo que para entonces tienen alcanzado, sea mucho o sea poco, preocupándose sólo de vegetar en la circunstancia y situación en que se hallen, sin dar un paso, hacer un mínimo esfuerzo, un pequeño intento tan siquiera, para mejorar y hacer más llevadera su estadía, y si algo intentan, se suelen apañar enfocándolo hacia el aspecto económico.
Por último, cuando viejos, estiman que lo hecho, hecho está, y que es inamovible. Que ya no merece la pena intento alguno por mejorar situación, adquirir nuevo aprendizaje o consolidar lo tenido. Que vengan los días que hayan de venir, y esperémoslos sentados al sol y paliqueando sin tasa ni tino, enterándose de los entierros que haya en esa fecha y deseando que el propio se alargue en lo posible. Medicinas, días, ollas, chácharas, quejas, lamentos y ociosidad, en la peor acepción de la palabra. O dicho de otra forma: pereza. Algo realmente terrible, pero que al decir de Raymond Tadiguet, esa pereza no existe nunca si se posee una mente activa.
Y así digo, que hay algunos de aquellos y muchos de estos, pero que pobre inconsciente es aquel que no piensa que cualquier momento y ocasión, se tenga la edad que se tenga, son buenos para dedicarlos a hacer alguna conveniente acción o para tratar de aprender algo.

Julio 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 18 de julio de 2008

viernes, 4 de julio de 2008

El mañana

El mañana
Ramón Serrano G.

“Puedo escribir los versos más tristes esta noche…” Neruda.

Una de las innumerables cosas que nos ha traído esta época que nos ha tocado vivir, completamente dominada como está por la ciencia y la tecnología, es la posibilidad de adivinar el futuro en muchas facetas y aunque a primera vista parezca una incongruencia, poder saber muy aproximadamente cómo va a ser el mañana de los hombres. No, no crean que entiendo de hieroscopia, o de capnomancia, o que soy oniromante. Les aseguro que nada sé sobre ello y que no me estoy metiendo a adivino o futurólogo.
Es por tanto, la opinión atrevida de un pobre espectador, y está basada únicamente en la observación detenida de nuestros modernos usos y costumbres. Una vez más aludo a mi admirado amigo José M. Ruiz, al que tendríamos que acudir para opinar sobre el protocolo de Kyoto o sobre si lleva razón Isaac Asimov cuando dice que en el futuro la economía será dirigida por las máquinas.
El pneuma enthousiastihón que emana de las grietas del templo al que acudo de tarde en tarde, me inducen a apoyarme, ya digo, en el comportamiento de los seres humanos en la actualidad y por él, intento deducir a dónde pueden llevarnos estas conductas. Y pueden creerme si les digo que lo que alcanzo a ver no me satisface, ya que todo lo que aparece en mi bola de cristal difiere en mucho de mi idea de lo que es gratificante, e incluso de lo que es admisible.
Así, veo que los niños de vuestro mañana no pasarán frío pero no sentirán como es el calor entrañable de un buen fuego de leña. Estarán más, pero, incompresiblemente, peor alimentados. Dispondrán de muchos medios, pero de menos libertad. Y sobre todo, tendrán dos carencias muy importantes que les privarán de una auténtica felicidad. Una, es que no contactarán con la naturaleza. No montarán nunca en un borriquillo, ni sabrán cómo se castra a una gorrina, ni saldrán a las siembras a coger grillos o espigas, y quizás no vean jamás nadar a un pez en las aguas de un río. Y no, y no, y no… llegarán a conocer en vivo tantas y tantas cosas, que aunque parezcan intrascendentes, son importantes al ser naturales. Puede que yo esté equivocado, pero si es útil saber un idioma, también lo es ver procrear a un gorrión, o distinguir las brevas de los higos.
Su otra gran privación será la del disfrute y beneficio de la vida en familia. La intensa actividad laboral de sus padres (y ojalá que estos tengan esa actividad y no el paro) les impedirá ocuparse de ellos, no en lo material, que ahí sí que estarán bien abastecidos, pero sí en la convivencia. Se verán, si se ven, poco o a deshora, no comerán juntos, no dialogarán, y su aprendizaje global les vendrá dado por profesionales ajenos por los que estarán casi siempre tutelados por estos, que serán, además, los que se ocupen de vestirlos, entretenerlos, llevarlos al colegio e incluso al centro sanitario en caso de una urgencia.
Los hombres y mujeres adultos tendrán, casi todos, un trabajo seguro, digno, hasta rentable, pero probablemente estresante hasta el delirio, que los mantendrán apartados durante todo el día de su hogar, del que saldrán cuando aun sea de noche y al que volverán cuando se haya ocultado el sol. Ganarán ambos, eso sí, un jornal digamos que decente, pero que no les proporcionará una vida cómoda y apacible, ya que tendrán que destinarlo a adquirir un montón de utensilios dobles o triples. “Disfrutarán” de dos o tres coches, varios televisores, diez relojes, armarios de ropa, etc., etc., etc. Y con lo que les sobre, habrán de sufragar un rosario de obligaciones digamos “imprescindibles”. Si lo hace el vecino, cómo no van ellos a practicar yoga, jugar al padle, aprender la lengua maorí o comprarse una segunda vivienda, un pisito de 52 metros cuadrados a 700 kilómetros de su casa y a tan sólo 30 minutos andando desde la urbanización donde está ubicado hasta la playa.
Pero a donde no llega mi poder mántico es a imaginar tan siquiera cuál será la función que dentro de un par de decenios desarrollarán los viejos. Hasta hoy, cuando la nieve del tiempo blanqueaba su cabeza y su memoria, la misión de los ancianos fue la de aglutinar a la familia, conservar costumbres, o dar consejos. Eran como los antiguos maestros persas, que con leyendas a veces y a veces con historias, se erigían en los transmisores del escaso pero amplio saber, del correcto comportamiento humano, del estricto concepto de honradez y de justicia, y su desdentada charla era el emoliente que mitigaba la dureza diaria de un trabajo duro y mal pagado. Son, ¿somos? los últimos representantes del candil, la lumbre de cepas, las cataplasmas o el contrato firme por la palabra dada.
Mas esa tarea, a mi parecer trascendente, acabará difuminándose en nostalgia arredrada por los modernos medios. Y aunque todo puede llegar a imaginarse como al principio dije, clima, cultura, trabajo, no se me alcanza el vislumbrar cómo será mañana la vida de los viejos. Digamos que, como en una visión muy nebulosa, los contemplo atendidos, aseados, medicados y recogidos en centros construidos y diseñados específicamente para ellos. Pero me digo ¿tendrán con quien hablar?, ¿podrán salir un rato al sol cuando les plazca? Y lo que es más importante aún: ¿serán felices?

Julio 2008

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de julio de 2008

viernes, 20 de junio de 2008

El qué dirán

El qué dirán
Ramón Serrano G.

Es curioso observar cómo a veces se allegan ocasionalmente hasta nosotros personas, costumbres o expresiones, que por inusuales teníamos ya arrumbadas en el arcón del olvido. Alguien o algo con quien o con lo que tuvimos cotidiano trato, pero que las circunstancia de la vida o los usos y costumbres los alejaron de nuestro entorno, hasta el punto de parecer que nunca hubiesen existido.
Así, un buen día me cruzo en la calle con una persona a quien hacía tiempo que no veía, tanto, que ya la tenía olvidada por completo. ¡Hombre!, te dices, pero si este es Zutano, aquél que…. Otras veces, cumpliendo con obligaciones familiares o sociales, tengo que ir, casi a regañadientes desde luego, al cementerio, y como en Tomillares son muy amigos a poner en nicho o tumba una fotografía del difunto, viéndola, me entero de que aquella persona, con la que tuve algún trato o simple conocencia anterior, ha dejado de estar entre nosotros.
Hay ocasiones, ¡quién lo diría!, en las que alguien le abre y le sujeta una puerta a otro cediéndole el paso; o que en un transporte público una persona se levanta y ofrece su asiento a alguna señora o a persona de edad avanzada. O en plena calle, mozo, moza, u hombre caballeroso, deja el interior de la acera a una mujer. Y esto, aunque les parezca imposible, es algo que sucede. Aunque crean que es asombroso, ocurre. Doy fe de ello. Y cuando uno lo ve, se acuerda de inmediato de otros tiempos en que estas actuaciones eran habituales.
Viene a suceder igualmente que en algunas conversaciones se sacan a colación frases o expresiones que desde tiempo ha, se han convertido inexplicablemente en obsoletas. Ya nadie dice por ejemplo: Por las ánimas benditas. O, que usted lo pase bien. U otras tantas que podríamos traer a colación. Pero ayer oí una, que no escuchaba desde hacía muchos años y que me trajo a la mente diversas evocaciones y pensamientos. Era concretamente el que dirán. Sí, sí, eso he dicho: el qué dirán. Algo de lo que se acuerdan muchos de ustedes, pero de lo que no tienen la más remota idea aquellos que no han cumplido aún los treinta años.
Era ese qué dirán no un miedo claro, pero sí un respeto a la opinión ajena, que frenaba o, al menos, condicionaba un tanto el comportamiento de la gente. No es que esta fuese gazmoña o mojigata, sino que procuraba que nadie tildara su conducta como pecaminosa o en desacuerdo con el proceder ortodoxo de la época. Por ello, ninguna muchacha que estuviera en su sano juicio, se atrevía a salir a la calle mostrando en exceso su epidermis. No había mujer que consintiera que su hijo o marido saliesen de su casa con una prenda rota o simplemente deshilachada. Ni novia que permitiera una pública caricia de su amado, aunque fuese mínima, a no ser que se viese amparada por la oscuridad de la noche o la soledad de algún parque. O persona que teniendo a su cargo o administración bienes de otros, ya públicos, ya privados, dispusiera ladinamente de ellos en su propio beneficio.
Hoy, ya es otra cosa. No diré si mejor o peor, que a juicio del sensato lector lo dejo, pero es otra cosa. Ahora una joven sale de su casa mostrando generosamente por arriba, por el centro y por abajo sus atributos, que dicho sea de paso, la mayoría de las veces suelen ser atractivos, y lo hace con la misma naturalidad con la que un chaval se come un caramelo. Hoy nos solemos cruzar con personas cuyos pantalones no es que vayan raídos, no, es que llevan rotos por los que cabe la mano de un hombre. En estos tiempos no es extraño ver cómo a cualquier hora del día o de la noche, y en el sitio más iluminado o concurrido, una pareja, unos simples conocidos que no tienen que estar unidos por ningún compromiso o promesa, se morrean y magrean mutuamente, y que les vean u opinen de su conducta les importa lo mismo que a mí me da que esté lloviendo ahora en Mogadiscio. En la actualidad, y bien lo sabemos todos, muchos hacen fortunas, pequeñas, grandes o inmensas, subrepticia y ladinamente, desviando a su bolsillo bienes o ganancias pertenecientes a empresas o entidades en las que desarrollan sus actividades y lo hacen con el mismo descaro con el que una mosca se posa en un pastel. Pero esto merece un estudio más extenso, así que dejémoslo.
Diré por último, porque así lo creo y porque algún lector ya estará echándolo en falta, que nuestra adecuada forma de obrar debe estar impelida por nuestros correctos sentimientos y no sólo por la opinión que el prójimo pueda sacar de nosotros por nuestras actuaciones, que esto, y no otra cosa, es el qué dirán aludido. Pero pese a ello, si el qué dirán actúa en nosotros como un mantra, como una sunna, o como un precepto que nos lleva a que nuestras acciones estén dentro de la honradez y el comedimiento, y lejos por tanto de la extravagancia, del descaro o de la incorrección, es natural que yo, y otros muchos, lo echemos de menos.

Junio de 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 20 de junio de 2008

jueves, 5 de junio de 2008

Augurios

Augurios
Ramón Serrano G.

Han desaparecido ya, o casi. Como los consejos, como las cataplasmas o como los rosarios de la aurora. Ya no pedimos, ni atendemos, las advertencias o los asesoramientos, porque creemos saberlo todo. No utilizamos los emplastos o los sinapismos, porque, al igual que todo lo antiguo, están desfasados y hay remedios mejores o, al menos, más modernos. Para efectuar las prácticas religiosas, que antaño fueros comunes y casi obligatorias, actualmente nos ocultamos, si no es que las hemos abandonado por completo. Y hoy ya nadie acude a consultar a los augures. Cómo iba ha hacerse, si la ciencia nos ha traído tantísimo avance. Pero creo que merecen atención más detallada los presagios y las agorerías.
Es bien sabido que los hombres de todas las etnias y de todas las tierras, desde lo más antiguo, cada vez que habían de emprender aventura alguna, de relativa o de gran importancia, solían solicitar las premoniciones que su cultura y sus costumbres les indicasen, para poder iniciar con cierta ventaja su misión. El ser humano, cuando su ignorancia le hace sentirse menesteroso y necesitado de luz para la mente y sostén para el cuerpo, acude a fuerzas superiores en busca de apoyo para obtener protección frente a las adversidades y ayuda para la consecución de sus deseos. Por eso teúrgos, chamanes, jorguines, meigas, kafires, tropelistas, hmeno’obs, xanas y otros muchos profesionales de lo arcano, solían tener sus “consultas” atestadas de gentes ansiosas de conocer su futuro.
Y sin querer, o saber, adentrarnos en exquisiteces culturales haciendo alusión a los misterios eleusinos, a las ceremonias tántricas con sus mándalas y stúpas, o al sincretismo helénico, cabe recordar que una tormenta, un rayo, el reflejo de una imagen en el agua, las tabas, los sueños, y tantos y tantos otros, eran los amuletos, candorgas, fetiches o símbolos a los que se acudía para que se pudiese adivinar lo por llegar, y la bondad o maldad que pudiera acompañarlo. O se estudiaba a los animales. Sabido es que el vuelo de un ave anuncia diferente suerte ya sea hacia un lado u otro del camino. Nos lo cuenta el “Cantar del mío Cid”: … Cuando salen de Vivar, ven la corneja a la diestra, pero al ir a entrar en Burgos, la llevaban a su izquierda…” . Digamos que en la América pre-colombina se tenía como trascendente si el tocolote cantaba o gemía. Recordemos que se creyó durante mucho tiempo que quien tenía un gato tenía un tesoro, porque estos podían acceder a ciertas energías telúricas. Y podríamos referirnos a lo que se adivinaba según fuera el chillido de una rata o el aullido de un perro.
Pero vayamos a nuestro asunto. Es natural, y ha sido siempre, que cada cual trate de prepararse lo mejor que pueda y pertrecharse de cuantos más medios obtenga para tratar de conseguir lo que desea. Se hizo y se sigue haciendo. Pero sabiendo que, “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, buscamos ahora ayudas más científicas, más ¿seguras?, que los agüeros, con las que estar protegidos ante los problemas dificultosos o imponderables, que pudieran surgirnos. Nos es más cómodo esto que prepararnos, concienzuda y pacientemente, en aprender y aprehender lo necesario. Y acudimos confiados a quienes creemos que nos puede facilitar la tarea, sin pararnos a observar que demasiadas veces, aquello que nos están ofreciendo no es lo mejor, ni lo más conveniente a nuestro fin.
Normalmente acudimos al primero que nos aconsejaron; escogemos lo que no es menos dificultoso, o nos dejamos engatusar por mercachifles y chalanes de tres al cuarto, que amparados en una publicidad engañosa, no tienen reparos en ofertar productos de calidad escasa o nula, buscando más el propio beneficio que la satisfacción del cliente. Y esto es lo malo, que no siempre sabemos acudir a la fuente adecuada, o discernir las indicaciones más idóneas entre aquellas que se nos facilitan para nuestro triunfo. En demasiadas ocasiones confiamos en demasía de lo que nos dice el arúspice de turno o en la publicidad de falsos profetas que buscan sólo su ganancia sin saber lo que dicen, o sabiéndolo, ocultando su ineficacia. Hay que saber buscar, pero además hay que saber entender el vaticinio. Hubo quien no lo supo comprender y quien sí lo hizo. Veamos dos ejemplos muy esclarecedores, que nos dan testimonio de ello.
El más famoso Oráculo de la antigüedad fue el de Delfos. Situado al pie del monte Parnaso, era el recinto donde habitaban y ejercían las pitias y las sibilas. Una vez acudió a él Creso de Lidia para preguntar si debía atacar a los persas. El Oráculo le respondió: “Si Creso cruza el río Halis, el que sirve de frontera entre Lidia y Persia, destruirá un gran imperio”. El rey pensó que aquél mensaje estaba muy claro y cruzó el río decididamente. Luchó y fue derrotado. El imperio que se había destruido era el suyo.
Por otra parte, cuando Bizas consulta al Oráculo en ese mismo templo de Apolo en Delfos, por saber cuál es el lugar más apropiado para que se instalasen los colonos de la ciudad de Megara, aquél le responde que el sitio más idóneo sería frente a la ciudad de los ciegos. Este no comprende, de momento, el comunicado y navega por el mar Egeo hasta el de Mármara. A la entrada del Bósforo contempla Calcedonia, la ciudad que otros megarenses habían edificado en la orilla asiática del estrecho, y se percata de que la mejor ubicación para la nueva urbe sería en una pequeña península de la orilla europea, que además de otros beneficios, constituía un magnífico puerto natural. Bizas acababa de comprender que los ciegos a los que se refería el oráculo, eran aquellos antiguos pioneros que no habían sabido ver cuál era el asentamiento mejor, y fundó allí la nueva ciudad y la llamó Bizantion.
Sin embargo, y este ya es otro asunto del que podríamos hablar largo y tendido, pese a la torpeza de uno y al acierto del otro, hoy es mucho más conocido Creso que Bizas. ¿Será porque supo acaparar mucho dinero?

Junio 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de junio de 2008

viernes, 23 de mayo de 2008

Aviso a navegantes

Aviso a navegantes
Ramón Serrano G.

Bien sabido es que el hombre no vive sólo de lo que hace, sino igualmente de lo que piensa, e igualmente es conocido por todos que no basta para nada con tener satisfecho el cuerpo si no se halla complacida el alma por parejo. Y hasta tal punto se produce esto así, que es muy común encontrar a quien tiene cubiertas todas sus necesidades físicas, al menos aparentemente, y sin embargo no es feliz en absoluto, ya que su mente está obcecada en deambular por otros derroteros distintos a los normales. Perdida en dédalos de dificultosa salida. Dispuesta a discurrir por boscosos laberintos que poca o ninguna paz le proporcionan.
También es sabido por todos cómo el hombre, cuando joven, dedica la mayor parte de sus tareas anímicas a la esperanza, al trabajo de forjarse ilusiones, empujado por el anhelo, más o menos exagerado, de conseguirlas. A ponerse metas, mucho o poco intrincadas, que de lograrlas le satisfagan ampliamente. A marcar para su vida una finalidad que le dé sentido y significado, siendo esa señal más alta cuanto mayor sea la personalidad del individuo. Por el contrario, cuando ya alcanzó la persona la mitad de su edad, o de la que sería su normal existencia, tanto si ha aquistado sus objetivos, como si no lo ha hecho, tiende a conformarse con lo logrado, o como mucho a retocarlo ligeramente, y pocos son los que, frisando los cincuenta, intentan faenas de mayor enjundia. A esos pocos, desde aquí, mi testimonio de admiración. Los más empiezan ya a evocar el pretérito, sabiendo que su futuro no debe ser ya muy largo, o al menos inferior a su pasado. Es ese momento crucial en la vida de las personas en las que los propósitos y las esperanzas se van difuminando, dando paso a las rememoraciones y añoranzas.
Y muchas veces he pensado, e incluso escrito, que nuestros recuerdos suelen acudir casi siempre a los hechos o acontecimientos que nos son deleitosos, pero quisiera decir además, y esto es lo importante, que resbalan sobre muchas de las cosas ocurridas, apropincuándose a ellas apenas sin tocarlas. Como en una caricia. Como el enamorado pasa el dorso de su mano por la cara de la mujer que adora. Como el padre apenas roza la mejilla de su hijo recién nacido. Pensando, tal vez, que una mayor presión de nuestro tacto podría dañar esas delicadas naturalezas, pero incapaces de renunciar a esa sutil palpación, para con ella convencernos de que lo que tanto amamos está allí tangible, a nuestro alcance.
De tal forma es esto, como vengo en decir, que las más de las ocasiones circuimos lo rememorado con cariño. Nuestra mente desarrolla, ante la evocación de los hechos que la ocupan en cada momento, la doble función de ir expulsando de ella lo que pudiera ser angustioso, o al menos poco grato, para coger y mantener dentro de sí, exclusivamente, lo que de bueno y agradable hubiera existido en las circunstancias rememoradas.
Esto es lo que corrientemente suele ocurrir, y sin embargo no es lo más lógico, ya que se debería recordar lo bueno y lo malo con la misma frecuencia y con el mismo detenimiento. Lo uno, como recompensa y satisfacción. Lo otro, como castigo y compunción. Ambos, como ejemplo de lo qué sí y de lo qué no debe hacerse. Pero suele practicarse la distinción antedicha porque es sabido que se tiende a la autocomplacencia, y nos es mucho más deleitosa la satisfacción del espíritu, que el remordimiento de la conciencia.
Pero dado que esto es así, y que los seres humanos buscan la felicidad (aunque se debe apostillar aquí que cada persona y cada época tuvo una concepción diferente de lo que otorgaba la felicidad a sus coetáneos) y que como viene explicado con anterioridad, tendemos por naturaleza a recordar lo bueno, deberíamos imponernos la obligación de hacer las cosas bien, o al menos lo mejor que sepamos o podamos, para poder tener cuando mayores buenas evocaciones y no pesadillas de nuestros actos. Afanarnos en que esas correctas acciones sean las teselas con las construyamos el mosaico de nuestra vida.
Debe hacerse de esa forma, lo mismo que se debe ir ahorrando a lo largo de la vida para, al llegar a esa edad en la que las actividades de la persona ya apenas son físicas, tener una vejez económicamente confortable. Con ello estaremos muy satisfechos de poder guardar en nuestra alma y en nuestro armario una buena cartilla de recuerdos ahorrados, que nos proporcionará pingües intereses, los cuales contribuirán bastante a que podamos vivir, grata y dignamente, nuestros últimos días. Creo que este es, y por eso lo escribo, un oportuno aviso a navegantes.

Mayo 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 23 de mayo de 2008

viernes, 9 de mayo de 2008

Perspectivas

Las perspectivas
Ramón Serrano G.

“Dile a la del pelo lacio/ si se quiere columpiar/que la quiero enamorar/ meciéndola muy despacio”.- Bambera

Todas las cosas, absolutamente todas las cosas de este mundo tienen, al menos, tres perspectivas desde las cuales pueden ser contempladas. La primera es la que aparentan, es decir, la imagen que dan ante los demás y cómo estos están acostumbrados a verlas, y lo que es peor aún, cómo piensan que en realidad es su sustancia y funcionamiento. La segunda es cómo deberían ser, o mejor dicho, cuál sería su estado perfecto o idealizable si respondieran en toda su esencia a las condiciones con que la naturaleza o el hombre las ha creado. La última es cómo son en realidad, o sea cuál es su verdadera constitución, su auténtica idiosincrasia, su normal y cotidiano comportamiento.
Ejemplos de ello, podríamos traer aquí a montón, a miles. En todos los terrenos, tanto en el artístico, como en el político, en el social, en el de la naturaleza humana en suma. En la cultura o en la técnica, en la moda o en la alimentación, en el cultivo o en la artesanía, todo lo que ha recibido la creación o la manufactura del ser humano se nos muestra bajo esos tres aspectos fundamentales: cómo aparenta ser, cómo debiera ser y cómo es en realidad. Hay casos, algunos casos, muy pocos casos, en que la segunda faceta prima sobre las otras dos, o dicho de otra forma, que una cosa es de una ejecución y una materia magnífica, y como tal se nos ofrece. Pero lamentablemente hay casos, muchos casos, demasiados casos, en que la primera condición aniquila a las otras dos, o aclarándolo, lo artificioso prima sobre lo verdadero. Vamos que nos están queriendo dar gato por liebre y de hecho demasiadas veces lo consiguen.
Ya digo que podríamos poner un montón de ejemplos demostrativos de la veracidad de estos asertos, pero vamos a fijarnos, someramente, en dos aspectos con los que explicar más gráficamente estos mis decires. Me voy a parar, un tanto, en dos actitudes muy significativas de la vida de los seres humanos, las ideologías y el trabajo, puesto que con el comportamiento de cada uno ante ambas se demuestra muy a las claras la manera de ser del individuo.
En las creencias, citaremos en primer lugar la postura farisaica de quien obra o habla completamente dominado por el que me vean o por el qué dirán, sin que en su fuero interno estén arraigadas, en ningún sentido, los credos o los dichos que pregona, pero que en la práctica no lleva nunca a cabo, ya que está dominado por su verdadera forma de ser o de pensar, que siempre es antagónica a su manera de decir.
Hablaremos, ahora, de los auténticos ideales de esas ideologías, que son verdaderos ejemplos del camino a seguir y cuya consecución está mucho más a nuestro alcance de lo que nos imaginamos. Digamos por último que el modo de comportarse de la mayoría suele ser pacato y poco evangelizador, digamos sobre todo que es de escaso apostolado, ya que se suelen dedicar más esfuerzos e inquietudes a lo terrenal y a lo tangible.
Y cosas muy parecidas podríamos decir si nos adentrásemos en el terreno de lo laboral. El trabajo, en cuanto es la actividad en la que uno está ocupado habitualmente y de la que obtiene los medios económicos para su subsistencia, está dotado de unas características que le son intrínsecas e inseparables, si no se quiere apartar a aquél de su verdadera y auténtica identidad.
Por ello, cabe denunciar que muchos hay que ejercen un trabajo que no es serio, ni formal, y con el que tan sólo buscan unas monedas sin ofrecer a cambio algo que tenga realmente valía. Por dinero baila el perro, dicen, y es verdad, aunque el trabajo del perro no es trabajo, que una cosa es trabajar por un salario justo y digno, y otra muy distinta es bailar, hacer carantoñas, dingolondangos y meguezes, para dar, a cambio de un corto dinero, nada de valor a la parroquia. Tan sólo atraer a clientes con falsas promesas, ¡ y cuántos y cuántos viven hoy de eso, y bien vividos!
Cabe, en segundo lugar, alabar la tarea y el esfuerzo de muchos inconformistas y autoexigentes que cumplen con sus obligaciones laborales hasta la extenuación y son dignos del mayor elogio y reconocimiento por parte de todos nosotros, aun cuando muchas veces seamos demasiado reacios a reconocer públicamente todos sus méritos, que son muchos. Son los que le dan al término TRABAJO toda su grandiosidad y magnificencia. No sé si poner en este caso ejemplo aclaratorio alguno, ya que enseguida vendrá alguien a decirme que igualmente debería haber citado a X o a Z, pero no me resisto a traer a colación a dos grupos que desarrollan una constante labor excepcional: son los equipos médicos de urgencias, que siempre han de ocuparse de casos peliagudos en situaciones extremas, y, junto a ellos, el sacrificadísimo cuerpo de bomberos.
Y estamos, por último, los que cumplimos, o intentamos cumplir con nuestra ocupación, cabalmente como sabemos, pero sin esforzarnos en mejorar posición o conocimientos, y, por supuesto, sin llevar a cabo nada digno de tirar cohetes. Lo que no significa poco y, por otra parte, es completamente correcto. Es aquello que hace el currito de turno, que se conforma con llevar el jornal a la María y a la prole, y ver si de cuando en cuando se saca algún dinerillo extra para cualquier gasto de poca monta. Vamos, lo que se dice cumplir lo justito con el contrato y se acabó. Y de estos, ya digo, estamos la tira.
Mayo 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de mayo de 2008