jueves, 1 de julio de 2010

Yo, defendila

Yo, defendila
Ramón Serrano G.

Cuando aquella tarde iniciamos nuestra marcha el cielo estaba casi limpio, pero al poco, la tarde mayera se ennegreció en un verbo y empezó a caer agua con tantas ganas que tuvimos que salir corriendo a refugiarnos en el limen de un bombo cercano. Llevábamos allí ya un buen rato y, ante ese diluvio, comentó Luís que pareciera que estuviésemos en Santiago de Compostela. Al oírle, me vino a la cabeza un libro, La casa de la Troya, que me había leído mi anterior amo y, por charlar de algo, dije:
-Luis, nunca me has hablado de tu vida estudiantil. Cuéntame algo.
-Qué cosas se te ocurren Luca. Bueno, te contaré cosas de mi paso por la Universidad. Pero quiero aclararte que no te hablaré de ella, de la institución, que ese es un tema demasiado trascendente y no tengo hoy la cabeza para cosas tan potísimas. Pero prometo hacerlo otro día, así que has de conformarte con saber algo de otras de sus facetas, contándote algunas anécdotas que creo te harán pasar un buen rato.
-Empezaré diciéndote, que aquellas eran otras épocas, por lo que todo era muy distinto a como es hoy. Sabrás que la mayoría de los jóvenes que accedían a los centros universitarios, provenían del medio rural, por lo que quedaban de inmediato asombrados por la enormidad de las ciudades, su ambiente y sus formas de vida. De todo ello apenas si sabían algo, y mucho menos sus elogiables padres que, fiados en la buena voluntad de sus hijos, les daban los medios que creían necesarios para que se desenvolvieran lo mejor que pudieran y alcanzaran unos anhelados títulos.
-Lo más lógico es que todo ese mundo nuevo, lleno de todo tipo de ofertas para una vida desenfadada y grata, anublara la sesera de muchos de aquellos jóvenes que venían a caer de inmediato en las redes de una forma de vivir muelle y deleitosa. A esta, dedicaban ocho meses de los nueve que constaba el curso, inmersos en mil y una situaciones de enredos, juergas y conflictos de todo tipo. Pero ello, además de poco educativo, era caro. Para gastar poco, todo el material lo adquirían en rastrillos y en puestos ambulantes y tiendas de segunda mano. Era famosa “La Felipa” en la calle Libreros de Madrid. Y ya que todo su peculio lo destinaban a líos, francachelas y parrandas, andaban siempre a la cuarta pregunta, se tenían que ingeniar los métodos más peregrinos e insospechados para tener posibles. Para que te hagas una ligera idea, te voy a contar tres casos dignos de mención y que espero te gusten.
-Hubo uno que no sabiendo ya qué hacer, después de empeñar sus libros, de pedir prestado a todos a quienes conocía y a los que no, escribió a su padre solicitándole una importante cantidad, puesto que cada año, los estudiantes de un curso elegido por riguroso sorteo, tenían la obligación de pintar el edificio de la Facultad, y este año le había tocado al suyo. Y le añadía que aún era poco lo solicitado, porque era sólo lo que costaban brochas y pintura, ya que el trabajo personal lo haría él en ratos libres. Su ingenuo padre le mandó el dinero solicitado que, como puedes suponer, no se gastó precisamente en sederas, barnices y aceites de linaza.
-Otro, convenció a su pobre madre viuda de que debía comprarse una gabardina para guarecerse del agua y del frío en sus idas y venidas a la facultad. La mujer, sacó de sus ahorros el dinero y se lo dio. Cuando regresó por las vacaciones navideñas, venía el joven a cuerpo gentil. Y al preguntarle su madre por la gabardina, le dijo que se la había manchado de tinta unos días antes y la había tenido que dejar en la lavandería. Pasados tres meses, por Semana Santa, tampoco llevaba la prenda, debido a que había tenido un examen a última hora y, con las prisas, se la había dejado olvidada en la pensión. Tampoco la trajo al finalizar el curso y, nada más llegar contó: -¡Qué disgusto traigo! En la estación, he dejado la gabardina encima de la maleta y, mientras sacaba el billete, me la han robado. ¡Con lo bien que me sentaba y lo bonita que era! La infeliz mujer nunca supo que la consabida sardina no había salido nunca de la tienda.
-Te hablaré, por último, de una pensión en la que estuve alojado durante un curso y en la que fui testigo y compañero de casos y personajes dignos de escribir un libro como el de Pérez Lugin. La patrona, aunque decíase llamar Doña Adelaida, era conocida por todos, tanto huéspedes como vecinos, por Doña Julepina, ya que de entre sus muchos vicios y escasas virtudes, destacaba su infinita afición por el juego del julepe que compartía durante horas y horas con quien quisiera acompañarla. La mayoría de esos adláteres éramos nosotros mismos, los estudiantes allí alojados, quienes, no siempre de forma legal, le ganábamos el dinero a la patrona, a la cual se la llevaban los demonios, despotricando de su mala suerte. Claro que se resarcía de sus pérdidas a nuestra costa. Tenía, para toda la fonda, sólo una criada y esta, aunque echaba casi veinte horas al día, no daba abasto. Cambiaba las sábanas cada quince días, no encendía apenas la estufa y en cada habitación, así como en el pasillo no funcionaba más que una bombilla. Y recuerdo muy bien el menú de la cena que siempre era el mismo: una sopa de dudoso origen en la que flotaban entre ocho o nueve fideos y una sardina en escabeche. Postre no ponía porque daba flato.
-Pero lo que llamaba poderosamente la atención eran las grescas continuas que Doña Julepina mantenía con los del bar que estaba instalado debajo de la pensión, ubicada en el primer piso del edificio. Ella se quejaba, entre otras muchas cosas, de que no se podían soportar los constantes humos y olores a fritos que salían de la cocina del bar, mientras que ellos lanzaban improperios por todo lo que les caía de continuo desde la fonda: agua de fregar, despedicios y sobras de comidas, el goteo de la ropa tendida. Un sinfín de cosas. Y había entre nosotros un asturiano, de Luarca, con un humor finísimo, que siempre le tomaba el pelo a la patrona:
-Doña Adelaida, pasara yo ayer al bar de abajo a tomar un vino y dijéronme los camareros que usted, de joven, fuese puta. Pero yo, señora, defendila, y les dije: cómo iba a ser puta con lo fea que es.
-Y ahora vámonos, que ha dejado de llover. Ya te seguiré contando cosas por el camino.
Julio 2010

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 2 de julio de 2010