viernes, 3 de diciembre de 2010

Será feliz

Será feliz
Ramón Serrano G.

Para Javier Camarasa, un magnífico profesional y una gran persona.

Si alguien tuviese que leer todo lo que se lleva escrito acerca de la felicidad puede que gastase en ello toda su existencia y, aunque esta fuese prolongada, no lo lograría. Pese a ello quiero, ¡qué osadía!, añadir unas líneas más, aún a sabiendas de que esto no será sino una versión diferente, y peor, de algo que ya esté expuesto con anterioridad.
Vayamos entonces a razonar sobre la felicidad, empezando para esto por analizar algunos de los muchos tópicos que sobre ella existen. Me viene a la memoria una canción, Salud, dinero y amor, ¿la recuerdan?, que nos indica las tres cosas que la mayoría de la gente piensa que otorgan la dicha o que son su base fundamental. ¿Pero es así? Tratemos de verlo.
El dinero. Indudablemente con él no se consigue, porque está demostradísimo que hay infinidad de condicionamientos o necesidades que no pueden ser compradas a ningún precio. Tener dinero puede ayudar bastante a ser feliz, pero no siempre y no a todo el mundo. Hay quien ha vivido más que aceptablemente cuando poseía un poco por encima de lo suficiente y luego, cuando por cualquier circunstancia ha conseguido poseerlo en abundancia, se ha visto en serios trances para conservarlo o seguir incrementando su tenencia. Sin él no se puede vivir, eso está muy claro. Pero si se tiene en demasía, se corren diversos e importantes riesgos: volverse avaro, saberlo mantener, perderlo ante el difícil manejo de cantidades ingentes (rentabilidad, inflación, inversiones seguras, etc.) o sufrir un atraco o incluso ser asesinado. Todo ello hace que el poseedor, pese a tener un capital abundante, se vea obligado a llevar una vida poco placentera. No. El dinero no da la felicidad. Eso es seguro.
La salud. Quizás sí, pero nunca si está sola y las más de las veces si no se goza de ella de una manera total. Pensemos en los hipocondríacos que, concomidos, condicionan toda su vida, o su bienestar, investigándose a sí mismos y a sus propios males, imaginados o reales, magnificándolos en la mayoría de los casos, y dependiendo de ellos, de su medicación y de su tratamiento, de una manera inconcebible. Por supuesto, que se sufren carencias de salud importantísimas, pero incluso ante estas, hay quien muestra un espíritu integérrimo, minimizando su mal, o al menos, comportándose ante el mundo como si no lo padeciese. Supongamos, y es mucho suponer, que pudiera llegar a ser dichoso aquél que tuviere salud. ¿Pero quién tiene una salud buena y prolongada? Casi nadie, y mucho menos cuando se va llegando a cierta edad. Al acceder a esos años en los que nos vamos llenando de alifafes y dolamas, unas veces nimios y otras trascendentes, y ante los que cada quien reacciona de diferente manera. Porque los padecimientos físicos nos afectarán en el modo y forma que sepamos reaccionar al sufrirlos. Procuraré demostrarlo con un ejemplo. Es posible que una de las peores carencias que puede tener una persona es la de ser invidente. Hasta el punto que en la Alcazaba de la Alhambra, no sé bien si en la Puerta del Vino, está escrito el más bello eslogan turístico que yo conozco. Dice: Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser, ciego en Granada. ¡Tanto se ha valorado siempre el don de la vista! Pero también se cuenta que alguien, compadeciéndose un día de un ciego de nacimiento, le decía la pena que sentía por él ante su incapacidad para contemplar los astros y el firmamento. Entonces oyó cómo este le contestaba que no era así, que él gozaba lo indecible “viendo” las estrellas y los soles que se movían dentro de su cabeza.
El amor. Puede que sí, que el amor llegue a conceder la alacridad, pero siempre con ciertos condicionamientos. Será bueno, si consiste en el sentimiento que una persona experimenta hacia otra, deseando su compañía, deleitándose con las mismas cosas o sufriendo a su compás. Lo será, igualmente, si ese afecto es hacia algo bueno o beneficioso, como la caridad, el prójimo, la cultura, etc. Cuando es de ese modo, cuando amar es olvidarse de uno mismo, es renunciar al sosiego por encontrar la dicha, entonces sí que produce verdadero placer, aun cuando se caiga en el pleonasmo de decir que alguien está loco de amor sabiendo que, como no puede ser de otra manera, el amor es una insania. Una maravillosa locura. Pero ojo, que hay una forma de amar que no nos proporcionará el verdadero, el buen placer. Tan sólo una alegría tosca, ruin, superficial y poco duradera. Me estoy refiriendo al que hace de la egolatría su bandera, procurando siempre barrer para adentro o acercar el ascua a su sardina.
¿Hay algo, entonces, que por sí solo pueda proporcionar la felicidad?
Pues claro que lo hay, aunque como todo lo realmente bueno, como todo lo que es intrínsecamente valioso, es escaso y de muy difícil consecución. Pero ha quedado manifiestamente demostrado que aquél que consigue ese bien es feliz, y no por un día, unas semanas o incluso algún año. No, quien lo encuentre, será venturoso durante toda su vida.
Y la panacea que nos concederá siempre el contento, el maná que calmará todas nuestras hambres de ser felices, no es otro que la AMISTAD. Nadie que tenga un verdadero AMIGO podrá estar nunca amargado, ni nunca conllevará a solas sus males ya que estará siempre en concomitancia con él. Porque con el AMIGO, en lo bueno y en lo malo, siempre tendrá compañía, consejo, apoyo, distracción, ayuda, defensa, comprensión, ánimo, enseñanza, escucha, entrega generosa sin pedir nada a cambio…
Estoy completamente seguro de que no hay nada que tenga un dar tan extenso, un pedir tan exiguo y una tan nula exigencia. Por ello afirmo con rotundidad, que aquel que tenga un verdadero AMIGO – del latín amicus, y este posiblemente de amare – será feliz.
Diciembre 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de diciembre de 2010