viernes, 18 de julio de 2008

La inconsciencia

La inconsciencia
Ramón Serrano G.

De entre todos los cientos de adjetivos que se le pueden aplicar al hombre por su comportamiento, su forma de ser y proceder, gustos y manías, condiciones y características, etc., etc., el que mejor le cuadra según mi pobre entender, o quizás debiera decir el que acoge y define a un mayor número de ellos, es el de ser y obrar como un perfecto inconsciente.
Y le llamo así, o mejor dicho, nos llamo de este modo, porque da la impresión de que la mayoría de las personas no nos damos perfecta cuenta de lo efímero que es nuestro vivir (aunque vivamos cien años) y de que apenas si tenemos el tiempo suficiente para llevar a cabo alguna obra importante durante nuestra existencia, aunque ese hacer sea pequeño, pero que esté lleno de sentido y trascendencia. De nada nos ha servido, y de nada nos está sirviendo, la larga experiencia del larguísimo deambular sobre la faz de la tierra.
Si yo, o cualquiera de ustedes, se viese sorprendido por un incendio, indudablemente trataría de escaparse de las llamas, ocupándose, en primer lugar, de salvar la vida y si acaso, y además, los objetos o enseres más importantes, pero para nada se entretendría en recoger bagatelas o inutilidades. Igual le ocurriría a aquel que tuviese que hacer con urgencia la maleta para un viaje inesperado, que introduciría en ella las prendas que considerase más necesarias, las imprescindibles, pero sin perder el tiempo, ni el espacio, fijándose en modas y/o colores.
Bueno, pues hete aquí, que, como antes decía, todos sabemos que nuestra existencia apenas dura un soplo, que el espacio de tiempo en el que trascurre nuestra vida es tan sólo de un pequeño rato, durante el cual casi no tenemos tiempo de hacer nada, o casi nada, o al menos muy poco que sea verdaderamente trascendente y útil. Y sin embargo dedicamos muchas horas a actividades completamente fútiles. Desperdiciamos la mayor parte de nuestros escasos días en unas ocupaciones absurdas. Se nos van nuestros mejores momentos con entretenimientos necios o nos perdemos en actividades inconsecuentes.
Pero podemos observar que de jóvenes, sí hay algunos que son conscientes y saben aprovechar hasta los contados minutos, forjándose una base magnífica, tanto en el terreno laboral, como en el de las aficiones o el asueto. Son sabedores, a ciencia cierta, de que cada minuto que pasa han de aprovecharlo al máximo porque no han de volver a encontrarlo y les es muy útil para conseguir todo lo bueno que persiguen. Y así, afanándose, consiguen echar sólidos cimientos al edificio de su formación. Después, cuando adultos, no pasa día en el que no pongan algún ladrillo que refuerce sus conocimientos y sabiduría, ya sea rememorándola, ya dándole un fuerte apoyo con nuevas adquisiciones cognoscitivas, lo que les hace mantenerse en buen estado y plena forma. Al final, y pese a la senectud, siguen incansables en sus adquisiciones y confirmaciones de sabiduría, que bien aprendieron a formarse, y lo que bien se aprende tarde se olvida, con lo cual van cubriendo las grietas de su envejecimiento, conservando tanto la fachada como el interior de su ser en un inmejorable estado y en unas envidiables condiciones.
Pero igualmente podemos observar, como decía al principio, que, a lo largo de toda su vida, hay muchas personas, millares, desgraciadamente demasiados, que pierden (o perdemos) de forma lastimosa su hermoso tiempo y sus muchas posibilidades. De adolescentes suelen reblar con demasiada frecuencia y se preocupan solamente de buscar con demasiado acelero la manera más fácil y accesible de asentarse en la vida, o la fortuna, o el placer, ignorantes de que todo bien que tenga un mínimo valor ha de sustentarse sobre una base firme y bien estructurada, puesto que aquello que es sencillo de alcanzar suele ser harto desechable y malquisto.
A la mitad de su vida suelen ser conformistas en exceso con lo que para entonces tienen alcanzado, sea mucho o sea poco, preocupándose sólo de vegetar en la circunstancia y situación en que se hallen, sin dar un paso, hacer un mínimo esfuerzo, un pequeño intento tan siquiera, para mejorar y hacer más llevadera su estadía, y si algo intentan, se suelen apañar enfocándolo hacia el aspecto económico.
Por último, cuando viejos, estiman que lo hecho, hecho está, y que es inamovible. Que ya no merece la pena intento alguno por mejorar situación, adquirir nuevo aprendizaje o consolidar lo tenido. Que vengan los días que hayan de venir, y esperémoslos sentados al sol y paliqueando sin tasa ni tino, enterándose de los entierros que haya en esa fecha y deseando que el propio se alargue en lo posible. Medicinas, días, ollas, chácharas, quejas, lamentos y ociosidad, en la peor acepción de la palabra. O dicho de otra forma: pereza. Algo realmente terrible, pero que al decir de Raymond Tadiguet, esa pereza no existe nunca si se posee una mente activa.
Y así digo, que hay algunos de aquellos y muchos de estos, pero que pobre inconsciente es aquel que no piensa que cualquier momento y ocasión, se tenga la edad que se tenga, son buenos para dedicarlos a hacer alguna conveniente acción o para tratar de aprender algo.

Julio 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 18 de julio de 2008