viernes, 22 de febrero de 2008

Clamar en el desierto

Clamar en el desierto
Ramón Serrano G.

Cuando en los siglos XXIII o XXIV los investigadores se pongan a estudiar algunas de las costumbres y modos de vida de los humanos en los finales del XX y principios del XXI lo van a tener realmente difícil. Para los de hoy es mucho más fácil indagar en la antigüedad, ya que los usos de entonces perduraban por más tiempo, eran mas rutinarios, mientras que los actuales cambian a velocidad de vértigo. A uno de esos hábitos es a los que voy a dedicar mis palabras de hoy, ya que lo considero de inmensa importancia. Me voy a referir, en concreto, al comportamiento de los adolescentes en el seno de la sociedad y en el de la familia.
Desde que el hombre empezó a vivir de este modo, o sea, agrupándose entre padres e hijos, todos guardaban dentro de ella un proceder disciplinado, favorecedor de la consecución de logros muy importantes, como la educación, el diálogo, el respeto y el orden, entre otros. Y al decir todos, quiero decir exactamente eso, todos: abuelos, padres, hijos, nietos o cualquier otro componente. Cada uno tenía asignada tácita y tradicionalmente una misión y unas obligaciones que solían cumplir con exquisitez y presura, pero sin una queja, sin un desaire, sin un mal modo, con lo cual se conseguía un acoplamiento y una convivencia naturales y muy benefactoras.
Y, aunque ya apuntaré posteriormente algo sobre este tema en mi artículo “El mañana”, voy a aludir hoy a los jóvenes para decir de ellos cosas que quisiera callarme, pero que me veo en la obligación de denunciar, aun cuando sé con toda certeza que al hacerlo clamo en el desierto. Y una de estas cosas a las que me refiero es que están haciendo un pésimo uso de las miles de posibilidades que tienen a su alcance, y que de usarlas adecuadamente en vez del despilfarro que cometen, llegarían a obtener éxitos y beneficios incalculables. Ellos, los jóvenes de hoy en día, tienen acceso a todo y en abundancia. Si carecen de algo, es sólo de hambre. Pero, para su desgracia, no saben aprovechar los excelentes mimbres de los que disponen y con los que podrían conseguir excepcionales canastas que les harían mucho bien a ellos y al mundo que les va a tocar vivir. Sin embargo, apoltronados y ahítos, se están metiendo por caminos que son placenteros en apariencia y deleitosos al principio, pero que poco a poco se van volviendo enrevesados, para acabar en un dédalo de penurias de todo tipo. Ya sabemos que algo parecido se comentaba en los tiempos lejanos de Plinio el Viejo, pero es que lo de ahora es pasarse cien pueblos.
Pero no debemos, de ningún modo, pensar que la culpa del cometimiento obsesivo por parte de la adolescencia de actos carentes por completo de un futuro deseable, que la absoluta renuncia a todo aquello que suponga esfuerzo y sacrificio, que la deformada visión de lo conveniente, se les debe atribuir principal y exclusivamente a ellos. Entonces, ¿a quién?, me dirá alguno. Si ellos son los que incumplen, o, al menos, los que arredran las normas establecidas, ellos son los pecadores. Mas nos engañaríamos de pleno si así pensásemos. Cometen falta, de eso no hay duda, pero se ven abocados a hacerlo, impulsados por el entorno que les rodea, por el adulterado líquido amniótico que les está envolviendo en su formación. Es la sociedad misma la que les empuja enérgicamente al equívoco. Así de sencillo, así de fuerte y así de claro. Veámoslo.
El entorno social los arrastra con sus cantos de sirena. No es sino una gran senda, engañosamente rutilante, prometedora de reconducirles a fáciles éxitos, que hoy les colma de placeres, aunque mañana, cuando se den cuenta de que no se han protegido suficientemente por el auténtico saber, les hará pagar a precio de oro el dudoso bienestar que hoy les concede aparentemente.
Son también culpables, aunque desde luego involuntariamente, sus maestros y educadores, que no pueden transmitirles, como quisieran, el aprendizaje que les sería necesario en el futuro. Lo son, sí, pero exentos de cualquier crítica, al reconocer que tienen el eximente de que hay un erróneo criterio proteccionista impuesto por la ley, que les tiene muy limitadas sus posibilidades docentes y educativas.
Nos queda entonces el reo principal: el hogar. Ese lugar que antaño servía de crisol en el que se iban fundiendo y purificando todas las tendencias de los púberes. El tamiz que cernía lo extraño y tal vez pernicioso que los muchachos traían de la calle. El horno donde se iban cociendo los mejores sentimientos. El habitáculo donde unos se interesaban por los otros. Donde se dialogaba. Donde se comía en unión y compaña. Donde se convivía. Donde se vivía. ¿Reconoce alguno de ustedes estas condiciones en los hogares de este siglo XXI? No. Seguro que no.
Así pues, mi decir no es la queja de saber que muchos adolescentes de hoy distinguen perfectamente el “rap” del “heavy” o del “chill out”, sino de que no haya ninguno, o a lo sumo uno o dos, que hayan oído alguna vez el canto de la oropéndola, el trino del verderón, o el armónico sonar del ruiseñor macho en época de celo. Como también sé, y también lo lamento, que expresar esta queja es clamar en el desierto.

Febrero 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de febrero de 2008