viernes, 24 de diciembre de 2010

Todavia

Todavía
Ramón Serrano G.

Llevo un tiempo, ¿mucho o poco?, no lo sé, ni me preocupa averiguarlo, pero sí es cierto que en él me está costando un mundo llevar a cabo cualquier tarea. ¿Qué ocurre en este lapso, que me he vuelto más haragán o más poltrón que lo que he sido en toda mi vida? Creo que no. Es más, estoy seguro que no es eso lo que me ocurre, que las ganas de estar ocupado en algo útil son de las pocas cosas buenas que no me han abandonado. Debe ser, entonces, que a mi cabeza no llegan las corrientes necesarias para un normal desarrollo pensante. O que no sabe discernir correctamente entre las que recibe, y elige cómodamente y con poltronería las menos sacrificadas.
Lo que sé muy bien es que, como dije al inicio, llevo algunos días, bastantes días, que tengo gana de…nada. Apenas ha salido el sol y ya estoy deseando que vuelva a ocultarse para, en la oscuridad, seguir pensando en… nada. Y si mis cavilaciones acuden hacia algo, sé que será a un algo que no tendrá provecho. Si acaso a ciertas ideas que, en vez de sosegarme, me endilgarán una continua sensación de desvalimiento y abandono. De tal modo, que sea cual fuere la tarea que emprenda, considerable o menuda, relevante o baladí, tenga sus más y sus menos o sea pan comido, me faltan las fuerzas y quizás también los arrestos necesarios para su ejecución, Así pues, la abandono y me sumerjo en un abatimiento a veces, y en ocasiones en una disforia, que hacen que mi vivir sea de todo menos grato.
Para una mejor comprensión diré que dicho estado de ánimo es como el de aquella madre que espera, jornada tras jornada, que le llegue la carta que prometió mandarle su hijo desde el frente. Cada mañana sale a su puerta y ve que el cartero, inmisericorde sin saberlo, cruza ante ella sin dejar misiva alguna que le calme la ansiedad de saber si sigue vivo. Y la que no vive es ella, con la comezón que le produce la incertidumbre de cuál será el final de una situación tan desdichada.
Y todo eso duele. No sólo el encontrarme así, sino el saber que estoy dejando que se lleve el río de mis pesares los días que le quedan a mi vida y que podría aprovechar en tantas y tantas tareas beneficiosas para mi magín. Y me apena tener la mente como un calvero, vacía, sin árboles, ni montañas, ni vides, al menos algunas hierbas o, tan siquiera, un lagarto. Está rala, huera, lisa, pero no como una autopista, que los caminos llevan a muchos sitios, sino desertizada como un páramo, puesto que algo, o alguien, ha conseguido ermar mis pensamientos.
Por eso, en esa estadía, nos pasamos mi silencio y yo, mano a mano, en callado diálogo, horas y horas en una lucha inclemente por ver quien vence a quien, tratando yo de salir del pozo en el que el adversario me tiene hundido, mientras que él se afana, y lo consigue a menudo, tenerme sumido en lo profundo. Él, pugnando por mantener agarrotado mi pensamiento, sin permitirle el movimiento más mínimo, y procurando que se mantenga en absoluta calígine. Yo, sabedor del menoscabo que ello me causa, esforzándome una y otra vez, hasta tener agujetas en el alma, por vencer esa quietud y ese negror. Triste lucha es esta, a fe mía.
Ganas me dan en ocasiones de ser acomodaticio, darme por vencido, y amoldarme a este estado dañador. Pero no soy, no puedo ni quiero ser ecléctico, porque lo que me estoy jugando es la calidad de mi vida, o de lo que queda de ella. Y tengo buena conciencia de que eso no es una fruslería, una futesa. No es algo que no se consiga gastando unas simples monedas en la compra de un boleto para la rifa de una tómbola de feria. O un simple resfriado que te mantiene incómodo unas fechas, pero que pasa pronto. No. Sé muy bien que es lo más sustancial que he de hacer antes de que llegue a visitarme mi amiga “la descarnada”.
Podría, por otra parte, ser conformista y resignarme pensando en esos otros que han sufrido o tienen desventuras peores y más graves que la mía. Aquello de:…que otro sabio iba cogiendo las hierbas que él arrojó. Pero me parece esta postura, a más de sonrojante, poco digna y lo que es peor aún, nada sanadora de mi padecimiento. Así pues intención, y mucha, tengo de sobreponerme a este desasosiego que me aturde, aunque no sepa en este instante la forma y la manera de llevarlo a cabo. Sí que sé, que los días transcurren en mi contra, ya que las jornadas se van apilando sobre mí, una, y otra, y otra, hasta constituir una losa densa y plúmbea, la cuál se va haciendo cada vez más difícil de eliminar. Tanto, que más pronto que tarde, puede que me falten las fuerzas para conseguirlo.
Pero yo sé, a fuerza de tanto desearlo, que no voy a continuar de esta manera. Fuerzas he de sacar, aunque me cueste, para lograr recomponer mi alma, obnubilada y mustia. Y empezaré hoy mismo, lo prometo, a mover y a utilizar de nuevo la mollera; a ahuyentar las cenizas que la quieren adentrar en la calígine; a ir, gradualmente y sin rempujos, rompiendo el anquilosamiento en que se encuentra; a que las nubes que oscurecen su cielo se dispersen. Y cuando lo consiga, y ¡ojalá! sea mas pronto que tarde, me encontraré a mí mismo, el silencio volverá a ser mi amigo y contertulio, y junto a él, retomando mi esencia, tendré otra vez una vida, si no feliz, al menos provechosa.
Y entonces, volviendo a ser quien fui, y si no igual, al menos con cierto parecido, podré reconocerme y decir: “C’est moi…encore”.

Diciembre de 2010

viernes, 3 de diciembre de 2010

Será feliz

Será feliz
Ramón Serrano G.

Para Javier Camarasa, un magnífico profesional y una gran persona.

Si alguien tuviese que leer todo lo que se lleva escrito acerca de la felicidad puede que gastase en ello toda su existencia y, aunque esta fuese prolongada, no lo lograría. Pese a ello quiero, ¡qué osadía!, añadir unas líneas más, aún a sabiendas de que esto no será sino una versión diferente, y peor, de algo que ya esté expuesto con anterioridad.
Vayamos entonces a razonar sobre la felicidad, empezando para esto por analizar algunos de los muchos tópicos que sobre ella existen. Me viene a la memoria una canción, Salud, dinero y amor, ¿la recuerdan?, que nos indica las tres cosas que la mayoría de la gente piensa que otorgan la dicha o que son su base fundamental. ¿Pero es así? Tratemos de verlo.
El dinero. Indudablemente con él no se consigue, porque está demostradísimo que hay infinidad de condicionamientos o necesidades que no pueden ser compradas a ningún precio. Tener dinero puede ayudar bastante a ser feliz, pero no siempre y no a todo el mundo. Hay quien ha vivido más que aceptablemente cuando poseía un poco por encima de lo suficiente y luego, cuando por cualquier circunstancia ha conseguido poseerlo en abundancia, se ha visto en serios trances para conservarlo o seguir incrementando su tenencia. Sin él no se puede vivir, eso está muy claro. Pero si se tiene en demasía, se corren diversos e importantes riesgos: volverse avaro, saberlo mantener, perderlo ante el difícil manejo de cantidades ingentes (rentabilidad, inflación, inversiones seguras, etc.) o sufrir un atraco o incluso ser asesinado. Todo ello hace que el poseedor, pese a tener un capital abundante, se vea obligado a llevar una vida poco placentera. No. El dinero no da la felicidad. Eso es seguro.
La salud. Quizás sí, pero nunca si está sola y las más de las veces si no se goza de ella de una manera total. Pensemos en los hipocondríacos que, concomidos, condicionan toda su vida, o su bienestar, investigándose a sí mismos y a sus propios males, imaginados o reales, magnificándolos en la mayoría de los casos, y dependiendo de ellos, de su medicación y de su tratamiento, de una manera inconcebible. Por supuesto, que se sufren carencias de salud importantísimas, pero incluso ante estas, hay quien muestra un espíritu integérrimo, minimizando su mal, o al menos, comportándose ante el mundo como si no lo padeciese. Supongamos, y es mucho suponer, que pudiera llegar a ser dichoso aquél que tuviere salud. ¿Pero quién tiene una salud buena y prolongada? Casi nadie, y mucho menos cuando se va llegando a cierta edad. Al acceder a esos años en los que nos vamos llenando de alifafes y dolamas, unas veces nimios y otras trascendentes, y ante los que cada quien reacciona de diferente manera. Porque los padecimientos físicos nos afectarán en el modo y forma que sepamos reaccionar al sufrirlos. Procuraré demostrarlo con un ejemplo. Es posible que una de las peores carencias que puede tener una persona es la de ser invidente. Hasta el punto que en la Alcazaba de la Alhambra, no sé bien si en la Puerta del Vino, está escrito el más bello eslogan turístico que yo conozco. Dice: Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser, ciego en Granada. ¡Tanto se ha valorado siempre el don de la vista! Pero también se cuenta que alguien, compadeciéndose un día de un ciego de nacimiento, le decía la pena que sentía por él ante su incapacidad para contemplar los astros y el firmamento. Entonces oyó cómo este le contestaba que no era así, que él gozaba lo indecible “viendo” las estrellas y los soles que se movían dentro de su cabeza.
El amor. Puede que sí, que el amor llegue a conceder la alacridad, pero siempre con ciertos condicionamientos. Será bueno, si consiste en el sentimiento que una persona experimenta hacia otra, deseando su compañía, deleitándose con las mismas cosas o sufriendo a su compás. Lo será, igualmente, si ese afecto es hacia algo bueno o beneficioso, como la caridad, el prójimo, la cultura, etc. Cuando es de ese modo, cuando amar es olvidarse de uno mismo, es renunciar al sosiego por encontrar la dicha, entonces sí que produce verdadero placer, aun cuando se caiga en el pleonasmo de decir que alguien está loco de amor sabiendo que, como no puede ser de otra manera, el amor es una insania. Una maravillosa locura. Pero ojo, que hay una forma de amar que no nos proporcionará el verdadero, el buen placer. Tan sólo una alegría tosca, ruin, superficial y poco duradera. Me estoy refiriendo al que hace de la egolatría su bandera, procurando siempre barrer para adentro o acercar el ascua a su sardina.
¿Hay algo, entonces, que por sí solo pueda proporcionar la felicidad?
Pues claro que lo hay, aunque como todo lo realmente bueno, como todo lo que es intrínsecamente valioso, es escaso y de muy difícil consecución. Pero ha quedado manifiestamente demostrado que aquél que consigue ese bien es feliz, y no por un día, unas semanas o incluso algún año. No, quien lo encuentre, será venturoso durante toda su vida.
Y la panacea que nos concederá siempre el contento, el maná que calmará todas nuestras hambres de ser felices, no es otro que la AMISTAD. Nadie que tenga un verdadero AMIGO podrá estar nunca amargado, ni nunca conllevará a solas sus males ya que estará siempre en concomitancia con él. Porque con el AMIGO, en lo bueno y en lo malo, siempre tendrá compañía, consejo, apoyo, distracción, ayuda, defensa, comprensión, ánimo, enseñanza, escucha, entrega generosa sin pedir nada a cambio…
Estoy completamente seguro de que no hay nada que tenga un dar tan extenso, un pedir tan exiguo y una tan nula exigencia. Por ello afirmo con rotundidad, que aquel que tenga un verdadero AMIGO – del latín amicus, y este posiblemente de amare – será feliz.
Diciembre 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de diciembre de 2010

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Darse la vuelta

Darse la vuelta
Ramón Serrano G.

Quiero hoy, a sabiendas de que no es un tema demasiado agradable, hablarles de las cucarachas, esos, al menos para mí, bichos repelentes que muchas noches, demasiadas, suelen abandonar las grietas o rendijas que les sirven de habitáculo y salen a pasear a su antojo por nuestras viviendas, infestándolas en mayor medida de lo que suponemos y creándonos demasiados problemas higiénicos.
Pero no es de tipo sanitario el motivo de traer a colación a las curianas, sino razonar sobre una determinada imposibilidad de estos insectos. Unos bichejos que han sabido adaptarse admirablemente a su siempre mezquina calidad de vida y que han llegado a conseguir logros importantes para que esa vida les sea propicia a su modo.
Así, han conseguido aprender cómo absorber la humedad ambiental de tal forma que pueden resistir sin agua un mes, y en cuanto a su alimentación, al ser omnívoras, se abastecen de plantas, pegamento, cuero o madera. Suelen salir de noche aunque son prácticamente ciegas, pero se saben mover por los más diversos conductos gracias a sus antenas que, al contactar con cualquier superficie, les indican el camino a seguir. Igualmente, en sus excrementos, dejan rastros de los que se sirven para localizarse o poder encontrar fuentes de comida o de agua. Diré, por último, que prefieren las estancias cálidas, aunque se saben adaptar a una gran variedad de ambientes.
Todo eso, y muchas cosas más que sería prolijo detallar, han aprendido los blatodeos en sus más de 300 millones de años de existencia para poder sobrevivir y evitar cualquier peligro de exterminio de su especie. Sin embargo, hay una cosa que todavía no saben hacer, y eso que esto les acarrea la muerte. Así, cuando ellas, a causa de un resbalón, o por el espasmo causado por los insecticidas, caen boca arriba no aciertan con el modo de darse la vuelta y empiezan a agitar desordenadamente sus patas para tratar de voltearse, pero ese es un movimiento totalmente infructuoso. Lo intentan de nuevo, se cansan, paran, y una y otra vez, baten al aire sus extremidades hasta que al poco mueren sin remedio.
Dicho esto, quiero hablar ahora de que igualmente hay una especie de “cucarachas” de dos patas, coetánea con la aparición del hombre sobre la Tierra (y creo que esto fue en la época del Mioceno, o sea, hace unos 20 millones de años) y que esos especímenes tienen casi las mismas propiedades que sus homólogos los blatodeos.
Como ellos son omnívoros y fagocitan todo cuanto les pueda interesar de su derredor. El agua pueden sustituirla fácilmente por cualquier otra bebida, sobre todo si tiene graduación alcohólica. Se arrastran, serpean, vuelan, e incluso nadan entre dos aguas, en aras de conseguir sus propósitos. No les importa actuar de día o de noche y también tienen antenas, aunque bien distintas de las de sus congéneres, para obtener cuanta información les sea necesaria. Y por supuesto, acuden a los “basureros” para estar bien nutridos. Como diferencia principal, diré que no suelen vivir precisamente en covachas ni agujeros, pues gustan de tener pomposas residencias, siempre ganadas con malas artes.
Pero sí que les ocurre igual que a las curianas, ya que cuando patinan y caen, no saben dar la vuelta de manera alguna. No han aprendido, a lo largo y ancho de su ya vieja existencia, que se puede errar y, reconociendo el error, enmendarlo y seguir por la adecuada vía. Mas no, eso no. Si han obrado mal, que suele ser su habitual modo de hacerlo, tratan de justificarlo de cualquier forma. Inventan patrañas, buscan testaferros, u hombres de paja sobre quienes cargar sus faltas. Lo que sea menos darse la vuelta.
Todos ustedes, queridos lectores, ya han adivinado que me estoy refiriendo no a todos, pero sí a tantos y tantos “prohombres” que a lo largo de la Historia han desarrollado sus actividades públicas en beneficio propio, única y exclusivamente de esa forma, aunque propagando que lo hacían por favorecer al pueblo. También a esa cantidad ingente de fundamentalistas de todo tipo que han obrado radicalmente, hasta matar si preciso fuera, para imponer sus creencias y opiniones. Por igual a los designados por los “dioses” para, dictatorialmente, liberar y engrandecer a sus gentes y a sus tierras, aunque cada día que transcurre estas se vean extremecedoramente aherrojadas y sometidas, desvencijando sus mentes y sus cuerpos y aniquilando, sin concederles voz ni escuchar sus razones, a cuantos discrepaban, o discrepan, de sus órdenes, sus deseos y sus maneras de obrar. Y los hubo, los hay y los habrá, en todos los lugares y operando a todas las escalas y viviendo unas vidas en la oscuridad y entre basuras.
Sí, siempre ha sido así, y así sigue, y así seguirá siéndolo. No saben dar la vuelta, no pueden, no quieren reconocer sus errores. Recordemos como ya Guillén de Castro, en sus “Mocedades del Cid”, nos dice en la primera quincena del siglo XVII: “…Procure siempre acertalla/ el honrado y principal/pero si la acierta mal/sostenella, y no enmendalla…”

Noviembre de 2010

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 19 de noviembre de 2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

La llamada

La llamada
Ramón Serrano G.

Esta mañana te he vuelto a ver cuando ibas al trabajo. Llevabas, como siempre, ese aire cansino y distraído que te caracteriza y que a mí no me gusta nada. Es más, que te arrancaría de cuajo y te lo sustituiría por otro más vivaracho y animado. ¿Pero qué tonterías digo? Sabes muy bien que de ti no cambiará nada, absolutamente nada, pues me gusta tu forma de ser más que nada en este mundo. Bueno, me gusta tu forma de ser, y tu aspecto, y tu carácter, y tu manera de vestir, y de hablar, y…, y…, y…Pero ya he dicho una nueva melonada porque tú todo esto no lo sabes. Ni tú, ni nadie, ya que a nadie se lo he dicho, y procuro muy mucho que nadie me lo note.
Aunque te conozco, sólo te veo pasar por delante de mi casa, un día, y otro día, pero sé de ti tantas cosas como si ya hubiese cumplido mi sueño de casarme contigo. Tienes que ser, mejor dicho eres, estoy segura, bondadoso, sencillo, elegante (puede que extremada y obsesivamente elegante), solícito y hogareño, aunque debes saber hacer muy pocas tareas domésticas pues tu madre y tu hermana, es natural, te llevan en palmillas. Sí, también sé que vives con ellas y que Flor, tu hermana, es muy guapa.
Todo eso, y muchas cosas más, he averiguado de ti y, sin embargo, tú de mí no conoces nada. Vivimos cerca, sabemos quienes somos desde siempre, y sin embargo no te has preocupado jamás ni de si existo. Tanto no, porque en las raras ocasiones en que nos cruzamos me saludas atentamente, como es tu estilo. Sin embargo no percibes nunca mi interés por ti cuando me hago la encontradiza tomando un café, comprando el periódico, dando algún paseo por las tardes, o cuando, sin esperarlo, tengo la fortuna de coincidir contigo en algún sitio. Pero no, no te enteras.
Pese a ello, sabes que me has enamorado como a una idiota. ¡Qué boba soy. Ya he vuelto a decir sabes! Lo diré bien. No sabes, no puedes estar enterado, hasta qué punto me he prendado de ti. Tanto, que arrumbaría mi vida, mis proyectos y mis gustos, por vivir a tu lado el resto de mis días. ¡Mi vida y mis proyectos! Mi familia, sin ser pobre, es humilde. Por eso, y para que no sufriera la misma situación, mis padres me facilitaron estudios universitarios, lo que significaba para mí el súmmum de mis aspiraciones. Aproveché bien mi oportunidad y conseguí alcanzar una situación privilegiada, o al menos así la considero. Tenía, después de muchos esfuerzos, algo tan preciado que siempre pensé que no lo cambiaría por nada. Pero estaba equivocada. Sin saber cómo, te cruzaste en mi camino y, desde entonces sí que lo cambiaría por algo. Hoy sólo pienso en casarme contigo, vivir junto a ti, y daría al traste con todo por lograrlo.
Pero quiero y debo aclararte varias cosas. Primero, que no me asusta la idea de quedarme para vestir santos. De hecho, hace pocos años, con mi edad, ya casi te tildaban de solterona. Hasta hoy he vivido muy bien así y podría seguir haciéndolo. Segundo, he de informarte que no es el matrimonio lo que me ilusiona, que también, sino el formar una familia contigo. Las mujeres, ya se sabe, somos más soñadoras, más ¿románticas? Me gustaría decirte las ensoñaciones que pasan por la cabeza cuando me subo al zamizaquí, a estar allí a solas, oír música, leer o, simplemente, pensar en mis cosas. Los hombres soléis ser distintos en esto del amor. A veces, muchas veces, buscáis más satisfacer vuestras pasiones que vivir una vida realmente afectiva. Otras, os creéis superiores y casi hacéis un acto de condescendencia al uniros a nosotras. Pero dejemos eso y volvamos a esto otro que quiero decirte.
Lo que me ha hecho cambiar de opinión, lo que me entusiasma no es hacer lo mismo que muchos hacen. Se casan, trabajan ambos, tienen uno o, a lo sumo, dos hijos, a los que por cuestiones laborales o sociológicas apenas ven y casi ni los crían, que esa tarea la encomiendan a guarderías o sitios análogos. Podría exponerte cien casos más, pero ¿para qué?, si ya has comprendido a lo que me refiero. Ellos “conviven” en su hogar unas escasas horas nocturnas, que además dedican en su mayor parte al teléfono, la “tele”, o el ordenador, y muy poco a conversar, a VIVIR con los suyos.
Pero no es eso lo que yo deseo. Por eso no movería ni un dedo. Si he de dejarlo todo, ha de ser para construir una alcavera entre los dos y más adelante con nuestros hijos si nos llegan, que aunque ya no somos demasiado jóvenes, aún estamos en buena edad para tenerlos. Para estar unidos, ayudarnos y compartir risas y penas según vayan llegando. Por eso sí que lo haría; de ese modo tendría que ser y no toleraría que fuera de otra manera. Es más, segura estoy que tú tampoco.
Te hubiese escrito contándote todo esto, pero pensé que sería mejor decírtelo de viva voz. En varias ocasiones descolgué el teléfono para concertar una cita contigo, pero luego, sin acabar de decidirme y sin saber por qué, pospuse la llamada. Una llamada que sabía, deseaba y esperaba que cambiase mi vida. Y esta mañana, un rato después de verte, cuando he supuesto que ya estarías en tus tareas, he marcado tu número dos veces, pero comunicabas. Al tercer intento me ha contestado una voz femenina, muy meliflua, que te ha dicho después con un tono íntimo y comto que no me ha gustado nada, ya que me ha llevado a comprender algunas cosas:
-Es para ti G…
No sé que se me ha pasado entonces por la cabeza, pero he colgado sin decirte nada y creo que ya no volveré a llamarte.

Noviembre 2010
“Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 5 de noviembre de 2010

jueves, 21 de octubre de 2010

La tablilla

La tablilla
Ramón Serrano G.

Como hacían tantos otros, y por costumbre, una mañana más nos acercamos a ver “la tablilla” donde se exponían las esquelas de quienes habían fallecido, y así enterarnos de las noticias necrológicas locales, más que nada, por si había que cumplir. Frente a ella siempre se oían los mismos comentarios: -Vamos a ver quien se ha quitado hoy de fumar, decía aquél. Y este: -¡Anda! Si se ha muerto la Eufrasia, la mujer de Estanislao. Pues la vi hace tres días en la carnicería. –Y no era vieja, 78 años, le contestaba alguno. Mirando la esquela de al lado, decía otro: -¡Coño! si se nos ha ido también Feliciano. Llevaba ya el pobre malo un poco tiempo. -¿Quién era? que no me acuerdo de su cara, preguntaba otro. – Sí hombre, claro que te acuerdas. Estaba casao con una hija de Quirocha y han vivío toa la vida en la calle Ancha. Que hacía escobas, y ella las iba vendiendo por las casas.
Y así, un día, y otro, y otro, las mismas extrañezas y las mismas admiraciones ante la muerte, rutinarias y un tanto absurdas.
Cuando echamos a andar, le dije: -Oye Luis. He oído decir que ese pobre hombre hacía escobas. ¿Es que se podía vivir de eso?
-¿Sabes Luca? Hubo épocas en los que se tenía que vivir de lo que se pudiese. De eso y de muchas cosas menos. Cuando paso por estos pueblos recuerdo nítidamente oficios de mi niñez a los que echo en falta. Antes, había trabajos, sitios, costumbres, sin las cuales la vida sería impensable y que hoy las modernidades, muchas veces para bien y algunas para mal, o al menos para regular, han hecho desaparecer sustituyéndolos por trabajos y productos alternativos. Pero les sigo teniendo mucho cariño.
-¿Y cuáles eran?, porque posiblemente algunos los haya conocido yo.
-No creo, porque hace ya mucho que desaparecieron. Verás, te voy a ir nombrando varios con los que yo he convivido y sin embargo, al evocarlos, me parece que existieron hace siglos. Estaban las recoveras, que iban por las casas vendiendo huevos y gallinas, y al paso, esparcían por todos sitios la rumorología local. El paragüero y “lañaor”, como se anunciaban a sí mismos, y que mal arreglaban algún paraguas que otro, pero dejaban como nuevos los lebrillos y las orzas que se habían rajado poniéndoles unas enormes grapas. No sé si eran además hojalateros. Desde luego estos, con su estaño, su anafe, su soldador, etc. se dedicaban más bien a hacer o a reparar objetos de lata: candiles, embudos, pringueras, moldes, lo que fuese, ya que por aquellos entonces no había plástico y el cristal era caro. Había matarifes, que acudían a las casas a capar las cerdas y cerdos que se habían criado en ellas, y de San Andrés en adelante a sacrificarlos. ¡Menudo día era el día de la matanza!
-El “afilaor”, con su flauta de música inconfundible, que portaba una extraña carretilla, la cuál, colocada de determinada forma, permitía que se moviera la rueda y con ella la piedra de amolar. Las peinadoras, que iban siempre a buen paso con sus cabás, en los que portaban los utensilios, botes y mejunjes de su oficio. Cabe decir que solían ser el “complemento informativo local ” de las que cité antes y que también algunas de ellas, sabían además de peinar, curar tanto el mal de asiento como el aojamiento con diversos remedios, por lo que no era raro que algunas llevasen, debidamente ocultos, alguna higa y otros remedios para ese mal.
-Pues no, ni conocí nunca a nadie que ejerciera esas labores, ni tan siquiera había oído hablar de ellas. ¿Y había más?
-Claro. Y muchas. Pero sólo te nombraré otras dos ya que si no la relación sería extensa en demasía. Estaban los herradores, que trabajaban siempre a las órdenes de un veterinario, pero que se dedicaban principalmente a esquilar a las caballerías y a herrarlas. Sabes que a estos animales, los cascos de las patas les crecen igual que a nosotros las uñas, y se los tenían que recortar primero para poder herrarlas después. Y por último me voy a referir a aquellos por los que me has preguntado, los escoberos. Los hombres salían al campo para coger cerrillo o cabezuela, y luego, con ello, hacían escobas que las mujeres salían a vender por las calles. En realidad, de eso sólo no podían vivir y lo hacían como complemento a otros trabajos que realizaban con la misma eventualidad que este, y con exiguas ganancias, pero con ellas vivían.
-Esto debía ser por estas zonas, le dije, y me imagino que por el norte o el levante habría otros muchos oficios ya extinguidos.
-No lo dudes. Oficios, usos y prácticas que se han ido para siempre como nos iremos nosotros y de los que ya apenas si se acuerda alguien. Pero lo que a mí me llamaba mucho la atención era la costumbre que había en Tomillares de reunirse todos los días los hombres en el centro de la plaza, vistiendo siempre la blusa de origen levantino, azules los unos y negra los menos, haciendo corrillos y entorpeciendo el paso de carros, carretones y de los pocos coches que por entonces había. Todos se conocían y todos se relacionaban. Más que ahora. Charlaban con sus convecinos sobre lo divino y lo humano, hacían tratos, comerciaban con los “corredores” de la “cebá”, el vino o los melones, y allí pasaban horas y más horas dándole sin parar a la sin hueso, transmitiendo y recibiendo noticias, cambiando opiniones y haciendo negocios. Era, en su modestia, el ágora griega instalada en el corazón de La Mancha. El tiempo, que todo lo muda y con todo termina, acabó igualmente con esa tradición de nuestro Tomillares, de la que, ya te digo, sigo conservando muy buen recuerdo.

Octubre 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de octubre de 2010

jueves, 7 de octubre de 2010

La dependencia

La dependencia
Ramón Serrano G.

Para Isabel Lozano, que desempeña muy bien su profesión de periodista.

Sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Tal vez unos meses, unos cuantos días, o quizás tan sólo uno, pero aquella noche se sentía feliz. Completamente feliz. Su enfermedad, que le había apartado definitivamente y demasiado pronto de la vida laboral, y que en los últimos tiempos le tenía postrado en aquella cama que ya apenas abandonaba, le había, si no agriado, sí ensombrecido el carácter que en su juventud, no tan lejana, había sido alegre, extrovertido, bullicioso. Por eso, a veces, pocas veces, echaba de menos su antigua vida social. Sí, siempre había gustado de relacionarse con la gente. De compartir problemas y alegrías. De reírse de todo y por todo en el momento oportuno. Pero las cosas se torcieron y en esta vida, se dijo para los adentros, cuando rola el viento y la mar se cubre de enormes borbollones, cada palo debe saber cómo aguantar su vela. Ni le importaba ni le temía a la muerte. Nunca se lo tuvo, y al dolor se había ido acostumbrando ayudado por los calmantes y la paciencia. Pero en esos momentos no se acordaba de su mal ni de la posible inmediatez de la visita inevitable de la calaca. Estaba feliz de tenerla junto a él.
Aquella noche, el tumor que desde hacía tiempo le iba robando horas a sus días le dio por hacerse notar con un dolor mayor que de costumbre, lo cual le impidió conciliarse con el sueño. En esa vigilia oyó unas voces que le eran muy conocidas, pero que sonaban más alzadas que otras veces, aunque a menudo trataban de apagarse. Como pudo, se tiró de la cama y a rastras, como pudo, se acercó a la baranda. Desde allí oiría mejor sin hacerse notar. Y entonces escuchó nítidamente cómo su mujer trataba de negar inútilmente a su hijo los dineros que este le estaba exigiendo otra vez, casi con amenazas, para seguir comprando aquellos polvos asesinos a los que se había habituado en exceso. Estas reuniones y peleas entre ambos, siempre a escondidas y a deshoras, ya las había supuesto desde hacía tiempo. Pero ante la impotencia y la inoperancia a las que le tenía sometido su enfermedad, siempre había callado. También en esa ocasión mantuvo silencio, creyendo que ese obrar sería el mejor.
Cuando acabó la chirinola no volvió al lecho. Quedóse allí en el suelo, rumiando ideas y echándose sus cuentas, hasta que la mujer, llorando su desgracia, subió para acostarse sin sospechar que podría encontrarlo allí tirado. Se extrañó al verlo y empezó a hacer preguntas sin sentido. Él, la calló con comedidas formas, y le rogó que se sentara a su lado para hablar de unos temas sabidos por los dos y nunca comentados, pero que ya no debían seguir quedándose más tiempo adentro de sus almas. Lo hizo y el esposo le dijo lo que sigue:
-Calla, por favor, seré yo quien hable. Como ves, acabo de corroborar lo que sospechaba desde hace algún tiempo, pero sobre nuestro hijo y su enorme problema no voy a pronunciarme. Es mayor de edad, lo que le ocurre se lo ha buscado él solo, no podemos darle solución, y casi tan siquiera prestarle auxilio. Lamentablemente el difícil remedio de esa desgracia, si acaso lo hay, que lo dudo, se nos ha ido de las manos. Esa desventura no hemos podido, o no hemos sabido, atajarla. Permíteme que hable de ti entonces. De la belleza de tu vida. Aunque, quizás no debería hacerlo, pues sólo una palabra, tan sólo una palabra, podría destruirla. Que para admirar la auténtica belleza se precisa silencio.
-Pero diré algo de tu comportamiento. Y podría hacerlo para recriminarte, puesto que creo que llevas mucho tiempo obrando mal, en cierto modo. Desde que en un recodo del vivir tuviste, tuvimos, aquel mal encuentro, has estado trabajando siempre con buena voluntad, aunque no podría haber sido de otro modo, que la maldad eres incapaz de llevarla a cabo. Has creído, torpemente, que tú sola lograrías, poquito a poco, vencer al dragón de siete cabezas que ha devorado a nuestro hijo, lo mismo que a tantos otros como él. Tú querías, pero ni sabías, ni podías hacerlo. Lo logran, y no siempre, quienes se dedican a ello profesionalmente. Y tus buenas intenciones no han conseguido mejorar las consecuencias, como era lógico. Debería haberlo intentado yo, o haberte ayudado al menos, pero mira en que estado me encuentro. De cualquier forma, ese continuo batallar se ha convertido para ti en otra dependencia más.
-Dependencia. No imaginas en cuántas ocasiones pronuncio, sin hablar, esa palabra. Como la estudio una y otra vez, atribuyéndole alternativamente malas y buenas cualidades. Está tan universalizada que nadie puede vivir ya sin el apoyo de alguien, ya sea esta ayuda nimia o enorme. La que tenemos el muchacho y yo de ti, es evidente. Pero la que quiero resaltar, por su importancia, es la que tú tienes de nosotros. Porque has de saber que tú también te hallas en un estado de necesidad física y psíquica que te supedita, que te hace estar bajo nuestra férula. Que hace que tu vida nos la dediques por completo.
-Y así, todas las mañanas, antes de que las claras del día metiéndose por los resquicios de las ventanas inflexiblemente echen del hogar las sombras de la noche, ya se ha despertado ese deseo tuyo de ayudarnos y, con esa propensión tan noble, se extiende por toda la casa un aroma de esperanza. Después, a lo largo de toda la jornada, con el alma colmada de congoja y la cara radiante de alegría en la espera de una felicidad que no llegará nunca, te deleitas cumpliendo a ultranza tus deberes de esposa y enfermera, de ama de casa limpia y ahorrativa, y, sobre todo los de madre, papel este en cuyo desarrollo brillas desde y hasta siempre, aunque en los otros tampoco desmerezcas.
-Luego, por las noches, cuando las estrellas ya se han ido acurrucando cada una en el lugar que le tienen asignado allá en el cielo, tras comprobar que poco o nada te resta por hacer, que todo se halla en estado de revista, te sientas a esperar inútilmente el regreso del hijo que andará por ahí atiborrándose de mierda. Al mucho, resignada de ver que no regresa, te acuestas, y yo, haciéndome el dormido, al poco oigo con cierta satisfacción el chapoteo de tus lágrimas, pues sé que nada consuela tanto como el llorar cuando se quiere vencer a la tristeza.
-Esta noche quiero decirte que soy harto dichoso al ver como es tu comportamiento ante estas adversidades que te tienen aherrojada, pero no triste. Sí, mujer, tú también tienes una muy grande dependencia, que no es otra sino el saber que del amor que nos tienes a tu marido y a tu hijo, tu vida se alimenta y logra pervivir. Bendita seas por ello.

Octubre 2010

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de octubre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

La empatía

La empatía
Ramón Serrano G.

-Luis, ayer, cuando estuvimos hablando con ese amigo tuyo en la puerta de la Biblioteca Municipal, le oí decir que sentía hacia ti una gran empatía. ¿Qué quiso decir con eso?
-Creo, Luca, que algo distinto a lo que tú hayas pensado. Pero déjame contarte algo primero. Afortunadamente, en estos tiempos, y gracias a los medios educativos y de comunicación que existen, la gente va aprendiendo a llamar a las cosas por su nombre. Mira, antes, para el hombre de la calle no había esquizofrénicos, o paranoicos, o neuróticos. Solamente existían los locos. Y lo mismo que te he puesto este ejemplo te podría hablar de otros muchos. La profundidad del conocimiento de un determinado tema, así como el uso de los sintagmas específicos y apropiados de cada tema quedaba reservada a los estudiosos del mismo.
-Y te diré otra cosa. Solía aparecer una enfermedad por estos lugares cuando, muy de tarde en tarde y para alguna celebración, se daba una comilona en la familia. Entonces siempre había algún muchacho que más habituado al ayuno que al banquete se excedía en la ingesta y lo tragado se le quedaba asentado en el buche sin que pudiera darle una salida normal. A aquello, que se trataba de un empacho, de una indigestión, la gente lo llamaba “ mal de asiento”, y para curarlo no se acudía a un médico, que hubiera sido lo correcto, sino a alguien “habilidoso”, que tras untar con aceite la barriga del doliente, se la masajeaba durante un buen rato (lo “masnaban” decían ellos) con el fin de conseguir que lo atascado encontrase su salida natural. Desgraciadamente hubo veces que, dada su ignorancia, no percibían que las molestias no se debían a un hartazgo sino a una perforación en el estómago o en el intestino, la cual, con los masajes, se agrandaba y producía la muerte.
-Entonces pensarás: ¿qué ocurría, que la gente desconocía un asunto en concreto o la existencia de un problema? No, lo que pasaba es que se referían a él sin darle el nombre apropiado, llamándolo erróneamente por otro que no le correspondía. Son muchas las cosas que no se han sabido durante años, aunque tampoco hemos sabido aplicarles su nombre exacto. Pero hablemos de la empatía, como me has pedido. ¿Tú qué crees que quiso decir mi amigo con eso de la empatía?
-Pues que le caías muy bien, o que eras muy simpático, no sé.
-Me lo imaginaba. Pero he de decirte que estás en un error. Mejor dicho, en dos. Todos nos hemos percatado desde siempre, y esto es muy normal, que, cuando empiezas a tratar a alguna persona esta te cae bien, o mal, sin que haya un motivo específico para ello o una causa aparente que lo justifique. No. Es algo que te surge de dentro y que te condiciona. Oyes decir: “Qué bien nos ha tratado fulano. Se nota que sabe y además te transmite confianza”. Y no consiste en que sea más o menos cortés o buen conocedor de su oficio. Es, simplemente, que corresponden su aspecto o su proceder, o ambas cosas, al modelo que nosotros mismos teníamos prefijado. ¿Es a eso a lo que tú llamarías empatía?
-Pues sí. Posiblemente, le contesté.
-Aunque también puede que pienses que lo que te indujo a pensar bien de él es que tenía simpatía. Sabes que casi siempre le parece buena mi actitud, desea que me vayan bien las cosas, le es grata mi compañía, y opina que soy llano y afable. ¿Puede que sea esto lo que pensaste?
-Ya me pones en un aprieto y quizás sea esto último. Aunque yo creo que ambas cosas son lo mismo.
-Pues ni lo son, ni tienen nada que ver con la empatía. Esos son los errores que tú y mucha gente mantienen sobre esa palabra. Yo mismo estuve equivocado con ella durante mucho tiempo. Pero mira: la empatía es la capacidad de una persona de participar afectivamente en la realidad de otra. Te lo aclaro. Es el poder comprender las ideas y los sentimientos de los otros y compartirlos con ellos, sin que sea obligatorio para esto pasar por los mismos trances y circunstancias, con lo que, si lo sabemos hacer bien, conseguiremos que se sientan realmente comprendidos.
-Debes saber, Luca, que la empatía se desarrolla en las personas desde niños. Por eso es fundamental que haya una buena comunicación emocional dentro de la familia, cosa esta que desgraciadamente hoy en día no se da en exceso, ya que por sabidos motivos, que ahora voy a silenciar, esa conexión, ese diálogo interfamiliar, no está muy extendido. Y sabrás, que la mayor dificultad que existe para el desarrollo de la empatía es que solemos estar demasiado pendientes de nosotros mismos. Nos hallamos inmersos en nuestro propio mundo y no procuramos entrar en el del prójimo, con lo que infravaloramos sus problemas y magnificamos los nuestros. Pocas veces somos sinceramente respetuosos con sus ideas y no aceptamos abiertamente lo que ellos piensan.
-Ten por seguro que si practicásemos la empatía en mayor grado, estaríamos realizando una erogación de cariño y generosidad hacia nuestros convecinos. Y te diré, por último, que has hecho muy bien en preguntar, porque hay un proverbio, creo que chino, que dice que quien hace una pregunta es ignorante durante cinco minutos, pero quien no la hace será ignorante para siempre.

Setiembre 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 24 de setiembre de 2010

jueves, 9 de septiembre de 2010

"La tarde cayendo está..."

“La tarde cayendo está…”
Ramón Serrano G.
Para Janna y Evert, que tienen un nieto precioso.

Hola amigo sol, ¿ya estás aquí de nuevo? Pocas horas descansas en estos meses de bochorno, pues tarde te ocultas y asomar, asomas cuando muchos aún duermen. Yo, afortunadamente, no soy de esos, ya que gracias a la enseñanza paterna, son bastantes los días que ya estoy alzado cuando empiezas a anunciarte. Y es que estoy plenamente convencido de que levantarse al tiempo que tú, e incluso antes, tiene bastante de provechoso, y aunque haya habido no pocas ocasiones, casi siempre siendo joven, en las que he despreciado la vista de tu aparición y me he quedado arrebujado entre las sábanas incluso hasta esas horas en las que te hayas en lo alto, son más, han sido, y deseo que sigan siéndolo, las veces que espero en vigilia tu hermosa y prometedora salida.
Sabes bien que hoy, como siempre, te recibo con el mayor agrado, pues eres el heraldo anunciador de que la vida sigue existiendo pese a los ingentes esfuerzos que los hombres hacemos constantemente por destrozarla. Eres, sin duda, quien destierra a las tinieblas y con ellas a los ladrones y rufianes, que afanan más y mejor, y con mayor villanía, al cobijo de aquellas que con tu luz esclarecedora. Y eres el más fiel medidor del tiempo, pues por tu posición se sabe con certeza la hora del comer, del ociar o del trabajo. ¿Recuerdas cuando algunos jornaleros lo hacían desde tu alborear hasta tu ocaso?
Los griegos te deificaron como Helios, sabedores de que eras, junto al agua, el gran bienhechor del mundo. Ellos, como aquellos que les precedieron y los que les sobrevivimos, somos reconocedores de todas tus virtudes, y, como los enamorados, que sólo ven dones en la persona amada, te admiramos cualquiera que sea tu apariencia. Si naciente, por lo esperanzador de tu venida. Si tibio, porque caldeas y pones algo de color a las frías mañanas del invierno. Si te asomas en las bardas, porque animas a no ociar, diciéndonos que aún tenemos tiempo de hacer nuestro trabajo. E incluso si eres de castigo, porque gracias a ti granan los trigos y comemos.
Aunque, como te digo, me agrada tu compaña a cualquier hora. Por mis años, que ya van siendo muchos, te tengo ahora más apego casi al caer de la tarde, justo unos instantes antes de que te ocultes. En esa hora machadiana en la que “… todo el campo, un momento, se queda mudo y sombrío, meditando…”. En ese momento en que las farolas empiezan a chispear su luz feble y pajiza, intentando, sin conseguirlo nunca, que la noche no nos cubra a todos con su fosco manto.
Y es justo en ese rato, un poco posterior a que los chiquillos salgan jubilosos del colegio, o los ingleses se junten para tomar el té que traen de sus colonias, cuando te observo y veo que mi cariño por ti, aunque distinto, es grande, muy grande, igual que lo fue siempre. Comienza entonces entre tú y yo una conversación, un bisbiseo, como esos que mantienen a menudo dos amigos que se cuentan en voz queda sus secretos, sus ideas, sus esperanzas o sus cuitas.
Bien sabes que en esas chirinolas en las que tú me escuchas mientras cabalgas lentamente hacia otras tierras, me sincero contigo y te relato que no echo de menos los días aquellos en que esperaba ansioso tu llegada, esa que alegra tanto a los pájaros que te saludan jubilosos con sus trinos, ya que el recibirte me animaba a empezar alguna obra, o a seguir con la que tuviese entre las manos, o a concluir la que hubiera ya casi acabado, para empezar de nuevo otra faena. No, los hombres debemos saber siempre en qué hora vivimos, cuáles son nuestras posibilidades y el suelo que pisamos.
En estos tiempos, y a esa hora nona que te indico, mi pensamiento da en rebinar cómo serán los días que me restan, cuántas jornadas es posible que le queden a mi vida, aunque es muy cierto, y tú lo sabes bien, que no me inquieta si son pocas o muchas. Impórtame más, y casi solamente, el cómo vivirlas y si sabré acertar con el modo de hacerlo. Que lo que me quede de realizar en este mundo sea el bien y, si no puedo, al menos que no cometa algún desmán o haga nada malo. Que siga mi vida el mismo buen discurrir que siempre tuvo y que fue superior a mis merecimientos.
Supongo que así será, o al menos lo deseo, y para ello me baso en que si mi existencia no se ha visto alterada nunca por grandes oscilaciones, no veo por qué motivo ahora, que ya voy siendo viejo, he de sufrir alguna alteración que me trastoque. Te confieso, viejo amigo, que soy feliz. Tengo, como tantos otros, muchos achaques y alguna enfermedad de poca monta, pero creo que sé, y ¡cuánto lo agradezco!, ocupar bien mi tiempo dando a mi alma distracción y ocupaciones más que aplacientes. Con ello me compenso de algún sufrir, que también haylo, pero del que no quiero dar cuentas a nadie, que los gozos se han de compartir, pero la pena debe guardarla cada uno en sus adentros.
Y ahora, amigo sol, te dejo que tú, tal vez cansado ya de tan larga jornada, has de acostarte y yo lo haré también en un escaso rato. Mañana te veré ¡ojalá! Me quedo aquí, rociado de penumbra, y diciendo aquello que me enseñó Machado: “…¿A dónde el camino irá? Yo voy cantando, viajero a lo largo del sendero…”

Setiembre 2010

jueves, 12 de agosto de 2010

El pianista

El pianista
Ramón Serrano G.

No sé cual es la causa, ni me importa conocerla. Lo que sí sé, todos lo sabemos, es que existe un tópico según el cual las personas de determinados sitios tienen, en su mayoría, unas características bien definidas que los distinguen claramente. Por su modo de hablar, de comportarse, de pensar, de un montón de cosas, pero siempre tienen algo que es peculiar y casi exclusivo en ellas. Ejemplos, los que quieran, y archisabidos. Así, los andaluces son graciosos, los catalanes ahorradores, los gallegos indecisos, los madrileños chulapos, etc., etc., etc.
¿Es esto verdad? Pues no lo creo, aunque de serlo, ha ido perdiéndose con las modernidades. Esto último está claro porque hoy hay una gran interrelación entre unas tierras y otras, lo que lleva a una mezcolanza de estilos y costumbres entre los habitantes nativos y los metecos. En cuanto a lo primero, he de admitir que sí, que puede que una mayoría tenga unas cualidades determinadas, pero que estas no se dan en todos sus individuos, ni únicamente en esos lugares. Lo que sí está claro, es que los propios de esos sitios suelen estar orgullosos de poseer esas peculiaridades que le son atribuidas. Tanto, que hasta presumen de ellas. Vean si es así.
Voy a citar dos lugares, por cierto hoy hermanados, que han sido siempre, al decir de las gentes, el lugar donde se desarrollaban infinidad de cuentos y sucedidos. Son estos Lepe y Tomillares. Así se ganaron fama el primero por sus chistes y el segundo por su noble “brutalidad”.
Deteniéndonos en este último sitio, recordaremos el célebre dicho de: “Los hay brutos, muy brutos y de Tomillares” Y muchos de sus habitantes se hallan muy felices de ser así, borricotes, garrulos, toscos en sus maneras, aunque eso sí, nobles, sencillos y transparentes como los que más. Allí no se dice; “Por favor, déjame un sitio” sino “Hazte p’allá” Y se pondera la belleza de una obra, o de una moza, exclamando: “Tié babas” Y otros mil modismo exclusivos. Y en cuanto al tamaño, todo debe ser de lo que ahora se denomina talla XXL. Presumían de que sus tinajas, sus mulas, sus reatas, sus bombos, todo fuera grande, “hermoso”, como les decían ellos. Vayan ahora tres anécdotas para demostrar la forma de ser de los tomillareños.
En los tiempos en los que cuando un chaval hacía una trastada se le arreaba una tunda sin que nadie se traumatizara, ni el mundo se viniese abajo. En todas partes, descubierta la fechoría, el padre se quitaba el cinturón y le atizaba al chiquillo unos cuantos azotes con él. Pero en Tomillares no. Allí el padre se quitaba la correa y la dejaba estirada en el suelo. Después agarraba al mozalbete por los tobillos y lo golpeaba contra el cinto las veces que fuera menester, según su falta.
También por aquellas épocas se iban los hombres al campo de semana o de quincena. Se llevaban la mula, el hato y, si lo tenían, a algún hijo que ya estuviese espigado. Y sucedió que una noche, apagado ya el candil, acostado el padre en un poyo, el hijo en otro y la mula en la cuadra contigua, se oyó una ventosidad muy ruidosa. Preguntó el muchacho: “Padre, ¿ha sío usté o la mula?” El hombre, casi en un gruñido, contestó: “He sío yo” Y el hijo diose media vuelta y exclamó: “Ya me parecía a mí mucho pedo pa la mula”
Diré para finalizar que una cierta ciudad europea se dio un concierto de piano en el que tanto por la fama del pianista, como por el programa (el concierto nº 1 de Chopín y el nº 5, el Emperador, de Beethoven) el teatro se vio completamente abarrotado. La interpretación, como era de esperar, fue excepcional, maravillosa, y a su término el público, en pie, estuvo durante muchos minutos aplaudiendo y dando muestras de admiración. Ocurrió que entre los vítores y los “bravos” se oyó una potente voz que dijo: “Viva Tomillares”. Cuando por fin se hizo el silencio en la sala, el músico, tras agradecer profunda y humildemente la generosidad del respetable, preguntó que quién había dicho lo de “Viva Tomillares” puesto que muy poca gente en el mundo sabía que él había nacido allí, que allí vivió parte de su infancia y que de allí había salido siendo aun muy niño.
Entonces, desde una platea, un caballero de buen porte y entrado en años le contestó: “Mire maestro. Yo he sido el autor de esa expresión y no porque supiese que aquél era su lugar de nacimiento. No. Lo he deducido porque he tenido la suerte de asistir a muchos conciertos y siempre he visto que, al empezar, el pianista se sienta y acerca la banqueta al piano, mientras que usted se ha sentado y ha tirado del piano de cola para atraerlo hasta la banqueta. Y me he dicho: Este hombre tiene que ser de Tomillares”.

Agosto 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 13 de agosto de 2010

viernes, 30 de julio de 2010

Quejarse

Quejarse
Ramón Serrano G.

Solemos decir: “Las cosas son como son”, así, sin más. Y yo, sin embargo, creo que eso es un craso error o, al menos, una afirmación seccionada en su mitad. Tanto, o de tal modo, que puede llegar a desvirtuar su esencia. Porque las cosas no son solamente como son por su naturaleza, por su eseidad o por su trascendencia, sino que son además como nosotros las vemos y como reaccionamos ante ellas.
Los problemas, las enfermedades, las desgracias, o los infortunios son malos en sí, y eso es incuestionable. Pero su malignidad y el detrimento que pudieran depararnos depende, y mucho, de nuestra postura ante ellos. Porque en la vida todo es mensurable, relativo, de forma que a todo evento, a toda vicisitud, el individuo puede reaccionar de modo muy distinto, según sean sus modales, su formación o su idiosincrasia. Pensemos en cualquier mal económico, corporal, familiar, social, o del tipo que queramos, y a poco que repasemos, veremos que todos hemos visto como cada quien lo admite y lo soporta de una forma ecuánime y paciente, mientras que otros, intolerantes, se exaltan y rebelan contra lo acaecido, diríamos que casi con intransigencia y modos malos o, al menos, incorrectos.
Hay que señalar también, que muchos somos propensos a magnificar nuestros quebrantos, lo que nos conlleva a considerarlos como únicos y requintadores de los que otros hayan padecido. Y no pensamos en cuántos y cuántos han sabido llevar con entereza sus tragedias y tribulaciones, siendo aquellas quizás de mayor enjundia que estas que a nosotros nos afligen. Son los que no se han atrincherado en la resignación y en las quejas y han sabido superar sus desventuras, guardándose su dolor, que lo tenían, y grande, tan grande como el de los demás, lanzándose a la brega diaria, dispuestos a demostrarle al mundo y a sí mismos que si el daño recibido era mayúsculo, su fuerza interna era mayor, y con ella superarían perfectamente dolores, carencias y pesares.
Porque seamos sensatos, nada se saca con una constante actitud plañidera. Al oírla o al contemplarla, unos se compadecerán un instante, pero pronto se desentenderán de nuestro penar para volver a sus propios problemas. Puede que alguien lo minimizará comparándolo con el que él mismo, o algún allegado, soportaron en un tiempo pasado. –Sí que lo siento, dirán, y enseguida: -Adiós, ahí te quedas. Y hasta puede que algunos se muestren sensibles en nuestra presencia, pero luego, en la calle se reirán de nuestra quejumbre y nos tildarán de gemebundos. No, créanme. Tiene un proceder absurdo quien se conforma con gimotear. Ya Esopo decía que “una vez llegada la desgracia, de nada vale quejarse”. Y existe un proverbio oriental que afirma: Si tu mal no tiene remedio ¿de qué te quejas? Y si tu mal tiene remedio ¿de qué te quejas?
Quede claro, sin embargo, que lo que quiero decir en lo expuesto hasta aquí no indica que las adversidades y los reveses no hayan de entristecernos y apenarnos. ¡Claro que sí! Y mucho a veces, según sea su tamaño y nuestra forma de ser. Lo que nunca deben conseguir es sumirnos en un estado taciturno o depresivo, y dejarnos sin ánimo para seguir luchando por todo lo bello que tiene la vida. Es como si alguien cae a una piscina. No es agradable, pero no tiene por qué ahogarse. Debe nadar con toda su energía para salvar su vida.
Por ello no debemos olvidar nunca que cuando nuestro corazón sufra por cualquier revés o percance, no hemos de caer en la inacción y en un gemiqueo constante. Lo importante es que nuestra cabeza actúe, serena y ordenadamente, como motor propulsor de nuestro comportamiento, para que este se realice a favor nuestro en el deseo de conseguir una vida, si no tan feliz como antes, sí, al menos, llevadera. Que nuestro entendimiento nos diga que no todo se ha perdido, aunque lo que ya no tenemos sea irrecuperable. Que nuestro magín nos enseñe a saber continuar con esa carencia. Que nuestra voluntad nos obligue a esforzarnos hasta conseguirlo.
Es sabido que el alma humana se fortifica con la lucha y que se saca más fuerza ante los grandes problemas. Que tenemos el deber de demostrar todo la valía que poseemos. Por lo cual, los males han de servir para estimularnos y no sólo para afligirnos. De ese modo nuestro duelo, que lo seguiremos teniendo por más o menos tiempo, deberemos guardarlo para nuestra intimidad sin dar de él cuatro cuartos al pregonero. Entonces, ya digo, conseguiremos que este no sea una rémora, un lastre que, además de no aliviar nuestro daño, nos tendrá abatidos y murrios.
En un hermoso libro, La inutilidad del sufrimiento, se afirma que lo sustancial de la vida de una persona no es tanto lo que le sucede, sino su proceder ante lo que le sucede. Y Churchill dijo que a los hombres y a los reyes se les juzga por los momentos críticos de su vida. Recordémoslo y actuemos en consecuencia.

Julio 2010
Publicadoem “El Periódico” de Tomelloso el 30 de julio de 2010

jueves, 15 de julio de 2010

Por atún...

Por atún…
Ramón Serrano G.

Un día alguien se extrañaba de por qué los gallegos conseguían siempre sus pretensiones mientras que los de otras regiones difícilmente lo lograban. Su interlocutor le dio una razón más que convincente, que yo quiero exponer hoy, pero haciendo una salvedad que, aunque de tipo subjetivo, me parece completamente cierta. Esta es que no creo que el lugar de nacimiento influya de manera determinante en el comportamiento y la forma de ser de los individuos. Los hay graciosos y esaboríos en Andalucía y en Aragón, vagos y trabajadores en Cataluña y en Extremadura, tenaces o con poco aguante en Cantabria y en Murcia. De todo, en todas partes. Pero, dicho esto, vayamos a nuestro caso.
Un vecino de Barbuleira y otro de Villavieja del Cerro tenían un mismo problema administrativo y ambos se tuvieron que desplazar a Madrid para resolverlo. Una vez en la capital se dirigieron a la Dirección General de Asuntos Varios.
-Bos días. Yo viniera para hablar con el señor director. ¿Podría?
-Mire, le contestó el funcionario. Aún no son las nueve y este señor no ha llegado. Si quiere, puede sentarse en una de esas sillas y esperarle.
Así lo hizo el galleguiño. Pasadas las diez, llegó el otro paisano.
-Hola. Vengo a hablar con el director.
-Pues mire, dada la hora, es raro que no esté ya aquí. Pero no ha venido. ¿Si quiere, puede sentarse y esperarle?
-¿Y tardará mucho?
- Debe estar en alguna reunión o consejo, pero no ha dejado aviso.
- Entonces, me voy a tomar un café y luego vuelvo.
Sobre las 11,30 el administrativo se dirigió al que esperaba para decirle que el señor director estaba reunido y que no sabía cuándo terminaría, aunque suponía que fuese tarde.
-Si no le importa, me siento y le sigo esperando. Y así lo hizo.
Al rato volvió el del café al que dieron la misma información. No le agradó la noticia, y tras alguna indecisión, resolvió irse a dar una vuelta por la ciudad, para hacer tiempo.
Cerca de las tres de la tarde informaron al de Barbuleira que tenía que marcharse ya que iban a cerrar, pero que si quería podía volver por la tarde ya que el señor director había dejado dicho que regresaría sobre las cuatro. El hombre se fue hasta un bar cercano donde tomó un bocadillo y una botella de agua. A las tres y media ya estaba de nuevo en la puerta del edificio oficial esperando a que abrieran. Cuando lo hicieron, subió al antedespacho, y allí volvió a sentarse para seguir esperando su objetivo. Sobre la cinco y media apareció el otro ciudadano diciendo:
-Pasaba por aquí y me ha extrañado ver abierto, pero he subido por saber si estaba el señor director y podría recibirme.
-Pues ya debería estar aquí, porque dijo que llegaría a las cuatro. Pero lo cierto es que aún no ha llegado y no sabemos cuándo lo hará.
- Bueno, pues entonces me marcho y mañana volveré.
Bien pasadas las siete informaron a nuestro buen gallego que su anhelado interlocutor acababa de anunciar que ya no vendría hoy, por lo que nuestro hombre marchó a su alojamiento. A la mañana siguiente llegó al edificio de nuevo cuando estaban quitando el cierre. Sabiéndose el camino, llegó a la antesala, pidió de nuevo audiencia, y volvió a su consabida y tranquila espera. Cerca de las doce llegó su colega con prisas y encontró al galaico bajando la escalera.
-Me he entretenido haciendo unas compras y mire qué horas traigo ¿Ha venido ya a ese señor?
-Pues no, contestó el otro. Me acaban de informar que le han llamado del Ministerio y ya no volverá hasta la tarde.
- ¿Esta tarde? Ese ya no viene hoy. Mañana vendré para verle.
Y cuando llegó ese mañana, casi sin que amaneciera, ya estaba el de siempre en la puerta, mientras que el otro, apareció sobre las diez en las oficinas. Pero tampoco ese día, y por ignorados motivos, lograron entrevistarse con el anhelado director. Al siguiente, cuando habían dado las doce y aún no les habían recibido, dijo el de Villavieja:
-Mira, yo no espero más a este tío. Me voy a mi pueblo y si no arreglo mi problema, pues se queda como estaba, y en paz.
No pensó lo mismo el otro, que sabía que cuando algo tiene verdadera importancia para uno y le interesa de verdad, hay que dar cuantos pasos sean necesarios, insistir lo indecible, aguantar lo inaguantable y no renunciar nunca hasta haber conseguido el propósito perseguido. Así pues, esperó tres días más, hasta que por fin le recibieron, le dieron una correcta y satisfactoria solución a su petición, con lo que volvió a su Galicia satisfecho.
Cabe decir que al volver a sus respectivos lugares de residencia, uno no cesaba de poner verde al director y despotricar contra la burocracia. El otro dijo solamente: -Yo fui a Madrid a resolver mi problema y me vine con él solucionado.
Y esas actitudes y no otras, como el origen o la forma de ser, son las que permiten a unos conseguir sus propósitos y a otros abandonar sus empresas tan pronto como sopla un poco de aire en contra. Dicho de otro modo: que unos la siguen y la consiguen, mientras que los hay que cuando van a hacer algo les gusta ir “por atún y a ver al Duque”.

Julio 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 16 de julio de 2010

jueves, 1 de julio de 2010

Yo, defendila

Yo, defendila
Ramón Serrano G.

Cuando aquella tarde iniciamos nuestra marcha el cielo estaba casi limpio, pero al poco, la tarde mayera se ennegreció en un verbo y empezó a caer agua con tantas ganas que tuvimos que salir corriendo a refugiarnos en el limen de un bombo cercano. Llevábamos allí ya un buen rato y, ante ese diluvio, comentó Luís que pareciera que estuviésemos en Santiago de Compostela. Al oírle, me vino a la cabeza un libro, La casa de la Troya, que me había leído mi anterior amo y, por charlar de algo, dije:
-Luis, nunca me has hablado de tu vida estudiantil. Cuéntame algo.
-Qué cosas se te ocurren Luca. Bueno, te contaré cosas de mi paso por la Universidad. Pero quiero aclararte que no te hablaré de ella, de la institución, que ese es un tema demasiado trascendente y no tengo hoy la cabeza para cosas tan potísimas. Pero prometo hacerlo otro día, así que has de conformarte con saber algo de otras de sus facetas, contándote algunas anécdotas que creo te harán pasar un buen rato.
-Empezaré diciéndote, que aquellas eran otras épocas, por lo que todo era muy distinto a como es hoy. Sabrás que la mayoría de los jóvenes que accedían a los centros universitarios, provenían del medio rural, por lo que quedaban de inmediato asombrados por la enormidad de las ciudades, su ambiente y sus formas de vida. De todo ello apenas si sabían algo, y mucho menos sus elogiables padres que, fiados en la buena voluntad de sus hijos, les daban los medios que creían necesarios para que se desenvolvieran lo mejor que pudieran y alcanzaran unos anhelados títulos.
-Lo más lógico es que todo ese mundo nuevo, lleno de todo tipo de ofertas para una vida desenfadada y grata, anublara la sesera de muchos de aquellos jóvenes que venían a caer de inmediato en las redes de una forma de vivir muelle y deleitosa. A esta, dedicaban ocho meses de los nueve que constaba el curso, inmersos en mil y una situaciones de enredos, juergas y conflictos de todo tipo. Pero ello, además de poco educativo, era caro. Para gastar poco, todo el material lo adquirían en rastrillos y en puestos ambulantes y tiendas de segunda mano. Era famosa “La Felipa” en la calle Libreros de Madrid. Y ya que todo su peculio lo destinaban a líos, francachelas y parrandas, andaban siempre a la cuarta pregunta, se tenían que ingeniar los métodos más peregrinos e insospechados para tener posibles. Para que te hagas una ligera idea, te voy a contar tres casos dignos de mención y que espero te gusten.
-Hubo uno que no sabiendo ya qué hacer, después de empeñar sus libros, de pedir prestado a todos a quienes conocía y a los que no, escribió a su padre solicitándole una importante cantidad, puesto que cada año, los estudiantes de un curso elegido por riguroso sorteo, tenían la obligación de pintar el edificio de la Facultad, y este año le había tocado al suyo. Y le añadía que aún era poco lo solicitado, porque era sólo lo que costaban brochas y pintura, ya que el trabajo personal lo haría él en ratos libres. Su ingenuo padre le mandó el dinero solicitado que, como puedes suponer, no se gastó precisamente en sederas, barnices y aceites de linaza.
-Otro, convenció a su pobre madre viuda de que debía comprarse una gabardina para guarecerse del agua y del frío en sus idas y venidas a la facultad. La mujer, sacó de sus ahorros el dinero y se lo dio. Cuando regresó por las vacaciones navideñas, venía el joven a cuerpo gentil. Y al preguntarle su madre por la gabardina, le dijo que se la había manchado de tinta unos días antes y la había tenido que dejar en la lavandería. Pasados tres meses, por Semana Santa, tampoco llevaba la prenda, debido a que había tenido un examen a última hora y, con las prisas, se la había dejado olvidada en la pensión. Tampoco la trajo al finalizar el curso y, nada más llegar contó: -¡Qué disgusto traigo! En la estación, he dejado la gabardina encima de la maleta y, mientras sacaba el billete, me la han robado. ¡Con lo bien que me sentaba y lo bonita que era! La infeliz mujer nunca supo que la consabida sardina no había salido nunca de la tienda.
-Te hablaré, por último, de una pensión en la que estuve alojado durante un curso y en la que fui testigo y compañero de casos y personajes dignos de escribir un libro como el de Pérez Lugin. La patrona, aunque decíase llamar Doña Adelaida, era conocida por todos, tanto huéspedes como vecinos, por Doña Julepina, ya que de entre sus muchos vicios y escasas virtudes, destacaba su infinita afición por el juego del julepe que compartía durante horas y horas con quien quisiera acompañarla. La mayoría de esos adláteres éramos nosotros mismos, los estudiantes allí alojados, quienes, no siempre de forma legal, le ganábamos el dinero a la patrona, a la cual se la llevaban los demonios, despotricando de su mala suerte. Claro que se resarcía de sus pérdidas a nuestra costa. Tenía, para toda la fonda, sólo una criada y esta, aunque echaba casi veinte horas al día, no daba abasto. Cambiaba las sábanas cada quince días, no encendía apenas la estufa y en cada habitación, así como en el pasillo no funcionaba más que una bombilla. Y recuerdo muy bien el menú de la cena que siempre era el mismo: una sopa de dudoso origen en la que flotaban entre ocho o nueve fideos y una sardina en escabeche. Postre no ponía porque daba flato.
-Pero lo que llamaba poderosamente la atención eran las grescas continuas que Doña Julepina mantenía con los del bar que estaba instalado debajo de la pensión, ubicada en el primer piso del edificio. Ella se quejaba, entre otras muchas cosas, de que no se podían soportar los constantes humos y olores a fritos que salían de la cocina del bar, mientras que ellos lanzaban improperios por todo lo que les caía de continuo desde la fonda: agua de fregar, despedicios y sobras de comidas, el goteo de la ropa tendida. Un sinfín de cosas. Y había entre nosotros un asturiano, de Luarca, con un humor finísimo, que siempre le tomaba el pelo a la patrona:
-Doña Adelaida, pasara yo ayer al bar de abajo a tomar un vino y dijéronme los camareros que usted, de joven, fuese puta. Pero yo, señora, defendila, y les dije: cómo iba a ser puta con lo fea que es.
-Y ahora vámonos, que ha dejado de llover. Ya te seguiré contando cosas por el camino.
Julio 2010

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 2 de julio de 2010

jueves, 17 de junio de 2010

La peor mentira

La peor mentira
Ramón Serrano G.

No necesito recordarles, que si la envidia fuese tiña habría infinitud de tiñosos. Y por igual, que si el cuento de Pinocho se realizase en nosotros, la mayoría de los humanos poseeríamos (sálvese quien pueda) inmensos almacenes para la mucosidad nasal; enormes bases para sostener las gafas. Porque mentimos, y bastante. Todos. Y a quien no lo haga, le pido perdón, y le ruego que no se dé por aludido.
Sobre la mentira, como casi de todo, se ha escrito y opinado mucho. Como anécdota diré que, de entre esas opiniones, siempre me parecieron muy acertadas la que hizo Bismarck, cuando dijo que nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de unas elecciones. O la de Antonio Machado, ¿quién podría haberlo dicho, sino él?: “¿Tu verdad? No. La Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
Lo cierto es que los humanos mentimos en exceso. Lo hacemos mucho ahora y lo hemos hecho siempre. Pero de todos los embustes, creo que el más cruel es aquel que, en silencio, nos hacemos a nosotros mismos demasiado a menudo. Porque sin tratar de justificar a los otros, a las andróminas que largamos y que intentamos colar a los demás, sabemos que se realizan con algún fin, las más de las veces aviesos, aunque también los haya de carácter piadoso. Sería ocioso desarrollar las muchas desventajas que tiene el embustir y entrapazar, pero quizás lo peor de haber mentido es que, cuando hayan descubierto nuestro engaño, que al final lo harán (todos sabemos que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo), ya nunca volveremos a ser creídos. Recuerden aquello de : “Favor que viene el lobo, labradores..,”.
Y dije antes, que siendo la mendacidad dañina en grado sumo, de toda la ralea de falacias, la más inicua, por muchas razones, es aquella con la que nos queremos auto-engañar, La que nos decimos a nosotros mismos para convencernos de algo que sabemos muy bien que no es cierto, pero que nos deja satisfechos, o eso creemos. Citaré algunos ejemplos de actos de este tipo, bien sea sucedidos a nosotros o a cualquier otro.
Así es, cuando un patrono paga a su empleado un sueldo de miseria y quiere tranquilizar a su propia y escasa conciencia, diciéndose: “Harto le doy ¡para lo que trabaja! y además, así “no se gastará el dinero en vicios”. O el obrero que deja la tarea a sin acabar correctamente: aquello de tente mientras cobro o de la viña malamente podada, y bueno está. Quien altera, a sabiendas y en su provecho, el peso o la calidad de su mercancía cuando la vende, y: ¡como todo el mundo lo hace! El otro que cohecha de una o de los mil modos y maneras en las que esos latrocinios pueden hacerse desde su poltrona, y: ¡puesto que nadie se va a enterar!
Están luego los de: total por… Total, por una vez que me lleve algo de la tienda sin que me vean. Total por una vez que sise un poco. Total por una vez que falte algo de materia prima. Total por una vez que no sean los ingredientes de la calidad indicada. Total por una vez…
Citaré, por último, las ocasiones en que también nos engañamos a nosotros mismos, o al menos lo pretendemos, y por cobardía, por comodidad, y hasta por vagancia, elegimos lo que de sobra sabemos que no es ya lo mejor, sino tan siquiera lo tasadamente aceptable, aunque, eso sí, lo más cómodo, lo que menos trabajo nos da, lo que a menos nos obliga. Sabemos sobradamente que tenemos valía suficiente para que nuestras aspiraciones, del tipo que sean, fuesen mayores. Pero no tenemos los redaños necesarios para esforzarnos en conseguirlas. Y, en un conformismo espurio, nos mentimos taimadamente diciéndonos que eso es más que suficiente. O que no nos gusta, sabiendo que el gusto significa esfuerzo y en realidad al final no es que no nos agrade, es que hemos aplicado la ley del mínimo esfuerzo. E incluso nos decimos, ¡qué cinismo el nuestro! que hemos hecho cuanto hemos podido por lograrlo.
Y a qué seguir. Como puede verse, en estas como en las otras, hay intención dañina y perniciosa para el ajeno. Pero en estas llevan aparejado intrínsecamente el peligro de una catástrofe inmensa. Pensamos que estas patrañas serán la jácena que soporte la techumbre del chamizo en el que queremos ocultar nuestras incorrecciones y nuestras falsedades. Que esos auto-engaños serán la medicina que calme la inquietud que nos haya producido nuestro escaso o mal obrar. Pero deberíamos saber, y de facto lo sabemos, que no son más que un placebo que calma livianamente nuestra conciencia de inmediato, pero que, como los explosivos de efecto retardado, son muy peligrosos de utilizar.
Balmes decía que el hombre se engaña a sí mismo para después engañar a los demás.

Junio 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 18 de junio de 2010

jueves, 3 de junio de 2010

¿Estoy viejo?

¿Estoy viejo?
Ramón Serrano G.

Hoy, sentado en mi rincón como el villano lopesco, cuando los años han volado para mí en tanto que los días se arrastran vilordos cumpliendo así fielmente el proverbio oriental, no quiero que me lleguen noticias, que todas suelen ser portadoras de descalabros y malandanzas. Tal vez sea por eso que mis oídos sólo quieren escuchar no lo que haya sucedido, sino lo que les pueda apetecer a ellos, o sea a mí. Aunque en realidad debiera decir lo que letifica a los hombres, a la mayoría de los hombres, ya sean estos arios, kamchatkos, tehuelches o saamis. Es mi deseo, entonces, que alguien venga a decirnos aquello que tanto nos agrada oír. Sí, eso de: “Háblame del mar, marinero…”. O que: “...No xardín unha noite sentada…”. O si recientemente algún gitano ha vuelto...a coger limones redondos, y los fue tirando al río, hasta que lo puso de oro…” . Esto para mí, y creo que parecidas expresiones que habrá en las islas Buriles o en la Patagonia. Me parece curioso, pero es muy cierto que estas son las únicas informaciones de las que quiero y necesito enterarme, puesto que con ellas, y sin más, mi alma encuentra el sosiego necesario.
Creo que estas actuales apetencias e inapetencias mías sobre lo que acaece (no sobre el saber, que para eso están los libros, quede esto claro), se deben, digo, a que sobre mis espaldas pesan más la cantidad de otoños que el de primaveras soportadas, aunque ambas sean las mismas. Puede que mis sufrimientos hayan sido muchos, aun cuando estimo que no lo fueron ni mayores, ni menores, ni tan siquiera distintos a los que han padecido la mayoridad de los humanos. No me interesa, en cualquier caso, adivinar cuál puede ser la causa de mi conductual melancolía porque no tengo deseo alguno de ponerle remedio. Es más, declaro que me encuentro de muy buen grado en esta situación.
Porque no cuando se llega a cierta edad, pero sí cuando se encuentra uno en determinado estado de ánimo, que lógicamente suele darse más en los longevos que en quienes no lo son, única, o principalmente, agrada prestar atención a lo que te cuentan los nietos, los hijos, o los amigos y allegados. Sus problemas, sus cuitas, sus alegrías, son en realidad los mismos problemas, cuitas y alegrías que los del resto del mundo, aunque tú por la proximidad los magnifiques. Pero son el principal, y casi exclusivo, objeto de tu interés por el mundo. Por ese mundo que uno a estas alturas desatiende, ya que apenas si te importa, a sabiendas de que es el que hay y el que habrá, si es que el efecto invernadero, la locura colectiva, o algún otro descubrimiento estigio no lo destruye más pronto que tarde.
Y cuan cierto es que cada uno de esos insólitos eventos que deseas que vengan a referirte los “tuyos” sean cada vez novedosos y nunca escuchados, por lo que vienes a prestarles una atención sincera y expectante. Aquellos te cuentan que han sacado dos puntos más en sociales que su “compa” de pupitre. Estos, que como otoñó bastante bien, las siembras ya “puguean” y las viñas han empezado a llorar. Los otros te describen, con igual minuciosidad y sapiencia que lo hiciese un facultativo en su aula, una fulminante enfermedad que llevan padeciendo casi veinte años, pero que los mantienen en una “eterna juventud”. Juro que esas cosas, y otras muchas como ellas: por ejemplo, si fue buena este año la cosecha de cardamomo; si las anémonas de mar son más bellas que las de jardín, o si el “demonio de Tasmania” continúa en peligro de extinción. Estas cosas, digo, son las que me alivian y entretienen, y no, si este o aquel bellaco ha matado a su mujer porque tenía los ojos grandes; si este o aquel politicastro es más conocido por su condición de faltrero que por solucionar los públicos problemas; o si estos o esotros comediantes de tres al cuarto, han adquirido mayor fama por sus líos amorosos, chismes y lisonjas, que por unas correctas actuaciones teátricas. ¡Qué más se me da eso! ¡Aquello, aquello es lo importante!
Pero vengo en decir más. Y lo hago para expresar que agradezco muy mucho lo que me cuentan, pero también, y de un modo importante, el cómo me lo cuentan. Las formas son, lo han sido siempre, algo trascendente. No. No debe ser que yo esté chocho o demodé. Lo que ocurre es que los recuerdos son algo que hacen mucho bien. Por mi mollera van discurriendo objetos y situaciones ya desaparecidas pero nunca olvidadas. Una carta escrita con una bella letra inglesa. O con un olor especial, un olor inconfundible y deseado. O un sencillo: “Hola, ¿cómo estás?” dicho con sinceridad y afecto. Esas y otras muchas, ya perdidas.
Porque uno ya va echando en falta que las cosas le sean dichas de corazón y no por una obligación familiar o social. Tanto a él, como a los demás. Que hoy las prisas, la codicia, la pluri-ocupación, lleva a muchas gentes a no comunicarse, o a hacerlo únicamente lo imprescindible y de una forma maquinal o, a lo sumo, socialmente correcta. Porque uno está alicaído al verse incapaz de, no ya solucionar, sino de comprender siquiera el porqué de tantos problemas, solucionables de facto, pero insolubles por la mezquindad de los hombres. Porque uno siente, hasta dolerle el alma, que los que nos sucedan no tendrán una vida cómoda o deleitosa.
Ya me callo, aunque de eso de las formas y los modales puede que hable otro día, que es un buen tema. Pero hoy ya llevo dichas muchas cosas y estoy algo cansado. No tengo seguridad de ello, pero creo que esto debe ser porque me estoy haciendo viejo.

Junio 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de junio de 2010

jueves, 20 de mayo de 2010

Todos los días

Todos los días
Ramón Serrano G.

A poco que observemos, nos daremos cuenta de que hay cosas que, pareciendo iguales, son siempre distintas unas de otras. Fijémonos, por ejemplo, en los niños, en las olas, en las llamas, en las nubes, o en los días, y veremos que cada uno de ellos es, entre sí, completamente diferente a los demás de su especie. Aunque la mayoría de las veces seamos tan bausanos que no sepamos notarlo.
De los últimos quiero hablar hoy. Sin querer ahondar mucho en el tema, diré que, a veces, según está el día así nos solemos hallar nosotros. Hay unos en los que la energía te lleva a todas partes, mientras que en otros la indolencia es una déspota que dirige tus actos. Y nos dificulta llevar a cabo estos últimos, porque en esas “¿desagradables?” jornadas existe como una neblina en el alma que nos impide la realización de nuestro ser, que nos complica el obrar, que entorpece nuestra facultad de sentir y de pensar. En esos días, el humo de las chimeneas de las casas, delator de que en ellas se está preparando el cotidiano condumio, no quiere elevarse y se apega, y casi se aferra a los tejados. La luz es distinta de la de otras veces porque el sol alumbra escasamente, ya que las nubes se allegan a velarlo con una parsimonia exasperante. Y el río, allí abajo, está como adormilado, y no canta, ni apenas hace espuma en su constante estrellarse contra las piedras con las que convive en lucha y amistad perenne.
En esos días a los que aludo, todos los proyectos se ven amenazados por la apatía, la cual parece que quiera acabar en un inexorable crimen con esas mismas acciones y esas mismas ideas. No es que todo lo veamos torcido o triste, no. Es que, sencillamente, no se ve. Y si algo, pese a todo, quiere percibirse en un futuro inmediato -el lejano no existe, así, sin más- no sabemos si es negro, o gris, u oscuro, porque, ya digo, que prácticamente no se divisa. Y en otra dimensión, no es que estés descontento por completo de lo realizado, pero sí notas la insatisfacción de lo que no has podido llevar a cabo, tanto si la causa de la inacción fue culpa de las circunstancias o de tu propia inoperancia o lasitud.
Lo que ocurre en suma no es que no se nos permita la realización de algo, sino que abandonamos la lucha y hacemos una abdicación de nuestro poder en otras manos, sin tener conciencia exacta de a quién pueden pertenecer estas. La consecuencia es algo así como el barco que va a la deriva y cuyo navegar no está decidido por la voluntad del patrón, sino por una serie de elementos ignorados, tanto en su existencia como en su poderío. Entonces, nuestro cerebro es incapaz de proyectar alguna innovación sobre lo venidero y se limita a dejar que acontezca lo usual. En realidad ese estado de ánimo no es malo en sí, e incluso puede llegar a ser agradable, siempre y cuando nuestra voluntad sepa vencer a nuestro esplín, y convencernos de que todos y cada uno de los días, de todos los días, merecen un esfuerzo por nuestra parte, mayor o menor, eso da igual, pero intentar conseguir un logro nuevo, un triunfo inédito, que nos servirá de adehala y estímulo.
Pero repito que hemos de esforzarnos un algo, o un mucho si necesario fuese, para saber vencer a la abulia, poniendo gran empeño en ello, ya que las más de las veces esa molicie conlleva un gran peligro: la rutina. Y debemos estar muy dispuestos a no caer en ella. Quiero constatar que este escrito no es un quejido o una expresión de abatimiento. Antes bien, digo que es mi intento el animar a quien, si al leerlo, se encuentra en la disposición antedicha, y pueda ayudarle a no caer en el pozo del adocenamiento. Que hay males a los que se les ve venir, que dan la cara; pero hay otros que son taimados y se presentan con una apariencia de poquedad a veces, de simplicidad otras, incluso con una falsa etiqueta de obligatoriedad. Innecesario decir que estos suelen ser los peores, ya que del enemigo que ataca dando la cara te puedes defender, pero el que llega camuflado llegará a destruirnos sin que nos enteremos siquiera de su presencia.
Y la rutina es así. Como un río manso en apariencia pero de corrientes turbulentas, y que si caes a él, llega un momento en el que te cansas de nadar contra corriente y te tienes que dejar llevar para, al final, morir ahogado de aburrimiento y hastío. Imaginémonos una situación de agobio “¿insoportable?” que bien pudiera ser la nuestra. Pensemos que estamos atosigados bien por el trabajo, o por su carencia. Por una enfermedad, propia o cercana. Por cualquier otro motivo, sin que importe su tamaño, ya que nuestro deseo, que esa situación está hecho un vainazas, se encargará de magnificarlo. En esos casos la mayoría nos dejamos llevar por la indolencia y acabamos sucumbiendo irremisiblemente.
Dice Pessoa que la vida es como una posada en la que hemos de albergarnos hasta que llegue la diligencia del abismo. Gran verdad. Y puesto que así es, al igual que nos preocupamos de limpiar y adecentar nuestro habitáculo, hemos de hacerlo por igual con nuestro estado de ánimo. Un día lo maquillaremos con la resolución de un trabajo bien hecho. Otro le invitaremos a un aperitivo, como la visita a algún familiar. Le regalaremos una rosa, que pudiera ser la sosegada charla con un buen amigo. O le leeremos un hermoso libro si hacemos un viaje inesperado, a un remoto lugar, con la persona con la que convivimos.
Pero no hay que pararse nunca a escudriñar como es nuestro estado de ánimo. Hay que hacer caso omiso a la mente y poner en funcionamiento aquello que nos dicte el corazón. Mas tengamos buen cuidado de que este no piense lo que ha de hacer. En esos momentos, si el corazón pudiera pensar, se pararía.
No te rindas, que diría Benedetti con su fascinante verso. Sé valiente y comprenderás por qué cada día es distinto. Márcate metas, aunque sean pequeñas, alcánzalas, y notarás perfectamente y para tu regocijo, que todos los días son diferentes, aunque la mayoría de ellos se parezcan.

Mayo 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de mayo de 2010

jueves, 6 de mayo de 2010

¿Soñar? ¿Vivir?

¿Soñar? ¿Vivir?
Ramón Serrano G.

Una de las cosas que me gustaría saber es el porqué de los sueños. ¡Claro que me gustaría saber tantas otras cosas! Pero vayamos a lo nuestro. Cada noche, en nuestras ensoñaciones, aparecen los personajes y emplazamientos más insólitos e inesperados sin que nadie sepa cuál es la causa. Por ejemplo, ignoro el motivo por el que la semana pasada, sin ir más lejos, el protagonista de mis sueños fue mi amigo Anselmo, al que conocí en el ejército (desde entonces no lo he vuelto a ver) y me proponía que representásemos Así es, si así os parece, de Pirandello. Ni más, ni menos. Y desconozco por qué hace unas noches estuve cabalgando varias horas con Antón Pérez, aclarando que Antón Pérez murió hace treinta y dos años y yo no sé montar a caballo.
O sea que en esas elucubraciones nocturnas solemos tener todo tipo de relación con personas y hechos de nuestros días y nuestro entorno (lo cual parece que sería lo lógico), pero por igual nos remontamos a revivir aventuras con alguien o sobre algo con lo que no hemos tenido relación hace mucho tiempo y en unas mezcolanzas inverosímiles de personajes y circunstancias. Y al no haber, aparentemente, un motivo coherente para que así sea pudiéramos pensar que nuestro magín no está normal si no se halla en estado de vigilia y que cuando está aletargado padece una insania que le lleva a esas raras incongruencias.
Para los sueños hay explicaciones de mil tipos, y algunas de lo más curioso. Los hay que dicen que cuando sueñan sólo tienen pesadillas o que en los sueños nunca termina nada felizmente. Puede que así sea, o al menos mayormente, pero creo que acaece de todo. También están los que afirman no recordar nunca lo que han soñado. Y puede que sea cierto, pero también estamos los que retenemos mucho de lo ensoñado, e incluso durante bastante tiempo. Existen quienes creen que esas actividades oníricas no son sino premoniciones, para bien o para mal. Puedo asegurar, al respecto, que conozco a alguien que afirma que cada vez que sueña con ratones le ocurre algo malo de inmediato. Lo que nunca me dijo es lo que le sucede si sueña con gatos. Por ello, es muy lógico que ciertas personas sufran con los sueños y los teman. Citaremos por último, y como anécdota, a los héroes griegos, quienes decían que durante su sueño eran visitados por sus dioses, que les aconsejaban cómo proceder en la batalla.
Muchas personas, por otra parte, tienen la creencia de que pensando en algo fijamente antes de dormir, luego soñarán con ello durante la noche. Podría ser esta una faceta simple de aplicar la teoría freudiana según la cual los sueños son una forma que el hombre tiene de realizar sus deseos. Pero no quiero, ni debo, ni puedo, meterme en el campo del célebre psicoanalista austro-checo, terreno este en el que, al igual que en otros muchos, soy un total analfabeto. Me voy a referir sencillamente a ese empeño constante e inútil de intentar soñar aquello que se desea. Algo que nos complazca y deleite, y así nos aseguramos una noche feliz.
De hecho lo intentamos una y otra vez. Nos decimos: es fácil, pensamos en una cosa y a esperar que todo lo relacionado con ella suceda a nuestro antojo, ya que su desarrollo depende exclusivamente de nosotros, sin cortapisas que otros pudieran ponernos para su ejecución. Montamos nuestra casita de muñecas, nuestro propio belén, y a esperar a que Morfeo le haga funcionar. Pero la experiencia nos dice sobradamente que después las actividades nocturnas de nuestro cerebro se suelen desgaritar por los más inexplicables derroteros.
Este es el hecho en sí. Pero podríamos poner nuestra atención en distintos enfoques del mismo, y sobre todo en uno: la causa de ello. La circunstancia que nos incita a intentarlo una y mil veces. Y, claro está, contestaciones para esta pregunta hay un montón. Tantas como sujetos se entretengan en preguntárselo a sí mismos. Aquél, nos dirá que la persona trata de conseguir, mientras está traspuesto, aquello que no puede alcanzar despierto. Éste, intentará hacer los viajes y tener las aventuras tantas veces deseados, pero que nunca ha podido realizar. El otro, que cuando esté grogui podrá seguir soñando despierto. El de más allá, procura instalar una cerca que impida el paso a su cerebro, durante la soñarrera, a situaciones o vivencias no deseadas, desagradables, tan intranquilas, que no le dejen conseguir el descanso deseado.
Vistos estos ejemplos, y alguno más que renuncio a referir, mi opinión sobre ello es fácil, muy fácil. Así, diré que la persona, cansada de tanto cabreo propiciado por el trabajo, el modo de vida, el generalizado latrocinio, las múltiples, y demasiadas veces desagradables, obligaciones diarias, etc., etc., quiere ser feliz, o por lo menos no ser desdichado. Al menos durante la noche. Tan sólo eso. O si prefieren lo puedo decir con otras palabras, pero con la misma intención. Lo único que pretendemos al tratar de forzar la acción, y/o a predeterminar nuestros sueños es, simple y llanamente, porque queremos vivir. Sí, han leído bien. Vivir, porque únicamente en sueños podemos hacerlo como está mandado.
Y si no me creen, recuerden que Bécquer dijo:“Despertar es morir”.

Mayo 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 7 de mayo de 2010

jueves, 22 de abril de 2010

Algo

Algo
Ramón Serrano G.

Cuando, en algún momento, alguien libera la imaginación de sus ocupaciones puntuales, este ocasional asueto suele llevarle a pensar en ilusiones presentes o futuras, pero las más de las veces, y casi indefectiblemente, a sus recuerdos. Está claro que poseemos, y utilizamos normalmente, una memoria selectiva. Y suele ocurrir que aquellos deseos y esperanzas pueden ser realistas o quiméricos, y con ello, fastidiosos o ilusionantes, mientras que las evocaciones son normalmente morriñosas y complacientes, pues sabido es que el hombre acostumbra a desbrozar sus remembranzas de abrojos y tríbulos, manteniendo en su magín tan sólo aquello que le es deleitoso.
Y de esos, y de otros sucesos y avatares, se ve lleno nuestro intrincado viaje, que sólo esto, un enrevesado periplo y no otra cosa, es nuestro paso por este mundo. Somos peregrinos que caminamos junto a otros, cada uno con el fin de ganar su propio jubileo, y que, pese a transitar por los mismos senderos, cada cual va observando paisajes y realizando etapas de muy distintas enjundias, y cada quien las aguanta y las supera con mayor o menor resignación y con más o menos éxito. Por otra parte, eso de viajar en compaña tiene la ventaja de verte ayudado y protegido por tus compañeros, pero conlleva obligaciones en la ruta que deben cumplirse puntualmente.
Hay pues tantas vidas y viajeros como seres vivos, y los hubo y habrá desde siempre y hasta siempre, así que fijémonos solamente en el recorrido de algunos. De este modo, vemos que hay quien hace el camino sin mirar a derecha ni a izquierda, obsesionado en primer lugar por llegar y porque lo vean llegar, y cuando llega, si es que llega, nada ha visto, nada sabe, y de nada se ha enterado. Su deambular no ha sido positivo, ni negativo. Su exclusiva fijación ha sido su equipaje, su vestimenta, en suma, su apariencia ante los otros. No ha leído a Machado. Ha caminado sin tener conciencia real de lo que hacía. De forma mecánica. Dirigido y manejado por manos extrañas, como un vagón de ferrocarril, por una vía marcada de antemano y de la que no ha sabido salirse.
Los hay que desde jóvenes adquieren constancia de la importancia de la ruta a cubrir, pero también desde muy pronto la menosprecian y pasan por ella como Juan por su casa, pendientes de futesas y fruslerías y sin pensar que este que están haciendo es un viaje tan sólo de ida y que, jornada o paraje que han sido desaprovechados, están perdidos para siempre. A lo sumo, se contentan con traer sus maletas llenas de marbetes con nombres de hoteles y lugares, y sacar fotos, muchas fotos, que sirvan de testimonio de su travesía. Tampoco ven nada, porque nada les interesa. Pasan, como dicen ellos, Si acaso, mantienen algún recuerdo y quizás esos souvenirs les sirvan para posibles ostentaciones ante amigos o familiares.
Pero afortunadamente, y aunque a mi parecer sean los menos, están también los que sí saben lustrar. Aquellos que en cada jornada van cumpliendo con exquisita ortodoxia las reglas que impone el buen hacer. Esos que sí leyeron a Machado por lo que van ligeros de equipaje. Tan sólo el necesario. Además programan las etapas y en cada una de ellas, aceleran si es lo debido, descansan cuando corresponde, se alimentan lo justo, se informan de modo conveniente y, lo que es más importante, van guardando en su cabeza tanto aciertos como errores y aprendiendo de ellos para el futuro comportamiento ante algún problema similar.
Son conscientes de que a nuestro vivir, porque es único, le hemos de dar cuanto podamos, y no en el sentido de lo material (aunque también pero sin excesos), sino en el anímico, almacenando en nuestra psique lo que de bueno hayamos seleccionado entre lo obtenido por nuestro soma. Así, acudir al trabajo no por la codicia, sino por la debida satisfacción de las necesidades. Que se ha de estudiar y conocer cuanto esté al alcance, y aun más, no por jactarse de erudición, sino para poder enseñar a quien no tuvo oportunidad de adquirir esas cogniciones. Aunque sólo sea por eso. Que fundamentalmente hay que tener un trato deferente para con los demás, tal y como quisiéramos que se nos diese, y hasta con aquellos que no son afables para con nosotros.
Y como así lo hacen, cuando el camino comienza a descender y las obligaciones van decreciendo pueden evocar con agrado la ruta recorrida. Porque a todos nos gusta recordar, y es bueno hacerlo, pero siempre que lo que se traiga a la memoria sea complaciente. Lo malo, lo que nunca debe hacerse, es apoltronarse en un pasado, sino que este no nos sirva de proyección y perpalo hacia el futuro y hasta el final, que podemos intuir próximo, pero que no sabemos cuándo llegará.
Me queda por decir, que también, como los otros, aunque sólo si pasan por un sitio que por algún motivo les produzca especial satisfacción, adquieren algo, un recuerdo, sólo uno, que les evoque después ese momento. Que cuando lo vean les rememore el instante feliz que se dio en el lugar donde se hicieron con el objeto. Dos anécdotas al respecto. Una señora, amiga mía, recibió en un determinado viaje el obsequio de una sortija de plata con su signo del zodíaco, Un mal día la perdió y su disgusto fue mayúsculo, no ya por su valor económico, sino por las remembranzas que le traía. Aún se acuerda de ella con cariño. Y sé quien tiene la costumbre de comprar una postal cada vez que visita un museo o una exposición. Luego las utiliza como marca páginas y su mente vuelve a vivir, una y otra vez, lo ya vivido en aquel momento.
Sí. Yo creo que es bueno conservar algo, ya sea palpable o intangible, de nuestro paso por sitios agradables o relevantes. Algo que nos facilite la membranza de ese instante. Como creo que debemos intentar que, al final de nuestro recorrido por el camino de la vida, los que nos sucedan, retengan en su memoria un buen juicio sobre nosotros. Aunque sea un atisbo, una escasa recordación, pero algo.
Abril 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 23 de abril de 2010

viernes, 9 de abril de 2010

La restauración

La restauración
Ramón Serrano G

La vida no es esperar a que la tormenta pase, es aprender a bailar bajo la lluvia..-

Cuando oigo alguna noticia de que tal estatua, este cuadro o aquel edificio se están restaurando, o se ha acabado de hacerlo, siento una extraña sensación, mezcla de satisfacción y desasosiego. Comprendo que está bien que las obras se conserven adecuadamente, y sobre todo si corren el grave riesgo de desaparecer. Pero discrepo de que a lo antiguo, al tratar de rehabilitarlo, se le quite esa pátina tan hermosa que da el paso del tiempo. Y es que ha ocurrido, acaece y seguirá sucediendo que por ignorancia, o por un exceso de “sabiduría”, el rehabilitador destroza la obra primitiva. A mí, y a algunas personas más que aún viven y pueden dar fe de ello, se nos ofreció para su compra un cuadro de nuestro querido Antonio López Torres al que su propietario/a, para que luciese más, le había dado una completa y amplia mano de barniz. Sin comentarios.
Lo mismo ocurre en las personas. Lo lógico y aconsejable es que todos nos cuidemos adecuadamente y utilicemos los remedios apropiados, pero para que nuestra vida sea a ser posible placentera y desde luego sana, pero recurriendo siempre a lo estrictamente natural. Esto es norma de obligado cumplimiento y por mucha edad que se tenga se debe luchar con constancia por el bienestar físico y psíquico. “Ut dessint vires, tamen est laudanda voluntas”, que decían los latinos. Aunque falten las fuerzas, sin embargo se ha de engrandecer la voluntad. Hay que cuidarse, aunque cueste, no sea que lleguemos a arguellarnos.
Por otra parte, quiero aclarar que no estoy en contra, para nada, de la cirugía estética, mas siempre y cuando esta se practique para remediar defectos notoriamente antiestéticos, incómodos, o nocivos para el buen desarrollo de nuestra salud. Sin embargo, me parece una inmensa vaciedad que alguien gaste su tiempo y su dinero en alisar su piel, en reducir su talle, en cambiar la tonalidad de su cabello o aumentar su cantidad, queriendo con ello tan sólo aparentar una belleza o lozanía, falsa a todas luces, y que se perdió hace más o menos tiempo.
Las cosas, y por supuesto las personas, hay que conservarlas, mantenerlas, pero verlas y dejarlas como son y como están, siempre que estén en buenas o aceptables condiciones de vida, repito. Fijémonos en esos castillos o edificios antañones que han sido remozados y que nos muestran dos caras completamente distintas. Una, la nueva, de apariencia lisa y pulida, pero de aspecto blanquecino y enfermizo. Otra, la antigua en la que sus piedras están coloreadas por el musgo, roídas por el viento, embellecidas por el tiempo. Porque a mí no me parece más bonita la figura marmórea que se conserva perfecta y muy cuidada en una sala del museo, que aquellas deformes y redondeadas, con narices y manos un tanto o un mucho amorfas, que contemplamos en los pórticos de muchas iglesias.
Todo hay que tomarlo como es, sin variar su estado natural. Las personas y las cosas, ganarán o perderán, pero se transforman con el paso de los años, y esa mutación no es, en absoluto, ni mutilación ni deformidad. Sé bien que hay posturas apologéticas unas, y denostadoras otras, tanto de lo nuevo como de lo adiano, y si se me permite, aún diría que de lo viejo. La mía la manifestaré al decir que me parecen encantadores los chiquillos (es cierto, yo soy muy niñero), pero admiro, como no se pueden imaginar, a aquellos que tienen una vejez bien llevada. Será porque ya tengo encima bastantes años, pero puntualizando un poco, manifiesto que todas las mujeres son preciosas a los veinte años, pero muchas de ellas con la madurez de los cuarenta, adquieren cualidades excelsas. ¡Y no digamos nada de las que saben llegar a los sesenta, y aun a más, con una belleza y una feminidad serena y dulce!
Pero es que además estas afirmaciones, se pueden extender en infinitud de aspectos. Sabido es que se acostumbra a ponderar la edad de tal o cual cosa para darle así mayor importancia o valor. Y así nos dicen: Mire, es un violín del siglo XVI. ¡Posiblemente un Amatius! O nos ponderan si el libro en oferta es una primera edición, No digamos si es un incunable. Y por una porcelana de Sargadelos de la época de su fundación, hace doscientos años, nos piden mil veces más que por una actual.
Es decir que cuando se trata de algo importante, se aprecia mucho la edad y el estado de conservación. Y ahí es a donde quiero ir a parar. Que la tormenta puede que esté sobre nosotros, así que deberemos aprender a bailar bajo la lluvia, pensando en que pocas cosas hay más esenciales para nosotros que nosotros mismos. Por ello, está muy bien que nos preocupemos de nuestra restauración, de la debida conservación de nuestro cuerpo, aunque no se debe olvidar nunca que es mucho más trascendental no desatender el buen funcionamiento de nuestra mente. El gran economista británico John M. Keynes nos da una gran lección, cuando al hablarnos del valor marginal nos dice que se puede obtener mucho más beneficio si vendemos una botella de agua en el desierto que si lo hacemos junto a un manantial.
Por ello, para poder conseguir ese pingüe beneficio, y aunque cuando llegamos a cierta edad todos tenemos achaques, ajes y dolamas, si no es que sufrimos padecimientos peores, deberíamos esforzarnos en ejercitar nuestra sesera y tratar de mantenerla en buen estado. Porque se puede vivir sin piernas, o sin brazos, o ciego. Mal, pero se puede subsistir. Pero si no funciona la cabeza, se puede vivir, sí. Pero a eso no se le puede llamar vida.

Abril 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de abril de 2010