jueves, 7 de junio de 2012

El automóvil

Ramón Serrano G. Para J.J. Montejano, con mi agradecimiento. -Creo Luca que nunca te he contado lo que me ocurrió, hace ya algún tiempo, cuando aún no te había conocido. Iba yo caminando un día de un pueblo a otro, empezó a llover con intensidad, y tuve la suerte de que un buen hombre parase su automóvil, (ambos ya tenían sus años), y me preguntara: -¿Dónde va, amigo? - A ningún sitio, le contesté. Soy un vagabundo sin destino fijo. - Pues si le apetece, replicó sorprendentemente, le invito a mi casa, que la tarde no está para paseos y la noche no será mejor. Y eso hizo. Subí con él, cruzamos el próximo pueblo y, a sus afueras, se metió en una pequeña finca, en la que se hallaba una casa, al parecer modesta, pero confortable, según pude comprobar después. Me hizo esperar un momento mientras guardaba el coche y pasamos dentro. -Aquí vivo solo desde que murió mi mujer, pero estoy bien. Claro que todo lo bien que puede vivir un hombre viudo y con mis años. Mas me voy apañando. Tengo mis achaques, claro está, pero voy saliendo adelante con la ayuda de una sobrina que viene dos o tres veces por semana a hacerme la colada y esas cosas. -He de decirte que la casa estaba limpia como un jaspe. Muebles, cocina, todo, estaba cargado de años pero con un aspecto de poder durar muchos, muchísimos más. Crescencio, así dijo llamarse, preparó la cena en un santiamén. Coció unas vainas, cortó dos pedazos de un queso muy bueno y muy curado, me dio una manzana y él cogió otra. La sobremesa duró bastante ya que a ambos nos agradaba el palillo. Yo me limité a referirle un poco de mi vida y a contestar a sus numerosas preguntas, pero él se explayó a su gusto. Me habló de su extinto trabajo, de su mujer, de los hijos no habidos, de sus costumbres, de sus tareas actuales (que no eran pocas), aunque las más le venían por propia imposición y las ejecutaba con agrado. Me dijo que por la mañana se tenía que ir temprano al pueblo, pero que lo esperase para desayunar juntos. Al levantarme (no muy tarde, según mi costumbre) él ya no estaba, por lo que salí al corral y vi allí varias gallinas, una higuera, dos manzanos y un laurel, amén de un sinfín de restos de trastos viejos y una cochiquera en largo desuso. Y un alpende casi lleno. Al pasar a su interior, observé que servía de cobijo y nidal a las gallinas, como almacén de mil cosas, algunos aperos, una bicicleta y, sobre todo, como cochera. Nada más entrar oí una voz que me saludaba amablemente: -Buenos días, ¿ha descansado bien? Me quedé extrañado al no ver a nadie, pero continuó la voz: -No se asombre que quien le habla soy yo, el automóvil. Sí, sí, yo. Verá, es que me paso tantos ratos aquí dentro, solo, sin poder charlar con nadie, que cuando por casualidad encuentro a alguien, y si además ese alguien tiene buen porte como usted, me desquito y hablo ¡cantidad! -Bueno, para empezar voy a presentarme, continuó sin importarle mi cara de asombro. Yo soy el “Compa”, que así me llama Crescencio, pues él fue quien me matriculó, y me estrenó, y desde entonces estoy en sus manos. Juntos hemos pasado de todo, y no siempre bueno. Ya sabe, las carreteras, las averías, y esas cosas. Él y Laura, su mujer, iban conmigo a todas partes, y he de decir que hemos vistos sitios maravillosos y pasado ratos muy buenos. Luego, ella se fue, y la cosa cambió bastante. Los dos quedamos deshechos, él más claro está. Yo trataba de animarlo, pedirle que nos fuésemos por ahí, pero cuando lo hacíamos, al reunirnos de nuevo cada mañana, ambos sabíamos que la noche había sido triste. Muy triste. -Pero es un gran hombre. Ignoro si lleva la procesión por dentro, pero sí sé que no se le nota, y que se dedica por completo a ayudar a los demás. Bueno, ¡usted puede dar fe de ello por lo de ayer! Y eso no es todo. Lo mejor para él es que ha aprendido a hacerse cargo de su situación y es consecuente con ella, sacándole todo el partido posible. Y me ha obligado a que yo haga lo mismo. Los dos, debido a nuestra edad, que repito que no es poca, tenemos ya ajes y dolamas muy similares. Verá: a mí, los latiguillos del freno se me obstruyen y no frenan, igual que el colesterol hace con sus arterias. Yo tengo holgura en las puertas, como le ocurre a sus articulaciones. No tengo la suficiente energía porque mis pistones se han desgastado, por lo que consumo aceite en demasía, lo mismo que él toma medicinas para tener vitalidad. Los dos estamos a la par en cuanto a la salud. Con alifafes, pero con una enorme voluntad para superarlos. -Por otra parte, mire usted, yo sé que el coche de Don Anselmo, el veterinario, tiene más años y está mejor conservado. Pero también sé que otros están en chatarrerías o en desguaces, o sea mucho peor que yo. Crescencio tampoco ignora sus limitaciones, pero observa que muchos de sus años van en silla de ruedas o crían malvas. Lo que realmente vale es que estamos muy, pero que muy bien de ánimo, y, por ello, de comportamiento. En la vida no sirve de nada quejarse, que las jeremiadas no curan y acaban poniendo de mal humor a quien se las cuentas. Lo necesario es conocerse bien y sacar fuerzas de donde haga falta para tratar de compensar las carencias, ya sean estas psíquicas o físicas, y vivir en paz y en orden. La fortaleza va decreciendo con el paso del tiempo, pero la ilusión de vivir, y de vivir con toda la ilusión, la hemos de mantener siempre. Siempre. Sin que nada la melle o la menoscabe. No había acabado de decir esto, cuando apareció Crescencio que ya volvía de hacer sus cosas y había comprado el pan y el periódico. Y con una sonrisa de oreja a oreja, como si nos conociésemos de toda la vida, me dijo: -Anda, recoge en los ponederos unos huevos que los friamos, mientras yo corto un poco jamón. Que habrá que almorzar algo, ¡digo yo! Junio de 2012 Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de junio de 2012