sábado, 2 de febrero de 2008

La buena estrella

La buena estrella
Ramón Serrano G.
Para mi amigo M.M.P. que supo ganarse su buena estrella.

Nada nuevo, o quizás muy poco, podría decir yo acerca de eso que hemos dado en llamar tener buena estrella, tema este sobre el que se ha escrito ampliamente por plumas mucho más cualificadas que la mía, a la cual ya me agradaría que la tratasen siquiera de lapicero. Pese a ello, quisiera apostillar algo sobre el tema.
Dejando a un lado los reconocimientos ajenos y propio, empezaré por afirmar que todos sabemos que aquello de la buena estrella viene a significar que un determinado individuo tiene suerte, ya sea esta en determinados asuntos. Puede que sea mucha o poca, real o aparente, de momio o bien ganada. Pero de esto me ocuparé más adelante. Lo que sí quisiera recordar es que esta creencia de la buena estrella procede de hace cuatro mil años, cuando los asirios, descubridores de la astrología, sostenían que si alguien nacía cuando se producía cierta conjunción astral, la fortuna le acompañaría a lo largo de toda su vida.
Esa convicción se ha venido manteniendo en el tiempo y es más, se ha visto incrementada por multitud de actos, artilugios y objetos, a los que el hombre les ha ido concediendo la cualidad de taumatúrgicos, queriendo obtener con ellos beneficios extraños que le ayudaran a triunfar en sus proyectos e intenciones, o le protegieran de males y hechizos. Acuérdense de la pata de conejo, del trébol de cuatro hojas o de la herradura con agujeros impares. Y, recurriendo a la historia, citaremos el ojo de Horus, la espada Excalibur, o el martillo de Thor. A estos, podríamos añadir una muy variada lista de amuletos, ritos y conjuros, existentes en todas las épocas, en todos los países y en todas las culturas.
Hoy en día, bien metidos en el siglo XXI y pese a los avances de la ciencia, se sigue creyendo firmemente en eso de la buena suerte. Y en realidad está bien que se haga, ya que es que lo mismo que ocurre con las meigas, que se puede creer en ellas o no, pero haberla, haylas. Casos sencillos, por citar algunos, son el que gana un premio en la lotería o el de quien salva la vida en un accidente de tráfico mientras que su compañero de asiento fallece en él. Pero estos son ejemplos de buena suerte puntuales, y yo en este escrito me estoy refiriendo a esa buena estrella que parece acompañar a algunos de forma constante desde hace más o menos tiempo.
Y lo intento hacer mirando la cuestión de un modo extrínseco. Es decir, no viéndola desde sus propias cualidades y posibilidades de existencia, sino enfocándola desde tres ángulos, en los que la mayoría solemos basarnos para determinar de una manera rotunda, y plenamente convencidos de ellos, que un individuo tiene la extraordinaria suerte que le asignamos los de su entorno.
La primera versión sería preguntarnos qué es para cada uno lo de la buena suerte, ya que suele suceder, que tenerla es acabar poseyendo lo que para nosotros es importante, con independencia del valor real que tenga aquello que otros alcanzan y nosotros envidiamos. Esto llega a ser falso en demasiadas ocasiones. Por no alargarme, diré que algunos comentan que Zutano tiene mucha suerte porque ha ganado, simplemente, dinero.
La segunda posibilidad es que Fulano haya tenido suerte y hoy esté en posesión de bienes de contrastada importancia, sean estos materiales o no, económicos o no. Pero tampoco me es útil esta posibilidad, ya que las personas son seres muy complejos y pudiera acontecer que sí, que hayan tenido mucha suerte en A, en B o en C, pero ignoramos si son desafortunados en X, en Y o en Z. Sabemos que tienen fincas, riqueza, estudios, pero desconocemos si su salud, su entorno social o familiar, su cultura son una hecatombe. Puede que sean suertudos en una parte, y por ello les envidiamos, pero quizás sean desafortunados en otras muchas, y eso no lo queremos ver o no alcanzamos a verlo.
He dejado para el final la apreciación más corriente que solemos emplear al juzgar a esas personas que, según nuestra creencia, tienen buen sino o están protegidos por algún hado. Estamos ante alguien que ha triunfado justa y notablemente en su vida. Lo primero que se nos ocurre decir de esa persona es que tiene una chorra increíble, y no nos ocupamos de indagar, cuántas horas dedicó al trabajo o al estudio; cuánto esfuerzo tuvo que derrochar; qué capacidad de sacrificio demostró; cuántas horas de sueño despreció en aras de ganar tiempo para alcanzar su meta; cuánto espíritu de superación expresado; cuánto aguante; cuánto tragar sapos desagradables pensando, y sabiendo, que el éxito compensaría el esfuerzo.
Y nosotros, trashogueros y bigardos sin tino, que abandonamos el camino al encontrar la primera piedra; que somos incapaces del menor esfuerzo; que buscamos sólo la vida muelle; que dedicamos al ocio el noventa por ciento de nuestro tiempo; que escurrimos el bulto de las dificultades; que incluso nos rebajamos a mendigar prebendas, canonjías y mamandurrias, nosotros digo, somos proclives a pregonar que aquél que demostró sobradamente tener unas agallas, o unos dídimos, de los que nosotros carecemos, y que lo que hoy posee lo ganó esforzada y merecidamente, lo ninguneamos diciendo que es alguien con mucha suerte.
Si nosotros tuviésemos, al menos, la mitad de su capacidad de esfuerzo y de trabajo, ¡qué la mitad! la décima parte tan sólo, estoy seguro que muchos también tendríamos una buena estrella.

Enero 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 25 de enero de 2008

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estimado Ramón, me alegro de que nuevamente te decantes por las nuevas tecnologías como un valiente que eres, superando con creces a otros coetáneos tuyos que no quieren ver un ordenador ni en pintura. Aquí tendrás un lector fiel; desde ya me pongo esta dirección como favoritos.

Abrazos