jueves, 12 de abril de 2012

¿Altanez?.. (I)

¿Altanez?…(I)
Ramón Serrano G.
“Cuando vuelvas de la calle/hastiado, amargo, sediento/ como agua clara del río/ será para ti mi cuerpo” .- Juana de Ibarbourou.

París es mucho París. Para Andrea, como para otras muchísimas personas, la ciudad más encantadora del mundo. Y ella estaba residiendo temporalmente allí, disfrutándola plenamente, paladeándola, a la espera de ser abuela por primera vez, aunque para eso faltasen aún dos o tres semanas. Y aunque pasaba muchos ratos con su hija, le agradaba enormemente pasear durante horas por el jardín de las Tullerías –el capricho de Catalina de Médicis-, y, entre sus estanques y fuentes, hacer planes y rememorar lo que recién le había sucedido allende el Pincipado.
Y en esos paseos, una y mil veces, como en una ucronía, había repasado minuciosamente su actuación y la de Alberto en aquella noche asturiana procurando juzgarlas sin prejuicios ni apasionamientos de ningún tipo. Pero en cada rememoración aparecían por su mente mil y una causas y desenlaces. Le y se insultó. Se y le eximió de culpas. Acriminó de ello no sólo a ambos, sino a la noche, a la cercanía del mar, a mayo, al lugar, a las copas, a las circunstancias, a.., a…, para luego, en cada enjuiciamiento, emitir las más diversas sentencias, hasta el punto de que siempre acababa con la cabeza hecha ascuas. Pero eso no le dolía. Lo que la azaraba es que, había tenido una primera postura de altanez que luego desestimó y no acababa de decidirse por cuál sería el camino a tomar a su regreso, porque ella sería su amiga. Sí, su mejor amiga, pero ¿tendría que conformarse sólo con eso? Al final decidió posponer la decisión definitiva sobre el modo de obrar más adecuado. O el menos doloroso. O el más conveniente.
Habiéndose adelantado el parto, volvió a Madrid a mediados de agosto con una obstinada idea que parecía habérsele incrustado en la mente: Alberto y la futura e impredecible relación con él. No podía, ni quería, pensar en otra cosa, tratando de hallar el mejor plan que se podía seguir. En primer lugar, el maldito ego siempre le impelía a mandarlo todo a hacer gárgaras, dolida por el “desprecio” sufrido. Pero ni ella era altanera, ni él había querido menospreciarla. Por ello, y al poco, siempre afloraban con fuerza otros sentimientos y apercibía que aquel “idiota” había dejado una gran huella en su alma. Venía entonces la disyuntiva de si volver al ataque con el fin de conquistarlo definitivamente, o conformarse con la sincera amistad que él le había ofertado (hermosa y atractiva por otra parte), dada la gran personalidad y enjundia que parecía tener el hombre.
De su perturbada cabeza se escapaban constantemente proyectos e intenciones, lo que le llevó a recordar a la uruguaya Juana de Ibarbourou, cuando, en su obra El cántaro fresco, dice: “…Por la persiana entornada entra un rayo de sol matinal, y por la misma rendija sale a la calle, oblicua, hacia arriba, una banda ancha y dorada de moléculas. Parece una legión de bailarines pues veo que cada uno de los puntitos rubios gira de una manera vertiginosa sobre sí mismo. Y miro con envidia a esa banda de átomos que se va a recorrer el mundo, llevándose quizás el secreto de mis intimidades…”.
Y a ella le estaba ocurriendo lo mismo, con el agravante de que quería retener y hacer efectivos sus múltiples deseos, tan dispares, tan factibles y tan irrealizables a la vez. Pero, por su forma de ser, y dada la importancia del asunto, tenía que tomar una decisión y llevarla a la práctica. Y hacerlo pronto. Así pues, al poco, habiendo dictaminado la que sería su forma de proceder, e imponiéndose la condición de que sus actos no delatasen nunca su verdadero objetivo, se puso manos a la obra. Lo primero que hizo al día siguiente fue llamarlo por teléfono.
-¿Alberto? Hola, soy Andrea. ¿Te acuerdas de mí, verdad? Pues nada, decirte que ya soy abuela.
-…
- Gracias, muchas gracias, y me he dicho: voy a llamarlo y, si le apetece, tomamos un café para celebrarlo y charlamos un poco.
-…
- De acuerdo. En eso quedamos.
Aquella tarde, como siempre, en El Espejo había un ambiente selecto y confortable. Cuando llegó, él ya estaba allí y, al verla, se levantó raudo y la saludo con efusión. Mantuvieron durante un rato los rutinarios y consabidos comentarios: -¿Qué tal te van las cosas? .- ¿Y por París, todo bien? Tu nieto será precioso. - No, ha sido una niña, y sí, es muy rica. Hasta que surgió el tema que tenía que surgir. Aquél que los había distanciado en Llanes y que los volvía a reunir en Madrid. Él quiso adelantarse tratando de aclarar, de justificar en cierta medida su comportamiento, pero ella le atajó de inmediato, utilizando un lenguaje primoroso y unos modos firmes, pero exquisitos, muy fuera de lo común:
-No, por favor. No trates de definir una actuación que sólo puede catalogarse como dignísima. Si acaso hay alguien que tenga que explicar su conducta soy yo, pero, si me lo permites, te diré que pienso que los dos hemos sabido valorar lo de aquella velada en su justa medida y vale más que la dejemos atrás, tomando de ella lo que tuvo realmente de valioso, y que es, qué duda cabe, tu ofrecimiento de una preciada amistad. Por supuesto, que acepto muy complacida tu munífica oferta, y añadiré que mi único, pero mejor te diré, que mi mayor deseo es tu amistad y darte la mía por igual, aunque no sé si sabré llegar a tanto. Pero intentarlo, a fe que he de hacerlo. Si me das ocasiones para hacerlo, claro está.
La tarde resultó perfecta, lo que dio pie a que se repitiera en varias ocasiones hasta hacerse algo habitual. Tres o cuatro veces se reunían semanalmente, y en uno de esos contactos Andrea propuso:
-Ahora que vamos intimando, ¿por qué no hacemos otro viaje como aquel? Dejo a tu elección lugar, fecha y duración. Pero no lo demores.
Alberto aceptó encantado.

Abril de 2012

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 13 de abril de 2012