viernes, 1 de febrero de 2008

Usted

Usted
Ramón Serrano G.

Estamos ya cansados de comprobar cómo de contino, aunque pongamos en ellas nuestro mejor empeño, muchas de nuestras acciones no tienen luego ninguna utilidad y de ello somos conscientes incluso antes de realizarlas. Pero sin embargo las hacemos. Las llevamos a cabo impulsados por no sé qué fuerza que nos hace creer que a la postre tendrán algún provecho, o, al menos, porque estimamos que su ejecución deja tranquilo nuestro ánimo con la satisfacción del deber cumplido.
Yo soy consciente de que mi mensaje de hoy, transcribiendo al hacerlo lo leído a Lucas, 8: 4-15, corre el riesgo de ser como el grano del sembrador, que una parte caerá entre las piedras del camino y acabará comida por las aves del cielo; otra parte de mi dicho lo hará junto a la piedra, y aunque al principio sea atendida y nazca, la aridez de muchas almas la secará; alguna otra ración de mi idea vendrá a sumirse en medio de espinos o abrojos, entre seres nada espirituales, que terminarán por ahogarla. Puede, aunque lo dudo bastante, que alguna pequeña porción de mi pensar sea atendida por alguien, dé cierto fruto, y con ello me tendría por satisfecho. Pero es casi seguro, repito, que mi pregón de hoy será infértil y habré estado predicando en el desierto.
Y el consejo que ahora quiero lanzar, no es otro que el de reivindicar algunas de las antiguas usanzas, que han existido hasta hace bien poco, pero que hoy están en trance de desaparecer, y aun tendríamos que decir que prácticamente ya han quedado exterminadas. Podría referirme a algunos actos, un tanto ceremoniosos y llenos de pleitesía, tales como ceder el asiento en el transporte público, o la parte interior de la acera a las señoras o a las personas de mucha edad. Podría citar la utilización del saludo, con el deseo bienintencionado para conocidos y convecinos, pero a esto ya aludí en ocasión anterior. O podría apuntar el abandono de escribir y hablar con una exquisita corrección gramatical, y en todas sus acepciones.
Pero estas palabras que hoy escribo van dirigidas al actual Tú y al perdido, por desusado, Usted. Seguro estoy que todos se han fijado en que ya es prácticamente imposible encontrar a personas, que no habiendo alcanzado la treintena de años, y aun sobrepasándolos, traten de usted a su interlocutor, sea cualesquiera que fuere el sexo, la edad o la condición, las formas de este o la recíproca conocencia. Somos plenamente conscientes de que el inaudito tuteo está más que asegurado. Bien es verdad que tampoco suelen admitir que a ellas se les aplique el usted, basándose casi siempre, y dada su pobre cortedad, en que no tienen edad para ello. Con eso cometen tres incongruencias. Una es que, si por la edad fuese, ellos tendrían que tratar de usted a los que sí son ya mayores y por tanto no aplican a los otros lo que para ellos rehúsan. La segunda razón es que ignoran que el usted se da no en virtud de la edad, aunque también, sino por la categoría y las condiciones de la persona a la que uno se dirige. La tercera es que no aplican la reciprocidad, y aunque te dirijas a ellos, una y mil veces, con el debido respeto del usted, te siguen tuteando irremediablemente.
Lo cierto y verdad es que hoy en día, en casi todos los sitios y lugares, al menos por estas tierras en que vivimos, el Tú impera y ha desterrado de la faz de la tierra al Usted, siendo lamentable oír como muchas veces una señora, que puede frisar los setenta, se dirige con exquisitez a un veinteañero diciéndole algo como esto: -¿Y no tiene usted alguna cosa más?-, a lo que el joven le contesta desvergonzadamente:- Esto que te he enseñado es lo que tengo. No te puedo ofrecer otra cosa-. Así sucede de continuo, pero quisiera aclarar que estas frases no son más que un ejemplo y quisiera también que nadie viese en él connotaciones extrañas, que no es mi intención referirme, hacer alusión, o señalar puntualmente a ningún gremio, oficio o profesión.
Bien pudiera suceder que este rechazo a los usos actuales que estoy desarrollando se deba a que los viejos nos aferramos a lo antiguo porque queremos mantener tradiciones y hábitos que se utilizaban en otros tiempos en los que nuestras vidas eran más jóvenes y podían ser más venturosas y que nos hemos anquilosado y apoltronado en lo que fue nuestro uso, sin pararnos a pensar en que debemos dar paso a las innovaciones. Hay que proclamar, sin que duelan prendas, que los modernismos son muchas veces buenos y que, de hecho, los hemos acogido de buen grado, cuando nos han sido interesantes y los hemos visto convenientes y agradables para nuestro sobrevivir. Sabemos muy bien que no se puede vivir aferrados a un tenaz y radical arcaísmo. Y esto de allegarnos a lo nuevo, ha ocurrido y a ello nos hemos amoldado en casi todos los órdenes de la vida, es decir, tanto en el vestir, como en el comer, en el hablar, o en lo que ustedes quieran. Nadie venga, pues, a denostar lo actual y a ponderar lo añejo, ni viceversa, que siempre hubo y habrá ritos y tradiciones, pretéritas o actuales, buenas y no tan buenas.
Por tanto yo haré las concesiones que sean necesarias a lo innovador y a lo moderno siempre que ello nos traiga mejoras considerables en cuanto a educación, comportamiento, trato o relaciones. Pero si no es así, y lo flamante llega cargado de modos groseros y descorteses, permítanme que diga como Cicerón en sus Catilinarias: ¡O témpora!¡O mores!, añorando otros tiempos y otras costumbres.
Al menos esta es mi opinión, que ignoro cuál puede ser la de Usted.

Noviembre 2006
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de nopviembre de 2006

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