martes, 25 de diciembre de 2012

Amigo sueño

Amigo sueño Hoy, una de esas pocas noches que aún me visitas, mi muy querido y, ya, extraño sueño, quiero hablarte, y decirte que sabes bien que desde hace algún tiempo me tienes abandonado, o mejor dicho, no vienes a verme con la asiduidad en que lo hicieras antaño, y ello me hace sentirme mal, no tanto por la escasez de descanso para mis músculos, sino por la avalancha de pensamientos que en las horas nocturnas en las que tú no estás saturan mi mente de una manera despiadada. No te lo critico, ni te doy quejas de ello, porque sé que no eres tú el culpable de estas demasiado repetidas ausencias tuyas, que, con seguridad, se deben más a mi estado anímico que a tu incumplimiento, ya sea por retrasos en la venida, o por la completa incomparecencia. Con los años, a los hombres les van sucediendo demasiadas cosas y yo no tengo por qué ser la excepción. Muchas de ellas influyen, la mayoría de las veces para mal, tanto en lo físico como en la psique. Comprensiblemente, si ando mal y leo mal, lo más lógico es que tampoco duerma bien. Y aun en el raciocinio me las veo y me las deseo para actuar con acierto. Pero a todo esto me voy, o quisiera irme, acostumbrando. Por otra parte, me gustaría pensar que, tal vez, el origen de mis prolongadas vigilias esté en que no hace mucho releí las Coplas que Jorge Manrique hiciese a la muerte de su padre, y con ello avivé el seso, desperté, y mi alma, por entonces dormida, contempló cómo la vida se me iba pasando vertiginosamente y cómo el final se halla cada vez más cerca. Tanto que está ahí mismo, casi, casi, a la vuelta de esa esquina. Y observando las muchas limitaciones que la edad me va imponiendo, y por concederme un algo de sosiego, evoqué aquellos tiempos que para mí fueron más placenteros, sobre todo por la carencia de molestias e incordios y por la fuerza que otorga la juventud para la resolución (acertada, o no) de muchos problemas. Como es natural, hice la consabida comparación apoyándome, una vez más, en el autor que gustaba de utilizar las coplas castellanas y las de pie quebrado, y mi creencia fue, como es natural, que aquellos tiempos pasados fueron mejores. Ahí la erré. Y has de saber que le di muchas vueltas en mi meollo a lo de si estas o aquellas épocas tienen, o tuvieron, una mayor bondad. Y en esto he de darte las gracias, porque tus precarias apariciones concedían a mi seso un gran descanso y energía, y con ellas dedicaba un muy amplio espacio de tiempo para hacer luego cuantas consideraciones creyese oportunas. Y esas elucubraciones me llevaron a comprender que una gran parte de las gentes nos solemos apoltronar en ese estadio, aun cuando este nos tenga llenos de males y limitaciones, y que, además, nos conformemos, ¡pobres tontos! con evocar asiduamente unos tiempos que a nuestro parecer fueron mejores. Mas no debería ser así. La abulia y la inacción no van a remediar jamás nuestras carencias, sean estas del tipo que fueren. Lo cómodo, lo sencillo, todos lo sabemos, es decir: “¡Ay! Qué malo es el hoy y cuan bueno fue el ayer”. Pero debemos saltar de nuestro acomodo, y con las fuerzas que tengamos, vivir el momento, que cada edad tiene sus placeres, por lo que deberíamos acudir al carpe diem de Horacio. Y con la misma alegría que se va recibiendo lo poco bueno que ahora nos llega, hay que saber aguantar la venida de las limitaciones o de las adversidades. Y que si estas nos parecen ingentes, no lo serán de ese modo si sabemos vencerlas con la paciencia que nos ha de dar el poseer todo el tiempo del mundo, y la sabiduría que nos proporcionan los años vividos. Hemos de tener presente en todo momento que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, a ese mar que limita el reino de Hades. Saber que esos ríos, sean caudales o medianos, o más chicos, llegados al eterno destino, son iguales los que viven por sus manos y los ricos. Recordar, y obrar en consecuencia que partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos, y llegamos al tiempo que fenecemos. Así que, cuando morimos, descansamos. Por ello, hemos de mentalizarnos que podremos soportar esta o aquella enfermedad, postrados o en pie, pero que nuestra vida no tendrá categoría de tal si hacemos del ocio y de la quietud, tanto del cuerpo como del alma, nuestros inseparables compañeros. Que aquél que hace de la holganza su profesión tendrá ya junto a él a la inevitable Átropos, aun cuando sus pulmones se sigan llenado de aire y la sangre todavía corra por sus venas. Por ello, por haberme dejado tanto tiempo para poder pensar y cerciorarme de todas estas cosas, quiero que sepas Sueño, mi antiguo y hoy extraño compañero, que tienes mi entera gratitud. Diciembre de 2012 Ramón Serrano G.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Querido Esteban

Querido Esteban: Creo que ya sabes (tienes muchos motivos para ello) que, junto a ti, he vivido una de las experiencias más agradables que he tenido desde hace mucho tiempo. Algo me diste que no esperaba encontrar nunca, y que me ha llegado por sorpresa. Una maravillosa sorpresa que no olvidaré jamás. Estoy segura. Pero tengo la impresión de que esa agradable vivencia ha acabado, ya que, a partir de un determinado momento, tu actitud ha cambiado enormemente. Ese bienestar, esa satisfacción que mostrabas siempre conmigo, se ha tornado en prisas, ocupaciones y problemas. Tengo plena conciencia de que estos existen y que estás luchando mucho, muchísimo, por vencerlos porque te va mucho en ello. Sé, o espero, que lo lograrás, y pronto. Pero, sinceramente pienso, aunque quizás pueda estar equivocada, que no es esa la auténtica y única causa de tu actual distanciamiento para conmigo. Me imagino que viste primordialmente en mí a alguien que podría ayudarte a salvar la situación. Tú mismo hablabas una vez, “poniéndole voz a tus pensamientos”, dijiste, que una posible solución al mal momento que estabas atravesando podría ser el emigrar como los antiguos indianos y ver de encontrar algo allende las fronteras con lo que cubrir tus necesidades. Era una locura, decías, ya que si ellos vienen, ¿a qué voy a marchar yo allí? Pero no querías aguantar más en esa situación. Me pediste entonces que hiciese alguna gestión de tipo económico en tu ayuda. Y la hice de inmediato, lo sabes, pero fracasé porque mi situación monetaria actual, como la de la mayoría de los de nuestro entorno, no es que sea penosa pero sí está ajustadísima, hasta el punto de que no puedo hacer ningún gasto extraordinario por pequeño que este sea. Hubo además otras circunstancias que dificultaron mi ayuda, y también las conoces. Quise ayudarte, ten la plena seguridad de que quise auxiliarte, pero no pude. Exactamente eso: NO PUDE. Y ello te ha apartado de mí. También lo dijiste: “Cuando uno entrega algo, tiene derecho a pedir y recibir”. Y llevas razón, pero siempre que se lo estemos pidiendo a quien tenga algo para dar. De cualquier forma quiero pensar que esto es una falsa apreciación mía, porque tú mismo me has asegurado repetidas veces que, en cuanto solventes tu problema, y se calme tu ánimo, volverás a ser el de antes. ¡Cuánto me agradaría que así fuese! Principalmente porque se hayan resuelto tus conflictos, que te lo mereces, y luego para que vuelvas a ser como eras. Pero, si me permites la duda, me temo que esto último no sucederá. No puedo, ni quiero, ni debo, juzgar tu actitud. ¿Quién soy yo para hacerlo? En cualquier caso, la acepto y la respeto. Pero, de cualquier modo, deseo reiterarte algo que ya te he dicho anteriormente. Primero, que para lo que esté dentro de mis posibilidades, me tienes a tu disposición. Segundo, que te estaré agradecida por haberme proporcionado muchas más cosas de las que podía esperar e, incluso, que mereciera. Y tercero, porque, pese al recelo antes indicado, sigo y seguiré esperando que, como tú mismo me has asegurado en varias ocasiones, un día vuelva a sonar el teléfono y sea una llamada tuya. También puedes tener la certeza de que si volvemos a juntarnos, y ¡ojalá y así sea!, esta vez será por mucho tiempo. Ignoro qué me tendrá reservado la vida en los años que me queden, pero no me veo dispuesta a renunciar de nuevo a tantas cosas maravillosas que supiste darme. Así pues, no olvides que cuando quieras o puedas, si es que vuelves a querer o poder, mi puerta estará siempre abierta para ti. Atenta y cariñosamente, tu amiga Paula Ramón Serrano G.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Meduseo

Para A.T., con mi agradecimiento. -Luis - le dije-, en mi raza los animales sólo buscamos a la hembra con una finalidad, y conseguida esta, ya convivimos con ella tranquilamente. Pero he observado que, en la vuestra, concedéis a la mujer muchas virtudes y condiciones, con gran acierto eso sí, pero esto os lleva a depender de ella unas veces, y otras, que no pocas, a bailar al son que ellas tangen. - Pues he de responderte, Luca, que tienes buenas dotes de escarcuñador, que así es ahora, y así viene ocurriendo desde que el homo erectus dejó paso al hombre actual. Y ello se debe a que siempre se ha sabido reconocer la inmensa valía de las féminas, aun cuando no en todas las ocasiones se haya obrado de acuerdo a ese reconocimiento. “Pobres necios que acusáis…” que dijo Sor Juana Inés. -Sabrás - prosiguió nuestro amigo- que, ya en la antigüedad, la mujer obsesionaba a la sociedad por las más diversas razones, cosa esta suficientemente demostrada. En unas épocas, porque gobernaban (recordemos, aun cuando sólo sea citándolas, la ginarquía y la ginecocracia). En otras, porque se le concedían facultades poco comunes, como la profecía o la adivinación (ahí tenemos a la sibila délfica representada en la Capilla Sixtina por Miguel Ángel). Y en la Edad Media, por ejemplo, porque era “el peligro” para los frailes y beatos, quienes tenían siempre presente a los enemigos del alma, mundo, demonio y carne (sobre todo, y ante todo, la carne), por lo que a esta se la veía sólo relacionada con la concupiscencia, y esto les obligaba –muy a su pesar- al voto de castidad, mientras que para otros, poetas y caballeros, la mujer era el mayor ideal al que podían aspirar. -Y para demostrar la enorme valía femenina, traigamos a la memoria sólo a unas pocas mujeres. Evoquemos a Nefertiti, reina de belleza inmensa. A Hypatia, filósofa y científica. A Juana de Arco, heroína. A Lady Godiva que exhibió su desnudez en aras de una justa causa. O a María Sklodowska, química y física de una bien ganada fama internacional. Pero, ¡a qué seguir! Tan sólo he de pregonar una vez más, y a voz en cuello, que la mayor maravilla que pueda hallarse en este universo mundo en el que vivimos es, sin duda alguna, la mujer, y nadie venga a reprocharme que es tema este que ya tengo tratado anteriormente, ya que le contestaría que las cosas verdaderas y valiosas ( y esta afirmación lo es, y mucho) se han de decir no siete, sino setenta veces siete. -Pero no es tan sólo por las hembras famosas por lo que quiero confirmar la veracidad de tu observación e insistir en la mía, sino por esos millones y millones de mujeres, humildes, sencillas y desconocidas, que en el mundo son, han sido, y seguirán siendo, las cuales han logrado, sublimemente, que la vida haya llegado a ser maravillosa para muchos en muchas ocasiones. Citaré, para demostrarlo, únicamente dos de sus virtudes. Una de estas dos facetas aludidas, es su laboriosidad, que se desdobla, y en ambas mitades, se funde con su gran sentido económico y programador. ¡Cuántas y cuántas familias en todo el universo han salido a flote gracias al trabajo serio, duro, eficiente y callado de una madre de familia! Nunca se le reconocerá y agradecerá lo bastante. -Pero donde más destaca el elemento femenino es en su forma de concebir el Amor y en darlo. Y observarás que hablo del Amor con mayúscula. En todas las acepciones y modos que lo queramos contemplar, el Amor es una obra excelsa, y la hembra su intérprete más exquisito. Te pongo un ejemplo. El concierto para piano nº 1 de Chopin, el Op. 11, es algo sublime, pero si lo oyes ejecutado por Rubinstein creerás estar en el cielo. Aquí ocurre igual. Puede pensar en un amor carnal -recordemos a la inconmensurable Melibea-, e incluso, puede que si rechaza este, esté sintiendo la represión a la que ha estado obligada desde niña, y de la que posiblemente se protegerá por un instinto maternal. -Mas dejando a un lado esta faceta carnal del Amor, hablaremos, aun cuando sea sucintamente, de él en alguno de sus otros matices. En el conyugal, filial, amistoso, o social, la señora, la hija, la amiga, o la compañera, sabrá dar y obtener del Amor un jugo sempiterno, ya que es sabido que la mujer dejará de amar a quien ella haya entregado su corazón el día que el pintor pinte sobre una tela el sonido de una lágrima, pues su sabieza les hace percatarse desde el inicio de la vida en este mundo, que lo único que puede hacer vivir a una persona es estar enamorada, pues si no, su vida será un no, un sobre, un mal vivir, con seguridad absoluta. Y tal vez ni tan siquiera eso; sencillamente vegetar. -Y por ello, ella, como sin darse cuenta, como si nada hiciera, siembra, riega, cuida el maravilloso y fértil campo del Amor, y no encontraremos en el transcurrir de los tiempos a una labriega u hortelana y, a la vez, administradora, más generosa y más rácana, pues siempre ha sabido, y sabe, dar lo justo, y, casi siempre, un poco menos de lo que atesora, para dejar encelado y deseoso a su amante. -Que esa es otra, y con esto acabo, amigo Luca. Pues si te he ponderado a la mujer en sus múltiples aspectos amorosos, digamos que sabe llegar al cénit de sus prodigios, a la quintaesencia de su maravilloso arte amatorio, cuando se pone a dar achares a su enamorado. ¿Que qué son achares? Pues un arte que ellas dominan increíblemente y con el que consiguen que el pobre, salte, brinque, ande por la cuerda floja, para luego venir dócilmente a beber de la mano de su amada como si fuese un potrillo bien domado. -Porque dime tú, amigo mío, qué habrá de hacer un hombre cuando la zagala por la que bebe los vientos le dice en un susurro: “No quiero que te vayas, ni que te quedes./ Ni que me dejes sola, ni que me lleves./ Quiero tan sólo…/ De ti,… no quiero nada./ Lo quiero todo.”. -¡Ay Luca, Luca! No olvides nunca que lo más simplista que puede hacer un hombre con una mujer es practicar el acto sexual, mientras que lo más excelso que pueden hacer un hombre y una mujer es el Amor. Cómo te explicaría yo, para que entendieses perfectamente y lo comprendieras, que una mujer, y más si está enamorada, es algo meduseo. Lo más maravilloso de la naturaleza. Ramón Serrano G. Noviembre de 2012

jueves, 18 de octubre de 2012

Los epitafios

En todas las épocas, todas los civilizaciones, y todos los pueblos, han mantenido costumbres en su forma de vivir, y de morir, que les han sido más o menos útiles, y que, por suponerlas beneficiosas en la mayoría de las veces, han mantenido durante mucho tiempo, hasta que han descubierto y adoptado otras, las cuales les han parecido mejores por distintas razones que no vienen hoy al caso. Cabe señalar que esos cambios también se han llegado a producir no por lograr lo óptimo, sino, únicamente, por ese deseo humano de hacer nuevas cosas para estar con ello a la moda. Y convendrás conmigo, amable lector, en que esto es tan axiomático que no necesita explicación o ejemplo alguno que lo confirme. Quiero hablarte hoy por eso de hábitos funerarios, deseando que con ello no te dé el yuyu y continúes leyendo. En realidad no sé bien por qué he escogido el tema. Tal vez sea porque, como ya van siendo muchos los años que tengo, presiento que no ha de ser mucho lo que tarde en venir a por mí mi amiga Átropos, y pienso en ella sin temor alguno, haciéndolo tan sólo porque es sabido aquello de que: … de la abundancia del corazón… (Lucas 6-45), y porque, al acordarme de esa entrañable desconocida, lo hago apoyándome en el insigne Quevedo, cuando dice: “…Oh, cómo te deslizas, edad mía! ¡Qué mudos pasos traes, oh, muerte fría, que con callados pies todo lo igualas!” Decía entonces que me voy a referir a los usos que las gentes tenían en relación a la muerte, y aunque “tocaré” de pasada algunos, me detendré un tanto más en los epitafios. No traeré a colación a las consabidas pirámides egipcias, o a las plañideras, aludidas en otras ocasiones, pero sí quiero tener un ligero recuerdo para los testimonios del luto en el vestir masculino en los años 40 y 50 del pasado siglo. Entonces, si el finado era familiar muy próximo y el deudo tenía posibles, este vestía un terno y sombrero negros como la pena. Eso en las ciudades, que en los pueblos era negra hasta la camisa. Pero si la economía no daba para la adquisición de un traje, lo que se hacía era colocar un brazalete bruno en la parte superior de la manga izquierda de la chaqueta, para luego, transcurrido algún tiempo, sustituirlo por un triángulo del mismo color en la solapa. Pero pasemos al tema del que quiero ocuparme. En casi todos los enterramientos se suelen dar dos condiciones, aparte de las legales, sanitarias, etc., y que son el mantenimiento del recuerdo de una persona, ya sea por deseo de los familiares del difunto o por el “ego” del mismo. De ahí que por la voluntad de aquellos, o de este, se llegue a la construcción de nichos, sepulturas o panteones, de poca o mucha “relevancia”. Pero en bastantes ocasiones no acaba ahí el afán, más o menos gustoso, de perpetuar la memoria de un determinado individuo. Viene entonces la inscripción de un epitafio sobre la cubierta de la fosa. Y puedo asegurarles que los hay para todos los gustos. Unos jocosos, otros profundos. Desde los realizados por gente corriente, hasta los creados por mentes preclaras. Ahí van algunos ejemplos de unos y otros: Si queréis los mayores elogios, moríos.- Enrique Jardiel Poncela. Ya decía yo que ese médico no valía mucho.- Miguel Mihura. Disculpe que no me levante, señora.- Groucho Marx. Que los amigos aplaudan. La comedia se ha acabado.- L.V. Beethoven. Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo.- Miguel de Unamuno. Aquí descansa mi querida esposa. Señor, recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando.- Desconocido. Fulano de tal. Q.E.P.D. Recuerdo de todos tus hijos, menos Ricardo que no dio nada.- En un cementerio salmantino. No envidiéis la paz de los muertos.- Nostradamus. Cuando pases por la tumba donde mis cenizas se consumen, humedece su polvo con una lágrima.- Lord Byron. Aquí yace el rey de los actores. Ahora hace de muerto, y la verdad es que lo hace bien.- Moliere. El sol se oculta y aparece de nuevo, pero cuando nuestra efímera luz se esconde, es para siempre y el sueño, eterno.- Cayo Valerio Cátulo. Y por último, tras hacer una manifestación de admiración y gratitud hacia los que a su muerte donan sus órganos, o todo su cuerpo, para beneficio de sus semejantes o de la ciencia, opción esta a la que me he unido con la mayor satisfacción, me queda hablar de la incineración, otra alternativa para la disposición final de los cadáveres, que ya se practicaba en el III y II milenio a. de C., que ahora se ha vuelto a poner de actualidad, y que también fue anteriormente mi pretensión para cuando llegase mi hora. No he de decir todos los motivos de estos deseos, por lo que diré tan sólo que algo de ello se debe a que, siendo así, o sea obrando según mi gusto, no tendré habitáculo que me recoja, y al no existir aquél, no habrá inscripción alguna sobre mis restos. Entonces, sólo quedaré, si es que me mantengo, en la memoria de aquellos que alguna vez me recuerden. Y ¡ojalá!, que si lo hacen, sea por algo bueno. Ramón Serrano G. Octubre de 2012

sábado, 6 de octubre de 2012

Los vecinos

Mi querida Obdulia: ¡Qué alegría! Después de tantos años sin saber de ti, ahora que nos hemos reencontrado, vuelvo a escribirte para seguir contándote cosas de mi vida, como ya hice en cartas anteriores. Son cosas que ignoras, que no son extraordinarias, pero que sé que te interesarán al ser mías. Ya sabes que quedé viuda muy joven, pero no sabes que me quedó una paga que, sin ser muy grande, era, al menos, mucho más que suficiente para vivir con cierto desahogo. Por aquel entonces dejé mi vieja casa y me fui a vivir a una barriada de reciente construcción, habitada por gentes de muy diferente clase y condición. Gentes sencillas y honestas en su mayoría. Gentes, al fin y a la postre, constitutivas de un mundo realmente agradable, o casi. Aquello no era una comuna, aunque en cierto modo pudiese parecerlo, pues entre la mayoría de los vecinos existía gran confianza e intrinsiqueza. Allí supe que podría vivir más que agradablemente. A quien primero conocí fue a un personaje muy activo y beneficioso, que estaba de continuo en todas las casas -¡dichosos tiempos aquellos!- y en todas, absolutamente en todas, era acogido con una satisfacción inmensa. Se llamaba Curro, y gracias a él, se podían cubrir las necesidades de cada hogar, e incluso ahorrar algo para cuando los tiempos difíciles. A su lado moraba una gran señora, doña Esperanza, persona que te socorría en cualquier dificultad, dándote ánimos y consejos para superarla, haciéndote ver que, por grande que fuese el trance, podría vencerse siempre que para ello pusiéramos la inteligencia y el esfuerzo necesarios. ¡Cuánto bien nos hizo muchas veces el aferrarnos a sus sugerencias e indicaciones! En la siguiente casa, justo en la que hacía esquina, habitaba un adorable matrimonio, cuyo único empeño parecía ser que los demás residentes del barrio nos encontrásemos a todas horas tranquilos, satisfechos y contentos. Ella, doña Compaña, estaba siempre donde más falta hiciese para socorrer en lo que fuera menester a unos y a otros, mientras que su marido, don Diálogo, nos hablaba de mil y una cosas y temas con tal de que estuviésemos entretenidos, y además no caía nunca en el monólogo, sino que sabía escucharnos a todos con gran complacencia. Te digo, querida amiga, que nunca podré olvidar el mucho bien que ambos nos hicieron en los días que afortunadamente convivimos con ellos. Pero fue pasando el tiempo, y los días, en su correr, nos fueron allegando otro tipo de vecinos para nada tan benefactores como los que ya había, sino que, antes bien, nos eran traedores de sufrimientos y penares. Pensamos que no durarían mucho, pero no tardamos en saber que los recién incorporados acabarían estableciéndose entre nosotros, aunque nos dio la impresión de que lo hicieron demasiado pronto. Sí, allí se nos presentaron, con la pertinaz idea de quedarse, don Achaque y doña Dolama, con lo que nuestra existencia dejó de ser tan deleitosa como lo hubiese sido antaño. Pero es que al poco se nos vino encima otra desgracia con la llegada de dos malas pécoras, de dos auténticas arpías que nos trajeron mucho maleficio. Una era doña Enfermedad, y la otra doña Dolores, (ya sabes, la relación causa efecto) y pareciese que no podían vivir la una sin la otra, y que no sabían estar sin causar malestares y padecimientos a todo hijo de vecino, sin respetar edad, sexo o condición. He de decir, pese a todo, que conmigo apenas se metieron, pero no ocurrió lo mismo con gran parte del resto del vecindario, al que, en un corto espacio de tiempo, llegaron a diezmar. Mas no fue esto lo más malo, aunque parezca extraño. Lo peor consistió en que se implantó en nuestro enclave alguien tan terriblemente dañoso y nocente como pocas cosas habrá en el mundo. Había llegado la Soledad, y a esta no cabe ponerle dones ni otros tratamientos dada su grado de perversión. Yo, de momento, la rechacé de plano y traté de rehusar su presencia y sus devastadoras secuelas, pero no pude impedir que se apoderase de mí y recubriera mi espíritu, anulándolo, como la hiedra tapa y oculta la forma y el color de la pared. Y en esas estoy, conviviendo malamente con ella o, mejor dicho, sufriéndola y aguantando sus maneras. Pero este abandono y este desacompañamiento, que de por sí es terriblemente penoso para cualquiera, para mí, extravertida y abierta en alto grado -quizás en demasía- es mortificante de manera increíble. Menos mal que ahora he vuelto a encontrarte y, aunque sólo sea la correspondencia contigo, ello alivia en mucho mi pesar. Por eso te pido que no me abandones. Que no dejes de escribirme ya que tus cartas son un gran lenitivo, puesto que ellas, junto a alguna conversación aislada que mantengo con los pocos amigos que aún me quedan, son el único aliento que encuentra mi alma para subsistir. Te mando un fuerte abrazo. Tomillares a tantos, de tantos, de … Ramón Serrano G. Octubre de 2012

jueves, 20 de septiembre de 2012

Manuela

Manuela era bella como el amanecer y rubia como el trigo chamorro. Al muy poco de mi llegada al pueblo para la toma de posesión y el ejercicio de mi profesión como secretario del Ayuntamiento, la conocí y de inmediato me sentí cautivado por ella. Me había hospedado en la Fonda de Nicasio (era “la mejor” del pueblo y la más céntrica) y ella trabajaba allí como camarera en el bar del establecimiento, por lo que nuestros encuentros pronto fueron frecuentes aunque demasiado convencionales. Digo que sólo con verla me quedé prendado de su hermosura, tanto física como anímica. Su cara guapa, de serena venustidad, le permitía peinarse con el cabello liso y pegado, tocado este que pocas mujeres se atreven a lucir. Su cuerpo de mediana estatura, armonioso y curvilíneo aunque sin excesos, era capaz de engendrar en los hombres pensamientos y deseos de todo tipo. Pero no era aquello que se había dado en decir una mujer de bandera, aunque fuese en el sentido más noble de la frase, sino que, por expresarlo de modo epilogal, lo que más destacaba en Manuela, aún por encima de su beldad, era su porte comedido y discreto. Y aunque siempre recatada y correcta, tenía, sin embargo a su vez, y continuamente, como un halo de tristura en su semblante. Era como un mohín, como una especie de gesto de aflicción interna, que parecía cohibir el desarrollo normal de su comportamiento. Pronto me interesé por ella y pronto alguien me contó su corta vida. La madre había fallecido al traerla al mundo y el padre había tenido que cuidar de su hermano, seis años mayor, y de ella, hasta que un accidente de tráfico había acabado con él cuando Manuela contaba apenas con dieciséis años. Al no poder subsistir con el subsidio estatal, su tío Nicasio la tomó como trabajadora en el bar de su fonda, y ese había sido siempre su único trabajo. Cabe destacar que, desde que empezó en él, continuamente había sido alegre, tranquila y muy hacendosa, y bien cierto era que los parroquianos no cesaban en hacerse lenguas de la muchacha. Pero, pasados unos años, una noche, al volver a su casa tras el curro, alguien la atacó con aviesas intenciones. Ella supo defenderse dignamente y el agresor hubo de huir con algunos arañazos en su rostro y ningún logro en sus deseos. En el pueblo se hicieron de inmediato muchos comentarios, pero pocas averiguaciones precisas, sobre quién pudo haber sido el autor de la villanía, y pronto, al no haberse presentado denuncia alguna por parte de la agredida, se cerró de inmediato la investigación y todos fueron olvidando el caso. Todos menos Manuela, que vivió a raíz de aquello con un poso de amargura en su ser, apenas notable, pero sí significativo e importante. Tanto que, como ya se ha dicho, cambió su manera de hablar, de pensar y aún de vivir, sin que nadie supiese la razón exacta por la que la valiente agredida se viese tan afectada. Ninguno supo si es que esto se debía a que ella sí había reconocido al atacante, o a que se vio frustrada al comprobar la forma tan pobre en que alguien la valoraba, aunque ese alguien no fuese más que una alimaña. Lo cierto y verdad es que la razón que le motivaba a tener ese comportamiento, correcto sí, pero distante y extraño, era ignorado por todos los vecinos. Tomó, entonces la costumbre de no salir demasiado tarde del trabajo, y si tenía que hacerlo, venía su hermano a recogerla, o la acompañaba su tío, a fin de que no volviera sola a casa. Pero cierto día, la ausencia de aquél por motivos laborales, y que una dolorosa lumbalgia tenía postrado a Nicasio en cama, obligaba a que Manuela tuviese que regresar sola a su domicilio al término de su faena Yo, me pasaba las veladas en el bar, no bebiendo ni jugando, que nunca fueron esas mis más acusadas tachas, sino fingiendo leer y releer la prensa, o algún libro que me bajaba de mi habitación, todo ello con la finalidad de estar cerca de aquella mujer a la que tanto admiraba, y poder así verla y charlar con ella, aunque fuese tan sólo un poco y con tan poca intimidad. Me había percatado de esa obligada soledad en su camino, y una noche, cuando se marchaba, decidí seguirla a una prudencial distancia, como de unos quince o veinte pasos. Ella lo notó de inmediato y decidió salir corriendo. Pero la llamé por su nombre, le corroboré quién era, y que mi intención no era otra que acompañarla a un aconsejable espacio entre ambos, tan largo como para no poder atacarla y tan corto para que cualquier extraño que merodease por allí se apercibiese que no iba sola. Al oír esto se calmó un tanto, mas siguió su marcha rápida e ininterrumpidamente. Lo mismo ocurrió la segunda y la tercera noche. Pero ya a la cuarta, ella misma, comprendiendo que su actitud no era lógica, me esperó, y con cierto nerviosismo y agradecimiento, me autorizó e incluso me pidió que caminásemos juntos. Así lo hice muy gustosamente, y, de inmediato, aquellos paseos fueron durando más y más, haciéndose tan habituales como deseados. Y además, bastantes tardes, a la hora en que los clientes escaseaban en el café, pasábamos ambos muchos ratos en animado y casi íntimo coloquio. Pronto, y visto esto, a los vecinos les faltó tiempo para “sacarnos en los papeles” y hablar de nuestra nueva e intensa amistad (como un “lío”, lo calificaron ellos) Pero pronto cesaron en esos menesteres y hoy ya no cotillean sobre ello. Lo que sí comentan, y con satisfacción, es cómo criamos a Marianela, nuestra hija, que, al igual que su madre, es bella como la aurora y rubia como el trigo chamorro. Ramón Serrano G. Setiembre de 2012

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Escuchador

Cosa bien sabida es, que desde el inicio de la vida, el tiempo va cambiándolo todo y, a la postre, acabando con todo. Modas, usos y oficios, de cualquier tipo y condición, están siempre evolucionando a veces e incluso llegando a desaparecer, mientras que otras, y otros, van surgiendo ante las nuevas necesidades actuales. Y si nos pusiésemos a averiguar las causas y motivos de esos trueques y extinciones, veríamos que a veces vienen obligadas por distintas razones, pero que en la mayoría de las ocasiones son debidas a la arbitrariedad o a la comodonería de las gentes. Pero fuera cual fuese la razón de la existencia de esos hábitos, lo cierto es que ahí estuvieron unos, aquí están hoy otros, y allá estarán algunos, distintos y novedosos, el día de mañana. Como demostración, recordaremos a varios que fueron y ya no lo son, citando a los serenos, pregoneros y recaderos, mientras que nos detendremos, aunque no mucho, en uno que siempre me pareció digamos ¿extravagante? Vaya entonces un recuerdo para las plañideras, oficio este que ya desempeñaban mujeres en el antiguo Egipto, algunas de las cuales constituían familias enteras con dedicación exclusiva a este menester. Eran contratadas para que asistieran a los funerales de alguien, vestidas de un determinado color, gris-azulado, y presididas por la praefica que iba marcando el orden de sus “actuaciones”: lanzar exclamaciones de dolor, echarse tierra sobre la cabeza, darse golpes en el pecho y recoger sus lágrimas en unos vasos, los lacrimatorios, que luego depositaban en la urna del difunto. Y había algo claro: a mayor riqueza o importancia de este, mayor número de plañideras jipiando y gimiendo. En la época actual, y por causas de todos sabidas, familias más cortas y diseminación de sus componentes, o por causas laborales, en la mayoría de los casos, ha surgido una nueva actividad, que cada vez se va extendiendo más debido a la gran demanda que tiene en ciudades o pueblos. Me estoy refiriendo a las personas de compañía, esas que, bien sea por jornada completa, o por turnos de diferente duración, cuidan y “vigilan” a las personas que, casi siempre por ser de una edad avanzada, no pueden o no es conveniente que vivan solas tanto de día como de noche. No son, en realidad, esas a las que hasta hace poco se las llamaba “criadas” primero, y después empleadas de hogar, ya que estas tenían como principal obligación el cuidado del hogar (limpieza, lavado y planchado de la ropa, cocinado, etc.), y como consecuencia inevitable de su estancia en el domicilio familiar, la vigilancia de las personas mayores que en é vivían, aun cuando no fuera ese su cometido primordial. Pero sin ser un nabí, o un provicero, que yo no tengo dotes adivinatorias, sí puedo asegurar que pronto, muy pronto, de inmediato, aparecerá en nuestra sociedad un nuevo oficio u ocupación. Mejor dicho: como ya han remanecido algunos, o bastantes, lo que hará será asentarse en nuestro hábitat definitivamente, y conviviremos con ellos al igual que lo hacemos con una enfermera o con un mecánico. Y esta nueva ocupación será, asombrémonos, la de: escuchador. Trataré de explicarlo. Las personas tenemos unas necesidades fisiológicas con cuyo cumplimiento nos desarrollamos mejor, y que, por las limitaciones psíquico-físicas, las de mayor edad no pueden ejercer debidamente. Alimentación, ejercicio, y aseo, entre otras. Esa es la función ejercida, con distintos grados de bondad, por los/las antes aludidos. Mas obsérvese que todas las citadas son actividades físicas. Pero en cuanto a las psíquicas, lamentablemente podríamos asegurar que, en un 99,9 % de los casos, los ayudantes se limitan a encender la TV a sus pacientes y esperando, con mucha probabilidad de acierto, que se dormirán muy pronto. Y eso no es así, ni debe ser. Tanto ha de ejercitarse el cuerpo como el espíritu, y por esto tendremos que contratar para el buen cuidado de nuestros mayores, y mejor hoy que mañana, escuchadores. Hombres o mujeres que llegarán a casa de Apolonia, o de Severino, se sentarán frente a ellos y escucharán, con atención y agrado, lo que aquella, o este, gusten de contarles. Porque, una y otro, necesitan su sopa, su paseo, y su limpieza. Pero también, y con la misma importancia que todo eso, precisan hablar, ¡qué caramba! Hablar, y que alguien escuche lo que quieren y necesitan decir. Cosas que en muchos casos parecerán chocheces, y que en ocasiones lo serán, pero que en otras serán la sabia exposición de los recuerdos de una etapa llena fracasos y éxitos. De una vida llena de vivencias. Y habrán de contárselo a los escuchadores ya que, y dicho sea de paso, los escasos familiares que tienen no suelen hacerlo, puesto que, según ellos, han atender “otras ocupaciones más importantes”. Sí. Estoy completamente seguro de que pronto habrá escuchadores. Benefactores que serán capaces de aguantar el chaparrón de palabras que quieran largarle algunos pobres “viejos”, puede que demasiado repetidas, pero muchas veces, casi siempre, coherentes. Que darán oídos a unos ancianos que “manyan” que quienes les rodean sí tienen tiempo para probarse las ropas que ellos van a dejar, pero nunca para oír su intranscendente y repetida verborrea. Bienvenidos seréis, escuchadores. Sí, esto acabará siendo así, ya lo verán. Sin embargo. lo que me parece que ya sería entrar en lo onírico, es imaginar que algún día, tal vez no muy lejano, alguien llegará a casa de Apolonia, o de Severino, cogerá un libro, se sentará frente a ellos, diciéndoles: -Bueno, hoy continuaremos con el libro que comenzamos ayer. Y empezará a leerles: “La del alba sería…” Ramón Serrano G. Setiembre de 2012

El somormujo (y II)

La primera tarea que acometió el pato al recluirse a su talanquera, fue el replantearse cuál debería ser su comportamiento a partir de entonces. Sabía muy bien que esa nueva vida que se veía obligado a llevar no sería la suya propia, la que él se había marcado desde siempre, ni la que a él le hubiese gustado vivir, pero tenía que amoldarse a las circunstancias acaecidas y, pese a todo, vivirla. No se le ocurrió en ningún instante quedarse quieto en medio de la laguna a la espera de que alguna rapaz acabase con su existencia. No, su deber era subsistir a pesar de todo. Por otra parte, no era un misántropo sino, más bien, todo lo contrario, y en sus genes llevaba un alto grado de sociabilidad con sus semejantes. Sin embargo, de inicio, eligió una especie de enclaustramiento que ya abandonaría más tarde, en su momento, si había lugar para ello. Por eso, durante bastantes semanas de su nueva época, a casi todas horas estaba en su cobijo y, muchas veces, los cañizales y las espadañas sonaban como si quisieran transmitir a todos los circundantes los lamentos emitidos por el pato. Y sí, así era, pues el viento sonaba ahora lastimeramente casi siempre, haciéndose eco de los pensamientos del pobre animal, el cual, había aprendido (nadie supo cuándo, o dónde) aquél apotegma de R.M. Rilke en el que instaba a que cada uno debía amar su soledad y aprender a soportar los sufrimientos que ella le causara. He de repetir que, para su fortuna, desde el primer instante tuvo la mejor de las acogidas entre la fauna lagunera, pues sus congéneres, conscientes de su estado anímico, trataron de hacerle la vida lo más llevadera posible, y comprobó que sus semejantes poseían una naturaleza más benevolente y afectuosa de lo que pudiera pensarse en un principio. Anátidas de diversas especies se le acercaron ofreciéndole su compañía y su ayuda (hasta se le acercó una huraña focha entre ellas), con la sana intención de mitigar su desánimo, y estas acciones acabaron siéndole muy beneficiosas. Se detuvo a considerarlas tranquila y despaciosamente, y al fin decidió (es proverbialmente conocido el espíritu de sacrificio de los patos) que lo mejor era amoldarse a lo que viniera, y que convivir es infinitamente mejor, y hace que no sea tan duro el malvivir. Así pues, dado su carácter extrovertido, renunció a convertirse en un cenobita. Y comenzó a desarrollar su vida palustre de un modo sencillo aunque quizás un tanto rutinario. Por las mañanas, tras el almuerzo se daba un paseo lo más cerca posible de su añorada Redondilla, para acudir más tarde a una reunión que pronto se le hizo cuasi familiar y muy entretenida y beneficiosa. A ella acudían igualmente aves calañas, varias y muy distintas, y entre todos formaban unas tertulias, coloquios y chácharas realmente sustanciosos. Y aunque no faltaba algún nadaveidile, él prefería escuchar a los plumíferos más enjundiosos de los que aprendió cosas muy interesantes. Costumbres quizás ya sabidas y junto a las que había vivido siempre pero a las que no había prestado la más mínima atención, y que, sin embargo, ahora, al oírlas del pico de sus protagonistas, le parecían de lo más interesantes y sustanciosas. Así supo que la cerceta macho emite como llamada un raro silbido, un crrit – crrit característico. Que los porrones, sean moñudos o no, se alimentan de hierbas y pequeños moluscos que se encuentran a varios metros de profundidad. Que el calamón, ave muy similar a la gallineta, es de costumbres ariscas y discretas, lo que hace muy difícil su observación, y construye su nido flotante en lo más denso de los cañaverales y los bayuncos. Que las fochas, normalmente muy agresivas, cuando son atacadas chapotean furiosamente el agua, y con ello crean una nube de espuma que las oculta antes de sumergirse. Y hasta alguno de ellos, con mayor deseo de ayudarle que de alcahuetear, le parpó de la existencia de una somormujita, desparejada y cariñosa, que estaba de muy buen ver. Desechó este ofrecimiento ya que mantenía en la mente a su anterior pareja, de la que la desgracia le había apartado tras apenas dos días de convivencia. No, no estaba su ánima para romances ni arrocinamientos. De hecho, a veces tenía que meter su cabeza en el agua como si hubiese visto una larva, o un cangrejillo, pero lo hacía para que sus contertulios no viesen las lágrimas que le afloraban con algunos recuerdos. Tenía que ser fuerte y tratar de mantener una conducta que le mantuviera “a flote”. Su forma de vivir se basó pues en la observación y el aprendizaje, que para esto nunca es demasiado tarde. Sus horas y sus fechas transcurrieron no felices, que estaban muy distantes de serlo, pero sí tranquilas, ya que se impuso cumplir a rajatabla tres preceptos: ser sabedor de que a cualquiera, y sin hacer nada para ello, les puede sonreír la fortuna o afligirle la desgracia; adquirir consciencia de que nunca se debe claudicar ante esta; y tener toda la voluntad del mundo para, venciendo el desánimo, luchar con mayores fuerzas cada día por sobrevivir en paz. -Y en esas andaba el pobre somormujo cuando me despertaste. -Pues es curioso el sueño, le contestó Luis, y, sobre todo, enseñador de que hay que saber sobreponerse a los infortunios, cosa que no todo el mundo sabemos hacer. Aunque he de serte sincero y decirte que siempre he tenido la creencia de que en los sueños se ve el trasfondo de nuestro ser, o dicho de otro modo, que tú Luca también serías muy capaz de sobreponerte a cualquier adversidad. Que voluntad y ánimo no te faltan. Ramón Serrano G. Agosto de 2012

El somormujo (I)

“¿Dices que nada se pierde? Si esta copa de cristal se me rompe, nunca en ella beberé. Nunca jamás”. A. Machado.- Aquella mañana los dos amigos habían salido de Tomillares cuando apenas se asomaba Eos, por lo que empezaba a clarear, y aunque querían llegar a Campo de Criptana antes de que Suria enviase sus rayos con demasiada calidez, decidieron sentarse al borde de un tempranal para descansar un poco, comer unas uvas y retomar fuerzas. -¿Sabes Luis que anoche tuve un sueño extraño? dijo Luca. -Ignoraba que los perros soñaseis, contestó Luis. -Pues claro que lo hacemos. Y, lo mismo que vosotros, “vivimos” en ellos aventuras muy interesantes. Te cuento. -Transcurría la acción de ese sueño sobre la superficie de la laguna Redondilla, que estaba serena, tranquila, bellísima. Pocas cosas habrá tan bellas en esta Mancha de nuestros pecados. Era una luminosa tarde (que, por cierto, ya se iba haciendo noche) de un caluroso mes de mayo, justo unos momentos antes de que el agua se quedase, como sucedía a diario, lisa y serena como plato. “..Y todo el campo, un momento, se queda mudo y sombrío, meditando. Suena el viento en los álamos del río…” nos tiene dicho el poeta Machado. De pronto apareció sobre el agua un joven y confiado somormujo que iba de retorno a su cobijo por la zona norte de la laguna, pendiente de toparse con algún cangrejo, o algún pececillo, con los que completar su colación. Mientras tanto, rememoraba detalladamente la que había sido, tan sólo dos días antes, su parada nupcial, espectacular como todas las de su especie, sacudiendo la cabeza, contoneándose, erizando el moño y la gola, alzando pecho contra pecho, y sosteniendo en el pico hermosas plantas acuáticas arrancadas en el fondo. ¡Qué maravilla! Iba tranquilo y feliz cuando, en esas, un reflejo, la sombra de algo, posiblemente la de un aguilucho lagunero, se cernió sobre él. Sin demora (no podía detenerse a saber si eran galgos o podencos), el pato se hundió cuanto pudo en las tranquilas aguas de la laguna, pero, antes de lograrlo del todo, notó cómo un desgarrador hachazo se clavaba en su dorso, y sangrando, y lleno de dolor, se vio arrastrado irremisiblemente por la corriente del agua, sin tan siquiera suponer a dónde iría a parar, pero con la satisfacción de saber que de ese modo se salvaba una situación que se presentaba trágica. Cuando tuvo conciencia de lo sucedido, supo que estaba, gravemente herido, en las aguas de la Lengua, aneja a la que él vivía, y a la que no podría retornar por cuestión del gran desnivel entre ambas. Pero no era momento de pensar en regresos, sino de evitar cualquier otra posible agresión proveniente del mismo aguilucho, o de cualquier gavilán o lechuza que anduviese, a la sazón, de batida por aquellos parajes. Sumergido, nadó hasta la orilla y en ella se ocultó entre los juncos y carrizos, para después, y, con enorme dificultad, acercarse a tierra para permanecer camuflado con las espadañas, las masiegas y la noche. Una noche, la primera de su vida, que se le había hecho tarde. Allí aguantó nuestro amigo, mordido por el dolor y la pesadumbre, aunque en una tranquilidad complaciente, esa noche y un día entero más. Al amanecer del otro, salió de su latebra acuciado por el hambre y el deseo de conocer el que a partir de entonces sería su nuevo hábitat. Pronto encontró algún condumio, que le concedió fuerzas para iniciar su visita de reconocimiento, en la que observó que allí había igualmente cantidad de blenios, bogas, cachos, blackbas, cangrejos y barbos. La calidad del entorno era apacible, bella y parecida a la anterior (sabida es la gran hermosura común de las lagunas ruideras), y no tardó en toparse con sus similares: ánades, fochas, porrones, cercetas y calamones en cantidad parecida a la de su perdido espacio vital. Estos, al principio, lo miraron extrañados, pero enseguida empezaron a parpar con el nuevo lavanco, tratando, entre otras cosas, de averiguar la razón de su llegada, aunque esto lo supieron inmediatamente viendo el lastimoso estado de su dorso. Amistosa y educadamente le hicieron bastante preguntas, tanto de su vida anterior, como de sus intenciones para el futuro, pero él, agradeciendo su atento recibimiento y pidiéndoles las obligadas disculpas, se excusó, amparándose en su mal y en el aturdimiento que le atenazaba por lo sucedido, y pospuso sus aclaraciones al respecto para días venideros. Retornó de inmediato a su nueva morada y sus obligadas salidas de ella fueron alimentarias y escasas. Únicamente las imprescindibles. Y así pasaron los días. Muchos días. Demasiados sin duda. En ellos únicamente tuvo por compañera a la soledad, con la que convivía triste, pero pacíficamente. Largos se le hicieron, pero… Ramón Serrano G. Agosto de 2012

jueves, 19 de julio de 2012

Haviva

Para M, a quien aprecio tanto. -Vaya, Luis, le dije. Hoy voy a ser yo quien te cuente una pequeña historia que creo te gustará, o, al menos, te entretendrá un rato. Se la oí a mi antiguo amo, una nublada tarde al amor de la lumbre. Y decía así: Una profesora, Haviva du Poy, había viajado hasta Bruselas para pasar sus vacaciones en casa de su hermano que vivía allí. Las mañanas en las que este trabajaba, ella solía acudir al tranquilo parque del Cincuentenario, donde se encontraba muy a gusto. Un día, vio sentado en un banco a un muchacho, ya un hombre, cuya cara expresaba, si no amargura, al menos poca felicidad. Volvió a encontrárselo repetidas veces, y en una ocasión observó que se le había caído la gorra, sin que él se hubiese apercibido de ello. Se lo hizo notar, él le dio las gracias, y ello sirvió para que comenzasen una conversación. De inmediato, apareció la curiosidad femenina: -Apenas te conozco y, por supuesto, no quiero inmiscuirme, pero te veo como triste. Dime ¿te ocurre algo? -No, nada, respondió él. Bueno, en realidad, sí, aunque no es trascendente. Pero me desazona un tanto, o mejor dicho, bastante. Callaron sobre el tema, tocaron otros de pasada, y al poco se despidieron. Al día siguiente, como si de una cita se tratase, se encontraron en el mismo lugar. Fue entonces él quien tomó la palabra para decirle: -Ayer no te respondí adecuadamente, pues sé que tu pregunta no se debía a simple curiosidad. Te voy a contar mi historia, y siento que te aburra, pero fuiste tú la que preguntaste. Mi nombre es Ebrahim, 32 años, economista, no tengo hermanos, y vivo en París con mi padre, que está viudo. Tiene una muy considerable fortuna, una parte de la cual está a mi nombre y a mi disposición, así que, al parecer, todo indica que debería ser feliz. Podría serlo, pero no lo soy, ya que me falta una cosa que no tengo. Una sola cosa, pero que para mí es esencial: trabajo. No lo necesito en absoluto para vivir, pero sin él, no me hallo bien. -Lo he tenido en varias ocasiones, prosiguió, pero por causas ajenas o propias no he sabido mantenerlo y el ocio no va con mi forma de ser. No sé, ni puedo, ni quiero, y ni tan siquiera creo, que deba estar inactivo. No me importa no haberme casado y el no tener hijos. Leo, pero a la lectura, que me apasiona, no acabo de entregarme, y si acudo a algún espectáculo, cine, teatro o conciertos, esa espina que llevo clavada me hace sentirme incómodo. Así que por eso me ves con cara de circunstancias, lo cual es, hasta cierto punto, normal. O eso creo yo. Ella, entretenida con la narración, no había mirado el horloge y se le había hecho tarde, ya que esa mañana tenía algo que hacer. Y le dijo: -Mira, aunque me imagino que ya habrás hablado anteriormente de esto con alguien, y ese alguien te habrá dado su opinión al respecto, quisiera ofrecerte la mía, así que, si te parece, quedamos mañana aquí, a la misma hora. À demain. -Yo me llamo Haviva, comenzó diciendo ella en la nueva y soleada mañana bruselense. ¡Por cierto, qué casualidad!, mi nombre también es hebreo como el tuyo. Soltera, con años para poder ser tu madre, tengo la profesión más hermosa del mundo: soy profesora. Por todo ello, me veo con la experiencia y condiciones suficientes, no para darte consejos, de los que ya habrás recibido muchos y estarás más que harto, pero sí para hacerte alguna consideración que, creo, deberías tener en cuenta. -Voy a decirte en primer lugar, continuó, que ese interés tuyo por la labor habla muy bien de ti. Nuestros vecinos del sur tienen un proverbe que dice que la ociosidad es la madre de todos los vicios, pero, si me lo permites, te diré, en broma, que esa es la única madre a la que no hay que respetar. Quizás no sea la primera en encomendártelo, pero podrías muy bien, y te sería muy beneficioso, dedicarte a la investigación; o a ampliar tus estudios; o a realizar otros nuevos; o a buscarte ocupaciones altruistas, que tú, al parecer, debes ser un gran amigo de la filantropía. Así, tu “yo” se sentiría satisfecho, ya que tendrías ocupaciones que atender, horarios que cumplir, y la satisfacción de que tu trabajo, además de estar bien hecho, estaría destinado a un fin noble, condición esta que no cumplen todas las empresas para las que la gente suele trabajar. -Lo que no debe conseguir nunca esa imposibilidad que pareces tener para encontrar y afianzarte en una ocupación, ya sea esta mejor o peor remunerada, más o menos sacrificada, con un alto o bajo grado de adaptación a tus deseos y saberes, pero que constituye tu más importante anhelo, es obsesionarte. Piensa que no has llegado, ni con mucho a lo mejor de tu vida y que, por tanto, aun puedes conseguir muchas, muchísimas cosas. Algunas previsibles, otras inesperadas, pero, cualquiera de ellas, capaces de dar mieles a tu cuerpo y deleite a tu alma. No te obceques en un pesimismo absurdo, ni desesperes de conseguir un feliz hallazgo laboral. No olvides que existen otras muchas metas dignas de ser alcanzadas. Y piensa además que, aunque parezca lo contrario, en demasiadas ocasiones, la vida acaba dando a cada uno lo que se merece. Y me da la impresión, y ya voy siendo un poco vieja y, por tanto, un poco sabia, que tú eres acreedor de alguna atijara, de algún bon prix que satisfaga tu deseo. Nada más hablaron del tema, y, al poco, se despidieron. Al siguiente día ella fue de nuevo al parque, pero Ebrahim no volvió nunca más. Haviva guardó siempre de él un gran recuerdo. Ramón Serrano G. Julio de 2012

jueves, 5 de julio de 2012

El columpio

El columpio Para E.M.M. un hombre que ejerce excepcionalmente su oficio de abuelo. -Venga, Juancho, vámonos ya hermoso, que llevamos aquí más de una hora y aún tienes que hacer los deberes. Aquella tarde, como casi todas, el abuelo había llevado a su nieto a un pequeño parque infantil que había cerca de casa y en el que el niño disfrutaba enormemente, correteando y jugando con otros chiquillos, pero, sobre todo, meciéndose en los columpios. ¡Qué sencillos, qué satisfactorios y qué evocadores son los columpios! Como sus padres trabajaban, a él se le había impuesto la muy agradable tarea de acompañarlo a su ida y vuelta del colegio, y al regreso siempre había que hacer un alto en el camino para cumplir con la sagrada obligación de montar un rato en “su columpio”. Era este un imperativo que ejercía, salvo en muy rara ocasión, con el mayor contento, y ello por muchas razones. Sobre todo, porque en el trayecto, unas veces le hablaba del que había sido su trabajo y le hacía ver la diferencia entre las penalidades impuestas por los medios rudimentarios de antaño y las modernidades de ahora. Pero, ¿por qué no decirlo?, le presentaba dicha actividad adornada de la mejor manera y recubierta de cuantas bondades y beneficios se le ocurrían, con el fin de aficionarle a que tuviese sus mismos gustos, soñando y deseando que algún día siguiera sus propios pasos. O le contaba inventadas historias del servicio militar, fantaseando sobre la valentía de algún soldado imaginario. Luego, en casa, tras hacer los deberes, se entretenían dibujando trenes, jugando a las damas, o a la brisca, pero no recordaba haber ganado nunca. Ni una sola vez. En ocasiones se distraían con unos juegos inventados, o modificados, por el abuelo mismo, hasta que, al rato, este abandonaba completamente rendido, pues sabido es que para un niño un abuelo es la cosa más vieja del mundo y que, tras compartir unas horas con él, el yayo piensa lo mismo. Pero siempre le perdonaba de inmediato esas deserciones, sabedor, ¡cuánto saben los condenados mocosos!, de que estando con él, la disciplina hogareña era mucho más relajada que cuando estaba bajo la vigilancia de sus padres. Luego, si salían a dar un paseo, este le salía muy barato ya que, por unas cuantas monedas que uno se gastaba, el otro le correspondía con cientos, con miles de alegrías. Mucho se lleva escrito sobre esa maravillosa relación existente entre los abuelos y los nietos de poca edad, pero siempre quedará mucho por decir, ya que se trata de un nexo tan extraordinariamente satisfactorio y gratificador para ambas partes actuantes, que es dificilísimo hacerlo comprender a quien no haya tenido la fortuna de vivirlo. Es una mutua y exquisita adehala, a pocas cosas equiparable. Mas volvamos al cuento. Tras varios ruegos, y casi a regañadientes, el niño le obedeció al fin, se bajó del tambesco, y cuando ya cargaba el pobre con una mochila enormemente desproporcionada para su corta edad, tanto en tamaño como en peso, lo miró muy intrigado para preguntarle con bastante interés: -Oye, abuelo, y cuando tú no puedes hacerlo, y tiene que venir la abuela a recogerme al “cole”, ¿por qué nunca quiere que nos paremos un rato para que yo pueda subir en los columpios? Aquella pregunta lo pilló de improviso, como tantas otras de las muchas que el chaval le espetaba a veces. Esas que suelen hacer los niños que tienen la santa virtud de inquirir por los temas más insospechados con una agudeza inmensa. Trató de imaginar lo más rápidamente posible alguna respuesta falsa pero válida, o al menos creíble, consciente de que no podía responder con la verdadera. -Bueno, verás. Sabes que la abuela ayuda mucho a tu madre en las faenas del hogar, por lo que seguramente tiene cosas que hacer, y como se ha retrasado al tener que ir a recogerte, no puede perder mucho tiempo. Aunque quizás ocurra que esté cansada, que tu colegio no está lejos, pero, quieras o no, hay un buen paseo, y estará deseando llegar pronto para sentarse un rato. O tal vez, piensa en ir a la iglesia, o a visitar a alguna amiga, y necesita arreglarse. Las mujeres son muy raras. Ya lo comprobarás algún día. -Eso no debe ser, le contestó, porque si tenemos que ir a comprar fruta, o a merendar en la cafetería, o vamos a cualquier otro sitio que haya que ir, no le importa nada que tardemos más en llegar a casa. -Quizás, sea entonces porque una vez, hace muchos años, estando ella un día, un mal día, leyendo en el parque de nuestro pueblo, vio que un compañero empujó por detrás a un niño mientras este se columpiaba y como los mecedores de aquella época no tenían nada para sujetarse, el pobre chaval cayó al suelo y se rompió el cuello. -Oye, le dijo al poco el niño, pues un día, mientras yo jugaba, oí a mi padre contarle a un amigo que en su pueblo, un niño de cinco o seis años, que se llamaba Juan Ignacio, como tú y como yo, le pasó lo mismo: que otro niño le empujó estando en un columpio y, al caerse, se murió enseguida. Y ella tal vez lo recuerda y no quiere que me pase a mí. -Sí, ahora que lo dices, es posible que sea así, le dijo, mientras fingía un estornudo y sacaba el pañuelo para, disimuladamente, limpiarse unas dolorosas lágrimas que se le escaparon ante aquella remembranza. Sí, recuerdo que algo parecido a eso ocurrió. Pero mira Juancho, dejemos ese tema y vayamos al quiosco de ahí al lado, le propuso tratando dificultosamente de que en su cara se borrase la tristeza. Como hoy te has portado muy bien, te voy a regalar unos sobres con los cromos esos que sé que te gustan tanto. El chavea se avino a ello, y eso hicieron. Ramón Serrano G. Julio de 2012

miércoles, 20 de junio de 2012

Salduie

Pienso que pocas cosas habrá que, en el fondo, satisfagan más al hombre que el elogiar, el ponderar, el hablar bien de algo o de alguien, aunque esto no suele ser una actitud muy común, y duele reconocerlo. Efectivamente solemos ser más proclives al denuesto y al desprestigio que a la loa. Y peor todavía es que existe un agravante más en nuestra actitud cuando oímos, por una raridad, que se hace una apología de algo, y como, habitualmente desatendemos el encomio, pensamos de inmediato en que, al hacerlo, en primer lugar se están ignorando sus posibles fallos y, además, que se está olvidando, y por ende, menospreciando a otros. Pero yo quiero hacer, sabedor de mis limitaciones, el mayor panegírico que pueda de Aragón, esa muy, muy entrañable región de España, jurando que con ello no quiero minimizar a ninguna otra tierra. Sólo a eso vengo, en mi modestia. Y deseo entrar en él a todos los lugares y personas maños, desde el último pueblo oscense o turolense, hasta su gran capital, Zaragoza, la antigua Cesaraugusta que se fundara en el año 14 a. C. sobre el solar que estaba ocupando Salduie. Reitero que es esta una opinión personalísima y que no quiero que nadie se sienta olvidado, pues con el mismo cariño podría hablar de Gerona, de Salamanca o de Sevilla. Y yendo a lo que hoy me ocupa, espero que reconocerás conmigo, querido lector, que a cada quien nos hace tilín una cosa determinada sin que ella tenga que hacérselo igualmente a nuestro vecino. Esa zagala, esta melodía, tal paisaje, aquellos versos… Por eso, proclamo a voz en cuello que a mí siempre me emocionaron Aragón y sus gentes. Y su capital. La conocí en mi niñez, tras Madrid y A Coruña, y de inmediato percibí en ella algo que me llegaba muy dentro y con lo que me sentía completamente identificado. Y convendrás igualmente que le ocurre lo mismo a muchos, a muchísimos, que sienten en sus adentros un “algo” muy especial cuando dan por primera vez con los baturros y tratan con ellos. Por otra parte, sería una sandez que yo viniese aquí a tratar de descubrir, no ya la belleza de su tierra, sino las cualidades de los aragoneses, porque ya lo han hecho miles y miles de autores poseedores de una enjundia y una sabiduría de las que yo carezco. Lo cual no es óbice para que quiera añadir a sus admiraciones la mía, aun a sabiendas de la nimiedad de mi aportación. Pero me sale muy de los adentros ponderar lo relacionado con la tierra de las mujeres y los hombres del cachirulo. No quisiera caer en el tópico en el que tropezamos demasiadas veces al referirnos a los pobladores de nuestro país. Por él solemos calificar a los andaluces como alegres; a los catalanes de amantes del dinero; a los madrileños por castizos; y astutos a los gallegos. Y ello es verdad… pero sólo a medias, que en todos sitios cuecen habas y en todas partes los hay buenos y no tan buenos. Bien que la erró Carlos III cuando, en sus ordenanzas, dijo que no podrían portar la bandera española: “… follones, murcianos y otras gentes de mal vivir…”. Bien es verdad que quizás no quiso referirse a los provenientes de la “Rica Huerta”, sino que escribió aquello porque en esos tiempos muchos malhechores provenían del sudeste peninsular, o, tal vez, porque usó inadecuadamente el verbo murciar. Pero yo he venido aquí a hablar de Aragón y por tanto he de referirme a los de allí con muchos y variados adjetivos, y a fuer de ser sincero, sabiendo que no todos los calificativos les cuadrarán a todos sus hijos. Obstinados, campechanos y nobles, son la gran mayoría. Pero todos, absolutamente todos, tienen una gran virtud: su grandeza de alma, y no la llamo nobleza -que también podría hacerlo- porque viene a ser lo mismo y es un término que se ha utilizado en demasía. Y si antes dije que muchos autores han hecho alabanzas de mi muy querida tierra aragonesa, voy a escoger de entre ellos a Tomás Bretón, quien en su ópera “La Dolores” decía estas incontestables verdades: “Es de España y sus regiones/ Aragón la más famosa/ ya que allí se halló la Virgen/ y aquí se canta la jota..”. La jota. ¡Qué grande es la JOTA! Y aquí sí que tomo partido para decir de ella que es el canto popular más conocido, que más llega al ánimo de quien lo escucha, y pienso que debe ser una delicia inmensa para quien sepa cantarla. Su música es conmovedora, y sus letras, entrañables, llegan a lo más profundo del corazón. Las hay de muchas formas: aragonesas puras, zaragozanas, oliveras, rabaleras, trilladoras, rondadoras, de Teruel, femateras (¡qué bien cantaba estas Miguel Fleta!), melismáticas, de picadillo, a dúo,… Todas preciosas. Las más, conmovedoras. Y como muestra de ello, tres botones: “Cuando a un hombre se le asoman/ las lágrimas a la cara/ es que las penas que tiene/ no le caben en el alma”. “Soñé que el fuego se helaba/ soñé que la nieve ardía/ y por soñar imposibles/ soñé que tú me querías” “Tengo una pena, una pena/ pena que me está matando/ se la contaré a la tierra/ cuando me estén enterrando”. Y como broche final, e inconmensurable, la Virgen. Sí, allí en Salduie se halló a la Virgen y allí sigue querida, mimada y venerada por todos. ¿Quién es capaz de estar, o pasar, por Aragón y no ir a ver a la Virgen? Ella, amén de una infinidad de cosas más, es el PILAR en el que sustenta firmemente la espiritualidad de nuestra muy querida España. Ramón Serrano G. Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de junio de 2012

jueves, 7 de junio de 2012

El automóvil

Ramón Serrano G. Para J.J. Montejano, con mi agradecimiento. -Creo Luca que nunca te he contado lo que me ocurrió, hace ya algún tiempo, cuando aún no te había conocido. Iba yo caminando un día de un pueblo a otro, empezó a llover con intensidad, y tuve la suerte de que un buen hombre parase su automóvil, (ambos ya tenían sus años), y me preguntara: -¿Dónde va, amigo? - A ningún sitio, le contesté. Soy un vagabundo sin destino fijo. - Pues si le apetece, replicó sorprendentemente, le invito a mi casa, que la tarde no está para paseos y la noche no será mejor. Y eso hizo. Subí con él, cruzamos el próximo pueblo y, a sus afueras, se metió en una pequeña finca, en la que se hallaba una casa, al parecer modesta, pero confortable, según pude comprobar después. Me hizo esperar un momento mientras guardaba el coche y pasamos dentro. -Aquí vivo solo desde que murió mi mujer, pero estoy bien. Claro que todo lo bien que puede vivir un hombre viudo y con mis años. Mas me voy apañando. Tengo mis achaques, claro está, pero voy saliendo adelante con la ayuda de una sobrina que viene dos o tres veces por semana a hacerme la colada y esas cosas. -He de decirte que la casa estaba limpia como un jaspe. Muebles, cocina, todo, estaba cargado de años pero con un aspecto de poder durar muchos, muchísimos más. Crescencio, así dijo llamarse, preparó la cena en un santiamén. Coció unas vainas, cortó dos pedazos de un queso muy bueno y muy curado, me dio una manzana y él cogió otra. La sobremesa duró bastante ya que a ambos nos agradaba el palillo. Yo me limité a referirle un poco de mi vida y a contestar a sus numerosas preguntas, pero él se explayó a su gusto. Me habló de su extinto trabajo, de su mujer, de los hijos no habidos, de sus costumbres, de sus tareas actuales (que no eran pocas), aunque las más le venían por propia imposición y las ejecutaba con agrado. Me dijo que por la mañana se tenía que ir temprano al pueblo, pero que lo esperase para desayunar juntos. Al levantarme (no muy tarde, según mi costumbre) él ya no estaba, por lo que salí al corral y vi allí varias gallinas, una higuera, dos manzanos y un laurel, amén de un sinfín de restos de trastos viejos y una cochiquera en largo desuso. Y un alpende casi lleno. Al pasar a su interior, observé que servía de cobijo y nidal a las gallinas, como almacén de mil cosas, algunos aperos, una bicicleta y, sobre todo, como cochera. Nada más entrar oí una voz que me saludaba amablemente: -Buenos días, ¿ha descansado bien? Me quedé extrañado al no ver a nadie, pero continuó la voz: -No se asombre que quien le habla soy yo, el automóvil. Sí, sí, yo. Verá, es que me paso tantos ratos aquí dentro, solo, sin poder charlar con nadie, que cuando por casualidad encuentro a alguien, y si además ese alguien tiene buen porte como usted, me desquito y hablo ¡cantidad! -Bueno, para empezar voy a presentarme, continuó sin importarle mi cara de asombro. Yo soy el “Compa”, que así me llama Crescencio, pues él fue quien me matriculó, y me estrenó, y desde entonces estoy en sus manos. Juntos hemos pasado de todo, y no siempre bueno. Ya sabe, las carreteras, las averías, y esas cosas. Él y Laura, su mujer, iban conmigo a todas partes, y he de decir que hemos vistos sitios maravillosos y pasado ratos muy buenos. Luego, ella se fue, y la cosa cambió bastante. Los dos quedamos deshechos, él más claro está. Yo trataba de animarlo, pedirle que nos fuésemos por ahí, pero cuando lo hacíamos, al reunirnos de nuevo cada mañana, ambos sabíamos que la noche había sido triste. Muy triste. -Pero es un gran hombre. Ignoro si lleva la procesión por dentro, pero sí sé que no se le nota, y que se dedica por completo a ayudar a los demás. Bueno, ¡usted puede dar fe de ello por lo de ayer! Y eso no es todo. Lo mejor para él es que ha aprendido a hacerse cargo de su situación y es consecuente con ella, sacándole todo el partido posible. Y me ha obligado a que yo haga lo mismo. Los dos, debido a nuestra edad, que repito que no es poca, tenemos ya ajes y dolamas muy similares. Verá: a mí, los latiguillos del freno se me obstruyen y no frenan, igual que el colesterol hace con sus arterias. Yo tengo holgura en las puertas, como le ocurre a sus articulaciones. No tengo la suficiente energía porque mis pistones se han desgastado, por lo que consumo aceite en demasía, lo mismo que él toma medicinas para tener vitalidad. Los dos estamos a la par en cuanto a la salud. Con alifafes, pero con una enorme voluntad para superarlos. -Por otra parte, mire usted, yo sé que el coche de Don Anselmo, el veterinario, tiene más años y está mejor conservado. Pero también sé que otros están en chatarrerías o en desguaces, o sea mucho peor que yo. Crescencio tampoco ignora sus limitaciones, pero observa que muchos de sus años van en silla de ruedas o crían malvas. Lo que realmente vale es que estamos muy, pero que muy bien de ánimo, y, por ello, de comportamiento. En la vida no sirve de nada quejarse, que las jeremiadas no curan y acaban poniendo de mal humor a quien se las cuentas. Lo necesario es conocerse bien y sacar fuerzas de donde haga falta para tratar de compensar las carencias, ya sean estas psíquicas o físicas, y vivir en paz y en orden. La fortaleza va decreciendo con el paso del tiempo, pero la ilusión de vivir, y de vivir con toda la ilusión, la hemos de mantener siempre. Siempre. Sin que nada la melle o la menoscabe. No había acabado de decir esto, cuando apareció Crescencio que ya volvía de hacer sus cosas y había comprado el pan y el periódico. Y con una sonrisa de oreja a oreja, como si nos conociésemos de toda la vida, me dijo: -Anda, recoge en los ponederos unos huevos que los friamos, mientras yo corto un poco jamón. Que habrá que almorzar algo, ¡digo yo! Junio de 2012 Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de junio de 2012

viernes, 25 de mayo de 2012

ENFADOSO.- Ramón Serrano G.

No creo que haya nadie tan perseverante en su conducta habitual que no tenga un día, o una temporada, distintos a los que son normales en él. Y yo, que de hecho me considero extrovertido y alegre, no sé si en demasía, noto que estoy atravesando un período de negrura en todo lo que aprecio, tanto cerca, como lejos de mí. Pienso que esto es normal, hasta cierto punto, porque sin que yo quiera equipararme, ni por asomo, en lo más mínimo a ellos, tenemos noticia de que autores o pintores, o gentes de cualquier clase o condición, han tenido igualmente una etapa “negra”, que han dejado traslucir visiblemente en su obra o en su comportamiento. De cualquier modo creo firmemente en que la vida, ese deambular acelerado y zigzagueante que hacemos por este mundo, no es para nada dichoso, sino, más bien, todo lo contrario. Porque si la analizamos, y cuantificamos la cantidad de momentos malos y buenos que vivimos, veremos que aquellos superan a estos, aunque también quiero dejar la debida constancia de que no consiste en tratar de adivinar el número experimentado de cada especie, porque ocurre igualmente, que tan sólo uno de una clase puede influir más en nuestra alma que cien de la contraria. Me queda, de cualquier forma, la duda de si esta visión pesimista me ha llegado por ese momento puntual y poco plácido a que aludía al principio, o por el estudio minucioso de las alternativas y episodios por los que habitualmente discurrimos los mortales. Trataré de explicarlo. La vida podría ser hermosa, alegre, emotiva. Podría ser digo, pero no lo es. Porque aunque el hombre es hedonista por naturaleza, muchos motivos desde los tiempos más remotos y muchísimos, demasiados, en la actualidad, le obligan a llevarla de una forma agria, acelerada y rutinaria, moteada un poco de instantes que adjetivamos como felices, pero que distan mucho de poseer los ingredientes que ostenta la auténtica felicidad. Hoy se piensa que es feliz, sin ir más lejos y con una horrible cortedad de miras, aquel que conduce un coche determinado, come en cierto restaurante, o veranea quince días en tal o cual playa. Sin embargo, las excesivas penas que continuamente le afligen sí que están saturadas de la verdadera esencia del sufrimiento. Lo que pasa es que el individuo ya se ha acostumbrado a ellas y las soporta estoicamente. Unas porque son inevitables y otras, de las que sí que podría evadirse, pero que no lo hace por pura abulia. Y acaba dándole todo igual. Se halla hastiado de luchar por conservar un trabajo, demasiadas veces mal pagado; de vivir en una sociedad de extraños; de hacer siempre lo mismo un día tras otro (“…Monotonía de la lluvia en los cristales…”) y no se da cuenta de que la mesticia en él es sólita, mientras que la alacridad no la ve y demasiadas veces confunde su eseidad. Siempre ha sido de ese modo. Recordemos a Góngora, cuando en su poema: “Amarrado al duro banco…”, ya nos habla de un estado lastimoso y un deseo de vernos libres de penas:”… sin este remo las manos…y los pies sin estos hierros…”. Pero es esta una estadía errónea, ya que, a poco que lo intentásemos, podríamos tornarla en gozo. Porque la alegría, como las trufas por poner un ejemplo de exquisitez, aún puede hallarse si se sabe buscarla y esa investigación se hace con afán. Porque el contento está a nuestro alcance y, mucho más, si no somos demasiado rigurosos en cuanto a su cantidad o calidad. En demasiadas ocasiones nos ocurre esto, sobre todo a los que ya somos mayores, y no pensamos que las personas no se sienten viejas por dentro si hay un motivo que los mueva a la ilusión. Y razones encandiladeras las hay a miles. Lo que ocurre, ¡ay dolor!, es que no sabemos verlas, o no le concedemos su mucho merecido. ¿O es que hoy, como ayer y como mañana, no se ha abierto una flor, y ha cantado un pájaro, y va sonando el río, y el sol calienta, y la lluvia ha puesto glaucas las siembras, y un garzón y una zagala se sonríen a hurtadillas? Pues si ha sido así, y está claro que de ese modo ha sido, vivamos jubilosos y abandonemos esa nuestra habitual actitud enfadosa que tanto nos lacera y mucho nos aflige. Y si a ello le añadimos que “a veces, algunas veces, el cantor lleva razón”, y por pura casualidad o insospechado motivo surge inesperada y afortunadamente algo o alguien que te lleva, o que nos lleva, aun cuando sea momentánea o esporádicamente a la felicidad, eso se agradece de modo inexplicable. Sean entonces estas palabras mías, canción de gratitud a la flor, al pájaro, al río, al sol, a la lluvia, o al buen trato entre las gentes. Y ¿cómo no?, a ese algo y a ese alguien, que, de modo imprevisto nos ha regalado un poco, o un mucho, de contento, y ha dado satisfacción a nuestro ánimo enfadoso. Mayo de 2012 Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 25 de mayo de 2012

lunes, 14 de mayo de 2012

..conquista (y III)

..conquista (y III) Ramón Serrano G. Dada la hora, dudó Alberto si entrar al Aliviadero, que por recién inaugurado no conocía aunque tenía buenas referencias, pero se decidió por el Ferrandis, y tras tomar en él unas tapas de zarajos y asadurillas, recalaron en Los Arcos, pues sabía que allí los aperitivos cerdunos eran una delicatessen. Comieron unos chorizos increíbles, una oreja con tratamiento de ilustrísima, y ferreros, una especié de albóndigas de morcilla, con queso por dentro y rebozadas de almendra. Una auténtica gollería. Como bebida, y ya que esa tarde no había que conducir, tomaron un muy buen Canforrales, quedando en volver para probar alguno de los vinos que elabora Iniesta, el magnífico jugador de futbol de Fuentealbilla. Tras un café en el Hostal Bayo, y después de un garbeo para estirar las piernas y ayudar a digerir la ingesta, recalaron en El Tablazo, y allí bajaron al salón, y en la mesa más apartada, ante sendos gin-tonics, comenzaron una trascendente charla -aunque cabe decir que esta vez Andrea apenas habló- mientras que él, percibiendo en su oyente un cierto arrobo ante sus expresiones, se explayó haciendo un estudio comparativo entre la amistad y el amor. Y aunque, con gran énfasis empezó dando un trato de privilegio a aquella, entre otros motivos, por no exigir tanta correspondencia mutua, fue, poquito a poco, dando al cariño valías y justiprecios muy dignos de consideración. En esas, y tras contestar además a las interrogantes que ella le plantease sobre la incomunicación, la enfermedad, la vejez, y algunas otras, llegó la hora de la cena, que consistió, únicamente, en un café con leche, un poco de alajú y una copita de resolí. Tras ella, Alberto propuso quedarse otro rato platicando, pero hubo de conformarse con un amistoso beso y unas cautivadoras, aunque no deseadas: -Buenas noches. Al siguiente día, bien aconsejados por Javier, se fueron a ver “La Ciudad Encantada”, un lugar “mágico”, con unas formaciones rocosas de origen calcáreo que en miles de años, y por la erosión del agua, la nieve y el viento, han tomado figuras raras y caprichosas, algunas con cierto parecido a animales, y que las gentes ya las tiene bautizadas. Así se pueden ver: la foca, la tortuga, el elefante, el perro o el oso, y otras con apariencia humana, como la cara del hombre o los amantes de Teruel. Un lugar muy digno de visitarse, al que hoy sólo se le da un intenso uso turístico, pero que antiguamente los pastores utilizaban esos para guarecer a sus rebaños. De allí marcharon a ver “Los Callejones”, un paraje próximo, del estilo del que acababan de ver, aunque mucho más pequeño, pero tan bonito, o más, al criterio de muchos visitantes. Y cabe añadir como anécdota que, en el agradable y corto viaje, se les cruzaron varias piezas de caza mayor. Al regreso, les dieron las dos cuando llegaban al pueblo de Las Majadas, por lo que allí, y tras tomar como aperitivo una ración de gamo en Casa Tote, se fueron a comer a “Los callejones”, donde los dueños, Antonio y Fernando, campechanos y amables como ellos solos, les sirvieron codillo de cerdo a Andrea y a Alberto un ciervo en salsa delicioso. De vino, una botellita de La Estacada, de muy buen sabor, aunque ella sólo se sirvió una copa por aquello de tener que conducir. Decidieron pasar la tarde tratando de capturar alguna trucha en el lago de pesca intensiva que hay junto al hotel. Con la ayuda inefable de Alfonso, co-dueño del hotel y hermano de Javier, eligieron la modalidad de sin muerte, desecharon la modalidad de cola de rata por considerarla más apta para los muy aficionados, eligiendo la de buldó. Sólo consiguieron sacar dos truchas, pero pasaron unas horas muy entretenidas y agradables. Al finalizar, volvió cada uno a su habitación y bajaron luego para hacer la que sería su última cena excursionista, ya que al día siguiente tenían programado regresar a Madrid. El menú, una sopa de cebolla excelente y una sorprendente trucha en salsa denominada “El Tablazo”. Al término del condumio huyeron del jaleo de la cafetería y buscaron acomodo de nuevo abajo, en la tranquilidad del salón. Tras pedir café y champán -supuestamente había que celebrar el éxito y la belleza del viaje- Andrea, como distraídamente, retomó el tema del aislamiento anímico y de sus múltiples y crueles consecuencias, y sobre ello, y con un sentido estudio común sobre la forma de vencerla felizmente, se les fue la velada. Ya se había recogido casi todo el personal y los demás clientes del hotel, y entonces, nuestro hombre preguntó: -Oye, Andrea, en ese móvil tan moderno que tienes ¿se puede oír música? Es que pienso que esta noche podríamos pasar una velada, digamos, ¿romántica? Me gustaría enormemente bailar, tomar otra copa, mirarte a los ojos y... soñar. -Pues claro que se puede, y he de decirte que me apetece igualmente lo mismo. Pero aquí no. Subamos a una de nuestras habitaciones. Así lo hicieron, y el baile les llevó a un acercamiento sensual, a un roce no evitado de mejillas y a frases muy deseadas, más susurradas que dichas, quizás porque salían de lo profundo. Más tarde, cuando llevaban un largo rato en tan voluptuosa tarea, le dijo Alberto en voz muy queda: -Aunque pueda sonarte extraño, creo que comprenderás que me atreva a pedirte que te quedes conmigo esta noche. -¿Significa eso que ahora soy algo más que tu amiga? -Nada hay más cierto bajo la luz del sol. En ese momento, Andrea sintió en sus adentros que un angelote colocaba una victoriosa rama de laurel en su entusiasmado corazón. Y una sugestiva sonrisa ovante se dibujó en sus labios. Mayo de 2012 Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 11 de mayo de 2012

viernes, 27 de abril de 2012

..Enviseza..(II)

...Enviseza y… (II) Ramón Serrano G. En cada una de esas reuniones citadas, ella, paulatina y disimuladamente, día a día, fue echándole a la consolidación de la nueva amistad un poquito de “veneno” en sus dichos y un “granito de pimienta” en sus actos. Y esa sutil sagacidad femenina empezó a fructificar de inmediato, hasta el punto de que nuestro hombre al poco, y sin darse cuenta, se fue haciendo argonauta, aunque una vez “embarcado”, en lugar de dirigirse a Cólquide para lograr el vellocino de oro, puso proa al alma de la que consideró enseguida como su gran y mejor amiga. Pero sabido es que hay periplos en la vida de los hombres que transcurren por itinerarios que estos no tienen perfectamente delimitados, siendo en estas ocasiones demasiado fácil pisar en terrenos, digamos lábiles, y, desde luego, trascendentes en grado superlativo. Y en esta inesperada singladura de sus relaciones con Andrea, Alberto holló lindes en las que nunca había imaginado que iría a poner su pie. Y al hacerlo, observó visiones que, aunque no esperadas, le resultaban agradables y muy prometedoras. Por eso, casi enseguida, él imaginó (no, mejor dicho, supo) que “el bouquet” de aquella mujer debía estar en su plenitud, y que las cosas hay que saborearlas a su tiempo, no de verdes, y, desde luego, antes de que se pasen. Tenía leído que una manzana cogida del árbol, a la amanecida, tiene otra frescura y otro sabor que la que se toma caliente cuando está comenzando a anochecer. Y accediendo a la propuesta que su amiga le hiciera, organizó en la semana precedente a San Miguel un viaje de unos pocos días a la comarca del Campichuelo, en la serranía conquense. Así, una mañana, ella le recogió con su coche y pusieron rumbo a Cuenca. A su llegada a la ciudad de las Casas Colgadas, dieron un largo paseo turístico por las hoces del Júcar y del Huécar, vieron los puentes de San Antón y San Pablo, la torre Mangana y la catedral, recalando cerca del mediodía en “La Ponderosa”, bar de tapeo bueno donde los haya. Se decantaron por tomar unas amanitas cesáreas, un escabeche excelso, y unos huevos fritos aliñados con una pócima secreta y deliciosa. Eso les sirvió de comida. Tras ella, siguieron viaje hasta la cercana Villalba de la Sierra, y allí se alojaron en las afueras del lugar, en El Tablazo, a la misma orilla del Júcar, un hotel sin suntuosas pretensiones, pero acogedor y entrañable como pocos. Mediada la tarde salieron a dar una hermosa paseata por la orilla del río. Fueron hasta más allá de las ruinas de un viejo molino, y vieron, no cientos, sino miles de setas que ya empezaban a salir, dado que el mes había comenzado lluvioso y el sol ya no apretaba. Encontraron de San Jorge, níscalos, colmenillas, boletus edulis, lepiotas, de los caballeros, y muchas más, pero al no ser buenos conocedores, se abstuvieron de cogerlas, bien aconsejados por Javier, el dueño del hotel. De pronto, ella le preguntó: -¿Recuerdas la carta de aquella noche?.- Como si la hubiese hecho ayer mismo, le respondió él. -Yo también, y me la aprendí de memoria ya que el orbayo desfiguró lo escrito. Y la tendré presente mientras viva. Sobre ese y otros similares temas se basó su charla hasta que regresaron al hotel. En él, cenaron ajoarriero (una especie de paté hecho a base de patata, bacalao, aceite y huevo), y, cómo no, morteruelo, que allí lo tienen buenísimo, como en pocos sitios, rindiendo así homenaje al plato más exquisito y, por excelencia, más famoso de la región. Luego un rato de tertulia tan sustanciosa como la cena, y hasta mañana. Uno de los principales objetivos de su viaje era la visita al parque natural de “El Hosquillo”, pero, ignorantes de que había que reservar la entrada con bastante tiempo, tuvieron que renunciar a ella, y hubieron de conformarse con las explicaciones que uno de los dueños del hotel tuvo a bien facilitarles. Les dijo este, que es una inmensa hondonada de orografía muy hosca (de ahí le viene dado el nombre), por la que discurren los ríos Escabas y de las Truchas, y en cuyas muy claras aguas se ven bastantes de ellas y nutrias. En su fauna rupícola, hay lobos, jabalíes, ciervos, gamos, muflones o cabras montesas; en su cielo, profusión de águilas reales, buitres leonados, halcones peregrinos o búhos reales; y en su flora, muy variada y hermosa, se pueden ver, entre otras especies, pino albar y negral, quejigo, boj, tejo, acebo, sauce, álamo temblón o avellano. Así que, lamentando no poder ver esa hermosura, cambiaron los planes y se fueron a ver el nacimiento del río Cuervo. Nada más salir del pueblo se detuvieron en el Ventano del Diablo, a pie de carretera, con unas vistas magníficas sobre el Júcar, para seguir luego hasta Uña (con su laguna), el embalse de La Toba, y tras cruzar Tragacete, a unos doce kilómetros, llegar en Vega del Cotorno al nacimiento del río. Es este un paraje que tiene un encanto espectacular, con senderos entre cascadas y regueras, hasta que se accede a una gruta (el verdadero nacimiento) donde el agua brota a borbotones por una rendija lateral. Durante el viaje a tan hermoso lugar, y tanto a la ida como al regreso, fue Andrea la que mantuvo el peso de la conversación. Y aunque alguna de las veces esta versó sobre los paisajes que estaban viendo, la mayoría de ellas fue intercalando en su hablar opiniones sobre la necesidad que tienen las personas de evitar la soledad, de estar unidas, y que esa unión es mucho más profunda y significativa cuando está cimentada en la amistad…o en el amor. Él, cada vez más impactado por el sentido y la hondura de sus palabras, fue asintiendo primero, y aprobando después lo que estaba oyendo, y empezó a darse cuenta de cómo, de una manera imperceptible, estaba percibiendo en esa mujer maneras y pareceres muy interesantes. Y en esas filosofías andaban cuando, cerca de las dos llegaron de regreso a Villalba. -¿Dónde comemos? preguntó ella. -Si te parece, hoy, al igual que ayer, lo haremos de tapas. Verás, te voy a llevar a unos bares donde nos pondrán cosas muy gustosas. Abril de 2012 Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 27 de abril de 2012

jueves, 12 de abril de 2012

¿Altanez?.. (I)

¿Altanez?…(I)
Ramón Serrano G.
“Cuando vuelvas de la calle/hastiado, amargo, sediento/ como agua clara del río/ será para ti mi cuerpo” .- Juana de Ibarbourou.

París es mucho París. Para Andrea, como para otras muchísimas personas, la ciudad más encantadora del mundo. Y ella estaba residiendo temporalmente allí, disfrutándola plenamente, paladeándola, a la espera de ser abuela por primera vez, aunque para eso faltasen aún dos o tres semanas. Y aunque pasaba muchos ratos con su hija, le agradaba enormemente pasear durante horas por el jardín de las Tullerías –el capricho de Catalina de Médicis-, y, entre sus estanques y fuentes, hacer planes y rememorar lo que recién le había sucedido allende el Pincipado.
Y en esos paseos, una y mil veces, como en una ucronía, había repasado minuciosamente su actuación y la de Alberto en aquella noche asturiana procurando juzgarlas sin prejuicios ni apasionamientos de ningún tipo. Pero en cada rememoración aparecían por su mente mil y una causas y desenlaces. Le y se insultó. Se y le eximió de culpas. Acriminó de ello no sólo a ambos, sino a la noche, a la cercanía del mar, a mayo, al lugar, a las copas, a las circunstancias, a.., a…, para luego, en cada enjuiciamiento, emitir las más diversas sentencias, hasta el punto de que siempre acababa con la cabeza hecha ascuas. Pero eso no le dolía. Lo que la azaraba es que, había tenido una primera postura de altanez que luego desestimó y no acababa de decidirse por cuál sería el camino a tomar a su regreso, porque ella sería su amiga. Sí, su mejor amiga, pero ¿tendría que conformarse sólo con eso? Al final decidió posponer la decisión definitiva sobre el modo de obrar más adecuado. O el menos doloroso. O el más conveniente.
Habiéndose adelantado el parto, volvió a Madrid a mediados de agosto con una obstinada idea que parecía habérsele incrustado en la mente: Alberto y la futura e impredecible relación con él. No podía, ni quería, pensar en otra cosa, tratando de hallar el mejor plan que se podía seguir. En primer lugar, el maldito ego siempre le impelía a mandarlo todo a hacer gárgaras, dolida por el “desprecio” sufrido. Pero ni ella era altanera, ni él había querido menospreciarla. Por ello, y al poco, siempre afloraban con fuerza otros sentimientos y apercibía que aquel “idiota” había dejado una gran huella en su alma. Venía entonces la disyuntiva de si volver al ataque con el fin de conquistarlo definitivamente, o conformarse con la sincera amistad que él le había ofertado (hermosa y atractiva por otra parte), dada la gran personalidad y enjundia que parecía tener el hombre.
De su perturbada cabeza se escapaban constantemente proyectos e intenciones, lo que le llevó a recordar a la uruguaya Juana de Ibarbourou, cuando, en su obra El cántaro fresco, dice: “…Por la persiana entornada entra un rayo de sol matinal, y por la misma rendija sale a la calle, oblicua, hacia arriba, una banda ancha y dorada de moléculas. Parece una legión de bailarines pues veo que cada uno de los puntitos rubios gira de una manera vertiginosa sobre sí mismo. Y miro con envidia a esa banda de átomos que se va a recorrer el mundo, llevándose quizás el secreto de mis intimidades…”.
Y a ella le estaba ocurriendo lo mismo, con el agravante de que quería retener y hacer efectivos sus múltiples deseos, tan dispares, tan factibles y tan irrealizables a la vez. Pero, por su forma de ser, y dada la importancia del asunto, tenía que tomar una decisión y llevarla a la práctica. Y hacerlo pronto. Así pues, al poco, habiendo dictaminado la que sería su forma de proceder, e imponiéndose la condición de que sus actos no delatasen nunca su verdadero objetivo, se puso manos a la obra. Lo primero que hizo al día siguiente fue llamarlo por teléfono.
-¿Alberto? Hola, soy Andrea. ¿Te acuerdas de mí, verdad? Pues nada, decirte que ya soy abuela.
-…
- Gracias, muchas gracias, y me he dicho: voy a llamarlo y, si le apetece, tomamos un café para celebrarlo y charlamos un poco.
-…
- De acuerdo. En eso quedamos.
Aquella tarde, como siempre, en El Espejo había un ambiente selecto y confortable. Cuando llegó, él ya estaba allí y, al verla, se levantó raudo y la saludo con efusión. Mantuvieron durante un rato los rutinarios y consabidos comentarios: -¿Qué tal te van las cosas? .- ¿Y por París, todo bien? Tu nieto será precioso. - No, ha sido una niña, y sí, es muy rica. Hasta que surgió el tema que tenía que surgir. Aquél que los había distanciado en Llanes y que los volvía a reunir en Madrid. Él quiso adelantarse tratando de aclarar, de justificar en cierta medida su comportamiento, pero ella le atajó de inmediato, utilizando un lenguaje primoroso y unos modos firmes, pero exquisitos, muy fuera de lo común:
-No, por favor. No trates de definir una actuación que sólo puede catalogarse como dignísima. Si acaso hay alguien que tenga que explicar su conducta soy yo, pero, si me lo permites, te diré que pienso que los dos hemos sabido valorar lo de aquella velada en su justa medida y vale más que la dejemos atrás, tomando de ella lo que tuvo realmente de valioso, y que es, qué duda cabe, tu ofrecimiento de una preciada amistad. Por supuesto, que acepto muy complacida tu munífica oferta, y añadiré que mi único, pero mejor te diré, que mi mayor deseo es tu amistad y darte la mía por igual, aunque no sé si sabré llegar a tanto. Pero intentarlo, a fe que he de hacerlo. Si me das ocasiones para hacerlo, claro está.
La tarde resultó perfecta, lo que dio pie a que se repitiera en varias ocasiones hasta hacerse algo habitual. Tres o cuatro veces se reunían semanalmente, y en uno de esos contactos Andrea propuso:
-Ahora que vamos intimando, ¿por qué no hacemos otro viaje como aquel? Dejo a tu elección lugar, fecha y duración. Pero no lo demores.
Alberto aceptó encantado.

Abril de 2012

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 13 de abril de 2012

viernes, 16 de marzo de 2012

Gracias a ...

Gracias a…
Ramón Serrano G.

“La soledad es muy hermosa…cuando se tiene a alguien a quien decírselo”.- G.A. Bécquer.

Es invierno. Para mí sigue siendo invierno, aunque el sol vaya tardando cada vez más en ocultarse y el frío, cada día, y pese a su obstinada renuencia a hacerlo, se vaya diluyendo paulatinamente abriéndole las puertas a la primavera. Lo sé, porque anímicamente percibo que me encuentro en una situación hiemal, en la que a mi alma le ocurre como al tiempo, que mejora, pero que tiene una gran incertinidad de sentimientos y apetencias, y que no acaba nunca de conseguir esa situación medianamente satisfactoria que me sería muy deseable.
Para tratar de sobreponer mi espíritu a ese fastidioso estado y tratar de alcanzar un bienestar inalcanzable, acudo siempre a una de estas dos panaceas: o me pongo a escribir, o trato de conversar con aquellos pocos que aún están a mis alcances. En esos instantes, y merced a las hendijas que aún conserva mi mente, esas que le proporcionan una ligera pero esperanzadora clareza, me veo capaz de conseguir cierta dicha, amén de un determinado bienestar que tanto ansío y por el que posiblemente no esté luchando lo necesario. Suelen entonces acudir a mi afligido magín ideas con cierta posibilidad de ser desarrolladas, siempre a mi corto juicio, o nombres a los que apelar en solicitud de escucha y de diálogo. Por más que lo intento, no encuentro otro remedio para calmar mi ya habitual pesadumbre por un lado y, por otro, obtener una escasísima alacridad. Sé muy bien que si quiero salir de mi latebra, he de echar mano a la pluma o al teléfono, indispensables para la obtención de mis quimeras.
Con aquella, trato, o lo intento al menos y anhelante estoy de ello, de decir mis expresiones y deseos. De sacar a la luz lo que pienso, lo que siento, lo que ansío, y me afano en transmitirlo a los demás. Mi mayor anhelo es sacar fuera de mí mis sentimientos, en las creencia -puede que vana creencia- que con esa exteriorización he de fortalecerlos, y les voy a dar una verosimilitud y una realidad que quizás ahora no posean ya que se encuentran, únicamente, en mi interior. Pero ¡es tan difícil conseguirlo! Primero, porque son muy pocas las facultades que tengo de plasmar en un escrito lo que el alma está sintiendo. Pero me afano en ello y a duras penas lo consigo, convencido de que si alguien llegase a leerlo, su probidad y benevolencia atenderán más al fondo de mi testimonio que a su forma.
El segundo impedimento estriba en que, al no tener mi manifiesto un destinatario predeterminado, no puedo hacerlo llegar a uno, o diez, o a ciento; a este, a aquél, o a los de más allá, de un modo directo, como en una epístola que, metida en su correspondiente sobre, remita luego a la dirección personal de cada uno. ¿Y qué he de hacer entonces? Pues beneficiarme primero de la caridad de alguien que quiera dar publicidad a mis delirios. Y luego, y creyendo de nuevo en la generosidad de algún desconocido, esperar a que este esté dispuesto a perder un rato de su tiempo para enterarse de cuáles son las aflicciones que motivan mi desazón.
El otro medio lo utilizo ante la imperiosa necesidad que tengo de escuchar algo diferente a mis propios pensamientos, y lo cojo, y con él llamo a este o a aquel amigo. Y cuando se establece la comunicación, al no querer amargar sus horas con mis ayes, en lugar de empezar con un ¡aymé! para, a continuación, transmitirle mis cuitas, lo “acoso” con curiosidades como estas: ¿qué tal estás?, ¿qué has comido hoy?, ¿qué estás leyendo?, cosas al parecer fútiles, pero trascendentes para un ser como yo que sólo aspira a conseguir algo tan dificultoso, tan aparentemente sencillo pero tan enormemente arduo, como es vivir llana y pacíficamente.
Más tarde, tras ambas tesituras, y luego de haber apaciguado momentáneamente la sed de decir o de oír alguna cosa, me veo postrado de nuevo en la soledad. ¡La soledad! Ese estado, ese sentimiento, que nunca me deja estar solo pues siempre está conmigo, y lo que todavía es peor, aunque ello parezca imposible: la nueva y perenne necesidad que me acucia de que alguien, de que algún destinatario de mis escribimientos y decires, vuelva ejercer su dadivosidad y de ese modo se complete de nuevo el círculo de mis muchas necesidades anímicas y sus remedios.
Por eso, por todo esto que acabo de dejar expuesto, y reiterando que aquél que lo padece sabe muy bien de la magnitud del trance, digo con la mayor sinceridad, aunque en realidad no tenga a nadie en concreto a quien decírselo, que la persona que está sola, que el hombre a quien le ocurra lo explicado anteriormente, debe estar muy agradecido si encuentra a alguien que quiera perder un poco de su tiempo y, dedicándole unos momentos, aunque únicamente sea en un muy corto rato, lo lea o lo escuche. Y como todo esto a mí me viene ocurriendo mucho últimamente, quiero dar las gracias a …

Marzo 2012

Publicado en “El periódico” de Tomelloso el 23 de marzo de 2012

viernes, 9 de marzo de 2012

La vida y sus remedios

La vida y sus remedios
Ramón Serrano G.

Una de las costumbres más arraigadas en el hombre es, quizás, la de quejarse. A poco que las cosas se tuerzan un algo, no ya en su forma normal de producirse, sino simplemente en el modo que nosotros esperábamos, o deseábamos, que ocurriesen, ya tenemos casi todos la guaya en la boca, pues somos tan cojijosos, que parece como si disfrutásemos emitiendo lamentos, o sea, dando, por el entorno en el que vivimos, cuatro cuartos plañideros de nuestro mal.
Y este lloriqueo por el daño que sufrimos, ya sea corporal o psíquico, exiguo o considerable, es, a todas luces, tanto inútil como incorrecto, aunque eso sí, rogatorio, y muy cómodo para aquél que lo ejerce. Que me pasa esto o me acontece lo otro, pues que se enteren tirios primero y vengan luego troyanos a socorrerme. Y mientras tanto, yo aquí, en plan victimista, pero sin mover un dedo para tratar de remediarlo. Eso es lo común. Pero no, no es por ahí “anca” la abuela.
En primer lugar, porque, junto a la llantina, mostramos extrañeza de que eso haya podido sucedernos a nosotros. Lo que no es sino una mayúscula estupidez, pues estamos hartos de ver cómo las desventuras se vienen repartiendo aleatoriamente por todas partes, sin que nadie se vea libre de ellas. Ni se vea, ni se haya visto, que a pocos conocemos que no haya recibido nunca algún quebranto de envergadura relevante. Extraña así el asombro que mostramos al vernos afectos de ese u otro padecer, pues deberíamos saber, casi con certeza, que no nos libraremos de ellos, ni aun cuando ya hubiésemos penados otros con anterioridad. Y sabiendo que es ley de vida, nos parece que ese precepto sólo han de sufrirlo los demás.
Lo correcto y conveniente sería callar y actuar, y si se habla, que sea escasamente, y cuando ya se haya obrado mucho en pro del alivio y el consuelo. ¿Por qué? Pues porque las quejas traen descrédito -que ya lo decía Baltasar Gracián en el XVII- y muchas veces hemos comprobado que incluso acarrea la mofa de quien las oye hacia el que las exclama. ¿O no hemos visto en demasiadas ocasiones que si alguien gime encuentra a algunos pocos que compartan sus penas, mientras que otros muchos fingen comprenderlo, pero al momento de dejarlo, alegrarse de que esté abatido?
Pero antes de seguir, anotemos que es notable observar cómo si el deterioro nos afecta a lo físico, sí que dejamos atrás los vientos para encontrarle reparo. Al dolor del cuerpo le buscamos remedio de inmediato, ya sea porque no tenemos abulia para ello, o porque somos pocos resistentes a él. Lo cierto es que tenemos abarrotados los centros sanitarios. A veces con gran motivo, otras con no tanto, y a veces por hipocondria.
Cosa bien distinta es la actitud que tomamos cuando nos ha sacudido una desgracia familiar, económica, laboral, social o de otros géneros. Entonces entonamos la consabida cantinela: -¡Ay!¡Ay!¡Ay!, con lo que demostramos ser unos pobres tontos. Lo primero, y como queda dicho, por no pensar en que son los malos jugadores los que suelen protestar por el bote de la pelota, y después por no querer ver que un mal, sea chico o grande, nunca se cura con tan sólo pregonar su existencia. Así pues, habrá que intentar darle por otra parte solución alguna, remedio de algún tipo, acorde con el tamaño del daño y recordando en que a grandes males hay que aplicar grandes remedios.
Deberíamos saber que el sufrimiento nos lleva a la creatividad, mientras que la vida muelle nos conduce a la oscitancia y la hobachonería. Por ello, a la medida de nuestra desgracia ha de estar nuestro esfuerzo, teniendo por seguro que si este la supera en magnitud, o al menos la iguala, acabará venciéndola. Si las enfermedades se sanan con medicamentos y modos de vida, así las desgracias, o mejor dicho, sus secuelas desoladoras para nuestro ánimo, no acabarán aherrojándonos si sabemos hacerles frente. Nos amurriamos, no porque ignoremos el remedio, sino porque, habitualmente, lo procrastinamos por una u otra causa. Más que nada, por abulia e incuria, lo que nos acarrea unas infaustas consecuencias.
A poco que observemos nos daremos cuenta que en este mundo no hay escasez de grandes sabios capaces de escribir gruesos libros; ni falta gente intrépida y valiente, apta para llevar a un ejército a la victoria; ni carencia de genios políticos que puedan gobernar un país con brillantez. Pero hay muy pocas, escasísimas, personas que sepan (que sepamos) desarrollar nuestra vida adecuadamente.
Entonces, tengamos esto siempre muy presente y no nos alarmemos nunca por los reveses que la vida nos depare, aunque estos sean, o nos lo parezcan, abstrusos, ingentes o insalvables. Para todos ellos, fuera cual fuese su dimensión y su grandor, hay remedios eficaces. Únicamente se necesita voluntad para ponérselos. Si así lo hacemos, con absoluta seguridad, saldremos victoriosos del trance, estaremos sanados y habremos fortalecido el alma, y aún el cuerpo.

Marzo de 2012

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de marzo de 2012