jueves, 3 de agosto de 2017

El miedo

A lo largo de nuestra vida los seres humanos desarrollamos una gran cantidad de sensaciones y sentimientos de los más diferentes tipos condiciones y clases, que afectan de una enorme manera a la de vivir de unos y al modo de comportarse de otros. El nacimiento de un hijo, la pérdida de un amigo, la incertidumbre en la consecución de un trabajo, la esperanza de una buena cosecha, etc., etc., para qué seguir, trascienden de forma evidente en el carácter y las obras de las gentes. Ni sé, ni tal vez debiera, extenderme en este escrito tratando de relacionar esos sentires tan influyentes y muchas veces determinantes. Igual me ocurriría con el intento de exponer detalladamente algunas de sus peculiaridades, como serían origen, influencia, importancia, duración, bondad o malignidad. Pero, con un descomunal atrevimiento, sí que me voy a permitir hacer algunas referencias a uno de esos estados anímicos sufrido por la mayoría de animales, tanto racionales como irracionales, que consiguen incluso desestabilizarlos, y empleo este verbo porque su padecimiento, ya sea breve o duradero, crea en el alma del paciente un estadio, cuando menos, desagradable. Me estoy refiriendo sencilla y llanamente al miedo, o sea, aquello que, según el DRAE, es la aprensión o el recelo que se tiene ante algo que vaya a suceder, o la angustia ante un posible daño, ya sea este real o imaginario. Es la aversión natural al riesgo o a la amenaza. La percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro e incluso pasado. También está definido por diversos autores de otras formas, y por citar alguna, diré que alguien lo concreta como un mecanismo innato de defensa que en cierto modo puede llegar a ser positivo ya que nos lleva a incrementar los medios para vencerlo. Por ampliar, expondré que Freud hablaba del miedo real, que es cuando este está en correspondencia con la dimensión de la amenaza, y del neurótico, en el que la dimensión del temor no está en relación con el peligro que presenta. Citaré ahora distintas clases (tan sólo algunas) que existen de este padecimiento. Puede ser desproporcionado, (al que antes aludí con el nombre de neurótico), lógico, irreal, psicológico, innato, adquirido, existiendo también las fobias (a la altura, a los animales, a los lugares cerrados, etc.), y por último, sobre estas, y sin querer dármelas de alabancioso sino tan sólo como curiosidad, diré que, entre otras muchas, existen la peniafobia, o sea el miedo a la pobreza; la ailurofobia, el miedo a los gatos; y otra que, a mi parecer, es completamente inexplicable: la celigenofobia, el miedo a las mujeres hermosas. Aunque esta es increíble. Pero hay algunos tipos de miedo, como el injustificado, al futuro o a envejecer, que exigen un determinado comportamiento por parte de aquellos que son sujetos de su existencia. No se debe olvidar que el miedo bien entendido es saludable, y se podría llegar a decir que necesario, puesto que nos empuja a evitar algo “doloroso” y hace que el cuerpo se active y empiece a tomar las medidas que cree necesarias ante ese peligro. ¿De qué manera? Como es fácil comprender cada caso necesita una solución específica, e incluso puede que hasta la ayuda de un profesional. Pero como todos los problemas, necesita estudio y una valoración, tanto de él, como de los medios con los que se cuenta. Pero lo que está más que demostrado es lo absurdo de la inacción ante su anuncio o su presencia, ya sea por pavor, pereza o ignorancia. Timendi causa est nescire, afirmaba Séneca, es decir: la ignorancia es la causa del miedo. Y eso es muy cierto, porque si tenemos conciencia de que podemos vencerlo, nos esforzaremos por hacerlo y es muy probable que lo consigamos. A ello nos anima también el conocido aserto de Dickens, quien dijo que el hombre nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta, o el esperanzador aserto latino: fortes fortuna adiuvat, la fortuna favorece a aquellos que son audaces o toman riesgos. En bastantes ocasiones hemos quedamos extrañados de las consecuciones habidas por otros o por nosotros mismos. Y siendo así, ante la liza a la que estamos abocados, se debe tener muy en cuenta que si una cosa tiene solución no hay que preocuparse, y si no la tiene no hay que preocuparse. Si la tiene, la calma se basa en estudiar concienzudamente el problema y, una vez conocido, armarse de valor y luchar en su contra. Si no la tiene, la despreocupación se cimenta en aprender a vivir y conllevar con las nuevas condiciones que se nos impongan. Pero recordar, tener siempre muy presente que a lo único que se debe temer es al temor. Y por aportar un final jocoso para un tema tan trascendente diré que sin embargo nunca he conseguido saber el nombre, que sí los motivos, de aquel miedo que indefectiblemente sentíamos los chavales a principios de cada mes, cuando nos daban las notas en el colegio y teníamos que enseñárselas a nuestros padres. Ramón Serrano G. Agosto 2018