jueves, 9 de septiembre de 2010

"La tarde cayendo está..."

“La tarde cayendo está…”
Ramón Serrano G.
Para Janna y Evert, que tienen un nieto precioso.

Hola amigo sol, ¿ya estás aquí de nuevo? Pocas horas descansas en estos meses de bochorno, pues tarde te ocultas y asomar, asomas cuando muchos aún duermen. Yo, afortunadamente, no soy de esos, ya que gracias a la enseñanza paterna, son bastantes los días que ya estoy alzado cuando empiezas a anunciarte. Y es que estoy plenamente convencido de que levantarse al tiempo que tú, e incluso antes, tiene bastante de provechoso, y aunque haya habido no pocas ocasiones, casi siempre siendo joven, en las que he despreciado la vista de tu aparición y me he quedado arrebujado entre las sábanas incluso hasta esas horas en las que te hayas en lo alto, son más, han sido, y deseo que sigan siéndolo, las veces que espero en vigilia tu hermosa y prometedora salida.
Sabes bien que hoy, como siempre, te recibo con el mayor agrado, pues eres el heraldo anunciador de que la vida sigue existiendo pese a los ingentes esfuerzos que los hombres hacemos constantemente por destrozarla. Eres, sin duda, quien destierra a las tinieblas y con ellas a los ladrones y rufianes, que afanan más y mejor, y con mayor villanía, al cobijo de aquellas que con tu luz esclarecedora. Y eres el más fiel medidor del tiempo, pues por tu posición se sabe con certeza la hora del comer, del ociar o del trabajo. ¿Recuerdas cuando algunos jornaleros lo hacían desde tu alborear hasta tu ocaso?
Los griegos te deificaron como Helios, sabedores de que eras, junto al agua, el gran bienhechor del mundo. Ellos, como aquellos que les precedieron y los que les sobrevivimos, somos reconocedores de todas tus virtudes, y, como los enamorados, que sólo ven dones en la persona amada, te admiramos cualquiera que sea tu apariencia. Si naciente, por lo esperanzador de tu venida. Si tibio, porque caldeas y pones algo de color a las frías mañanas del invierno. Si te asomas en las bardas, porque animas a no ociar, diciéndonos que aún tenemos tiempo de hacer nuestro trabajo. E incluso si eres de castigo, porque gracias a ti granan los trigos y comemos.
Aunque, como te digo, me agrada tu compaña a cualquier hora. Por mis años, que ya van siendo muchos, te tengo ahora más apego casi al caer de la tarde, justo unos instantes antes de que te ocultes. En esa hora machadiana en la que “… todo el campo, un momento, se queda mudo y sombrío, meditando…”. En ese momento en que las farolas empiezan a chispear su luz feble y pajiza, intentando, sin conseguirlo nunca, que la noche no nos cubra a todos con su fosco manto.
Y es justo en ese rato, un poco posterior a que los chiquillos salgan jubilosos del colegio, o los ingleses se junten para tomar el té que traen de sus colonias, cuando te observo y veo que mi cariño por ti, aunque distinto, es grande, muy grande, igual que lo fue siempre. Comienza entonces entre tú y yo una conversación, un bisbiseo, como esos que mantienen a menudo dos amigos que se cuentan en voz queda sus secretos, sus ideas, sus esperanzas o sus cuitas.
Bien sabes que en esas chirinolas en las que tú me escuchas mientras cabalgas lentamente hacia otras tierras, me sincero contigo y te relato que no echo de menos los días aquellos en que esperaba ansioso tu llegada, esa que alegra tanto a los pájaros que te saludan jubilosos con sus trinos, ya que el recibirte me animaba a empezar alguna obra, o a seguir con la que tuviese entre las manos, o a concluir la que hubiera ya casi acabado, para empezar de nuevo otra faena. No, los hombres debemos saber siempre en qué hora vivimos, cuáles son nuestras posibilidades y el suelo que pisamos.
En estos tiempos, y a esa hora nona que te indico, mi pensamiento da en rebinar cómo serán los días que me restan, cuántas jornadas es posible que le queden a mi vida, aunque es muy cierto, y tú lo sabes bien, que no me inquieta si son pocas o muchas. Impórtame más, y casi solamente, el cómo vivirlas y si sabré acertar con el modo de hacerlo. Que lo que me quede de realizar en este mundo sea el bien y, si no puedo, al menos que no cometa algún desmán o haga nada malo. Que siga mi vida el mismo buen discurrir que siempre tuvo y que fue superior a mis merecimientos.
Supongo que así será, o al menos lo deseo, y para ello me baso en que si mi existencia no se ha visto alterada nunca por grandes oscilaciones, no veo por qué motivo ahora, que ya voy siendo viejo, he de sufrir alguna alteración que me trastoque. Te confieso, viejo amigo, que soy feliz. Tengo, como tantos otros, muchos achaques y alguna enfermedad de poca monta, pero creo que sé, y ¡cuánto lo agradezco!, ocupar bien mi tiempo dando a mi alma distracción y ocupaciones más que aplacientes. Con ello me compenso de algún sufrir, que también haylo, pero del que no quiero dar cuentas a nadie, que los gozos se han de compartir, pero la pena debe guardarla cada uno en sus adentros.
Y ahora, amigo sol, te dejo que tú, tal vez cansado ya de tan larga jornada, has de acostarte y yo lo haré también en un escaso rato. Mañana te veré ¡ojalá! Me quedo aquí, rociado de penumbra, y diciendo aquello que me enseñó Machado: “…¿A dónde el camino irá? Yo voy cantando, viajero a lo largo del sendero…”

Setiembre 2010