viernes, 9 de marzo de 2012

La vida y sus remedios

La vida y sus remedios
Ramón Serrano G.

Una de las costumbres más arraigadas en el hombre es, quizás, la de quejarse. A poco que las cosas se tuerzan un algo, no ya en su forma normal de producirse, sino simplemente en el modo que nosotros esperábamos, o deseábamos, que ocurriesen, ya tenemos casi todos la guaya en la boca, pues somos tan cojijosos, que parece como si disfrutásemos emitiendo lamentos, o sea, dando, por el entorno en el que vivimos, cuatro cuartos plañideros de nuestro mal.
Y este lloriqueo por el daño que sufrimos, ya sea corporal o psíquico, exiguo o considerable, es, a todas luces, tanto inútil como incorrecto, aunque eso sí, rogatorio, y muy cómodo para aquél que lo ejerce. Que me pasa esto o me acontece lo otro, pues que se enteren tirios primero y vengan luego troyanos a socorrerme. Y mientras tanto, yo aquí, en plan victimista, pero sin mover un dedo para tratar de remediarlo. Eso es lo común. Pero no, no es por ahí “anca” la abuela.
En primer lugar, porque, junto a la llantina, mostramos extrañeza de que eso haya podido sucedernos a nosotros. Lo que no es sino una mayúscula estupidez, pues estamos hartos de ver cómo las desventuras se vienen repartiendo aleatoriamente por todas partes, sin que nadie se vea libre de ellas. Ni se vea, ni se haya visto, que a pocos conocemos que no haya recibido nunca algún quebranto de envergadura relevante. Extraña así el asombro que mostramos al vernos afectos de ese u otro padecer, pues deberíamos saber, casi con certeza, que no nos libraremos de ellos, ni aun cuando ya hubiésemos penados otros con anterioridad. Y sabiendo que es ley de vida, nos parece que ese precepto sólo han de sufrirlo los demás.
Lo correcto y conveniente sería callar y actuar, y si se habla, que sea escasamente, y cuando ya se haya obrado mucho en pro del alivio y el consuelo. ¿Por qué? Pues porque las quejas traen descrédito -que ya lo decía Baltasar Gracián en el XVII- y muchas veces hemos comprobado que incluso acarrea la mofa de quien las oye hacia el que las exclama. ¿O no hemos visto en demasiadas ocasiones que si alguien gime encuentra a algunos pocos que compartan sus penas, mientras que otros muchos fingen comprenderlo, pero al momento de dejarlo, alegrarse de que esté abatido?
Pero antes de seguir, anotemos que es notable observar cómo si el deterioro nos afecta a lo físico, sí que dejamos atrás los vientos para encontrarle reparo. Al dolor del cuerpo le buscamos remedio de inmediato, ya sea porque no tenemos abulia para ello, o porque somos pocos resistentes a él. Lo cierto es que tenemos abarrotados los centros sanitarios. A veces con gran motivo, otras con no tanto, y a veces por hipocondria.
Cosa bien distinta es la actitud que tomamos cuando nos ha sacudido una desgracia familiar, económica, laboral, social o de otros géneros. Entonces entonamos la consabida cantinela: -¡Ay!¡Ay!¡Ay!, con lo que demostramos ser unos pobres tontos. Lo primero, y como queda dicho, por no pensar en que son los malos jugadores los que suelen protestar por el bote de la pelota, y después por no querer ver que un mal, sea chico o grande, nunca se cura con tan sólo pregonar su existencia. Así pues, habrá que intentar darle por otra parte solución alguna, remedio de algún tipo, acorde con el tamaño del daño y recordando en que a grandes males hay que aplicar grandes remedios.
Deberíamos saber que el sufrimiento nos lleva a la creatividad, mientras que la vida muelle nos conduce a la oscitancia y la hobachonería. Por ello, a la medida de nuestra desgracia ha de estar nuestro esfuerzo, teniendo por seguro que si este la supera en magnitud, o al menos la iguala, acabará venciéndola. Si las enfermedades se sanan con medicamentos y modos de vida, así las desgracias, o mejor dicho, sus secuelas desoladoras para nuestro ánimo, no acabarán aherrojándonos si sabemos hacerles frente. Nos amurriamos, no porque ignoremos el remedio, sino porque, habitualmente, lo procrastinamos por una u otra causa. Más que nada, por abulia e incuria, lo que nos acarrea unas infaustas consecuencias.
A poco que observemos nos daremos cuenta que en este mundo no hay escasez de grandes sabios capaces de escribir gruesos libros; ni falta gente intrépida y valiente, apta para llevar a un ejército a la victoria; ni carencia de genios políticos que puedan gobernar un país con brillantez. Pero hay muy pocas, escasísimas, personas que sepan (que sepamos) desarrollar nuestra vida adecuadamente.
Entonces, tengamos esto siempre muy presente y no nos alarmemos nunca por los reveses que la vida nos depare, aunque estos sean, o nos lo parezcan, abstrusos, ingentes o insalvables. Para todos ellos, fuera cual fuese su dimensión y su grandor, hay remedios eficaces. Únicamente se necesita voluntad para ponérselos. Si así lo hacemos, con absoluta seguridad, saldremos victoriosos del trance, estaremos sanados y habremos fortalecido el alma, y aún el cuerpo.

Marzo de 2012

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de marzo de 2012