viernes, 1 de febrero de 2008

Las críticas

Las críticas
Ramón Serrano G.

“El día que yo gobierne, si es que llego a gobernar….” de El Bateo.

Parece que eso nos lo dieran hecho, y me estoy refiriendo a que no encuentro que haya hacienda más placentera y fácil para nadie que la de enmendarle la plana a los otros y decir que esto, y que aquello, y que todo lo demás, debería hacerse de esta otra forma y no como lo viene realizando el sujeto al que nos estemos refiriendo. Está siendo, desde siempre, nuestra principal ocupación y entretenimiento expresar un juicio desfavorable y decir faltas y defectos de la actuación de una persona; criticar en suma. Una actividad, repito muy generalizada, tanto, que puede que sea de las que más utilice el ser humano a lo largo y ancho de su existencia.
Hagamos examen de conciencia y veremos como casi todos nosotros -bendito sea quien se halle libre de su práctica-, digo que casi todos, nos refocilamos con formar y emitir después (y esto es lo peor) determinado juicio sobre la actuación de algún otro. Y no me estoy refiriendo a blasmar, o desalabar, o desollar vivo, o poner como un trapo, o como no digan dueñas, o como chupa de dómine, a alguno de nuestros semejantes, que a ello ya me he referido, desaconsejándolo como es natural, en algún escrito anterior.
No. Lo que yo quisiera denunciar en mi mensaje de hoy es la severidad con la que solemos procesar la actuación oficial o profesional de otros seres, y sobre todo si estos son dirigentes de cualquier tipo, y no digamos nada si es que pertenecen a la clase política. Debo decir, como en el noventa y muchos por ciento de las veces que comentamos el proceder de estos individuos es para menoscabarlos, afeando de mil formas sus actos, tanto nos da que estos hayan sido por acción o por omisión, por activa o por pasiva, por fas o por nefás.
Bien es cierto que la naturaleza, que es muy sabia, dota a esos últimos -me estoy refiriendo, en concreto, a los seres políticos- de unas enormes conchas de galápago en las que ellos se saben encerrar, al igual que lo hacen las tortugas caja, y por las que resbalan, y no pueden traspasar en forma alguna, todos los dimes y diretes que sobre ellos se puedan emitir, a excepción, claro está, de las adulaciones, pues estas sí que les llegan conveniente y satisfactoriamente, atravesando todo lo atravesable.
Y centrándonos un poco más en estos, a veces profesionales y a veces simples aficionados, pero siempre vividores de la política, quisiera indicar, en su defensa, y un poco como atenuante y eximente de sus múltiples yerros, que casi nunca obran libremente, que, antes bien, lo hacen forzados y presionados por diversos motivos, conocidos por todos, pero merecedores de ser recordados. Son dichas causas unas de tipo general, como aquella de no poder desarrollar sus propias ideas, viéndose siempre forzados a seguir aborregados a lo que ordene el partido. Pero hay en su contra, y las hay demasiadas veces, otras razones de tipo personal, como son las ansias de medrar, el delirio de grandeza, o, la más degradante, de querer adquirir riquezas y prebendas de forma poco ejemplar.
Mas no he de seguir por este camino ya que estoy yo cayendo en la misma falta que quiero reprobar, y mi misión de hoy es exculpatoria mucho antes que de retraimiento. Les animo, por tanto, a que la próxima vez que vayan a hacer alguna consideración sobre una de estas personas que tienen el mando, la dirección, o la posibilidad de regir el destino de cualquier sociedad, grupo, organización, corporación, o gobierno, no digo ya que ese dictamen sea laudatorio (que bien podría ser, pues a veces, raras veces, aciertan en sus cometidos), pero sí que esté cargada de benevolencia y tolerancia, teniendo en cuenta que quizás al obrar sí, se vieron forzados a ello por ignorada causa y no pudieron hacer cosa distinta a aquella que llevaron a cabo.
Hay además otras poderosas razones que nos deberían obligar a ser más indulgentes y tolerantes en nuestros dictámenes. Primero que quizás sean más inteligentes que nosotros o, tal vez, tengan unos conocimientos, una cultura superior. Por otra parte, cabe suponer que si están metidos de lleno en el desarrollo de un determinado problema o asunto, saben de ellos, por la más elemental de las lógicas, más que nosotros y si no lo arreglan, puede que sea debido a que no tiene solución posible, o al menos fácil. Y porque no deberíamos olvidarnos de que a todos nos agrada antes el triunfo que el fracaso, y si se ven avocados a este, quizás sea por la puritica fuerza. Por eso, mejor es no desear el gobierno, como en el canto zarzuelero, no hacer ninguna declaración de intenciones, ya que no sabemos si los disparates que cometeríamos nosotros en el ejercicio de esos cargos, -que seguro los cometeríamos- no serían de una mayor magnitud que los del prójimo.
Pero hay, aún, otro motivo impelente a que nos mantengamos callados, sin emitir juicio condenatorio sobre el obrar ajeno. Bástenos, para ello, leer el evangelio de San Mateo (7.1), que dice: “No juzguéis, si no queréis ser juzgados”. Y pensando que si fuésemos nosotros los encausados nos agradaría en extremo que los demás no fuesen severos y rígidos en sus veredictos, sino, antes bien, benévolos e indulgentes en los mismos. No alcemos por tanto nuestra voz si no es para ensalzar o, al menos, justificar y comprender el comportamiento ajeno.
Setiembre 2006

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de setiembre de 2006

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