jueves, 16 de junio de 2011

¿Obsoleto? No

¿Obsoleto? No.
Ramón Serrano G.

Quien se haya tomado la molestia de leer con cierta asiduidad mis escritos, habrá observado cómo en muchos de ellos suelo hacer un panegírico de hábitos, hechos y de tiempos pretéritos. De algunos días que pasaron hace mucho, aunque otros, no tanto. Pero debo reconocer que no realicé ninguno, o al menos no recuerdo que así sea, en defensa de algún tipo de modernidad. Rebinando, he visto que es así y me ha extrañado puesto que no hay en mí, y así lo declaro, una forma de pensar que me haga enemigo de lo actual. Para nada, ya que sé los muchos beneficios y ventajas que en la actualidad gozamos los humanos ahora y no antes. Otra cosa muy distinta es que tenga nostalgia del pasado. Que la tengo.
Puede, por lo anterior, que haya quien piense que estoy obsoleto, pero opino sinceramente que puede que lo esté, pero que no soy retrógrado, o, al menos, por tal no me tengo. Ortega nos enseña en “La rebelión de las masas” que “ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral…” y dice muy bien. Pues lo mismo ocurre con ser vanguardista o carca, ya que afincarse en una de esas posturas es renunciar a muchas cosas buenas, muy buenas, que tiene la otra.
Lo que estimo que me ocurre, es que a mí, al igual que a tantos otros de mis años, nos agrada en extremo recordar con cariño lo que nos hubo acaecido en unas épocas en las que, siendo jóvenes, estábamos llenos de ilusiones y esperanzas. Entonces éramos, o nos sentíamos, protagonistas y ahora comprobamos que sólo somos espectadores, que incluso no vemos bien lo que hay a nuestro alrededor, puesto que suelen fallarnos nuestros ojos (y muchos más órganos de nuestros cuerpos) los cuales llevan ya algunos años incumpliendo debidamente sus cometidos.
Pese a ello, muy burro sería si no reconociese y proclamase los muchos adelantos y beneficios que tiene la vida actual sobre la que yo empecé a vivir. Hemos pasado de tener que merendar algarrobas, a casi estar ahítos de langostinos. De las sanguijuelas y las cataplasmas, al escáner y la laparoscopia. De un analfabetismo superior al 30% de la población (la media, que en las mujeres era superior) a la extrañeza de que un chiquillo abandone el aprendizaje antes de terminar los estudios primarios. De tener un pantalón y una camisa, que jersey tenían muy pocos, a tener el armario a reventar. A gozar de una mayor y continuada higiene, mejores condiciones laborales, hogareñas, económicas, etc., etc. Son muchísimos los avances, afortunadamente.
Otra cosa muy distinta es el uso que se está dando en demasiadas ocasiones a todas estas mejoras. Y es que el conjunto de todas ellas, a mi juicio, nos está quitando, de hecho nos la ha arrebatado ya, una muy agradable vida social, una distinta educación, unos más correctos modales, y muchas cosas más de la que antes se disfrutaban, de las que ahora carecemos. Los jóvenes no piensan en ellas, porque ni siquiera las han conocido, pero los viejos, ¡ah los viejos! Nosotros, al menos la mayoría, sí que las añoramos, aunque nos hemos mal acostumbrado a carecer de ellas.
Así, quizás novecientos noventa y nueve adolescentes han leído este año Crepúsculo, tal vez uno La regenta y me extrañaría muy mucho que alguien haya tenido entre sus manos La montaña mágica. No hablemos ya de La Iliada o de La Divina Comedia. Y es bueno que se lea, aunque sean sólo novedades de ultimísima hora. Eso es bueno sí, pero únicamente a medias, porque con ese hábito se renuncia a poder formar en nuestra mente los firmes cimientos que se consiguen con la lectura de las grandes obras maestras, pensando que son, digamos, antiguas.
Pensemos por igual, que nosotros estábamos muy satisfechos de haber podido estudiar el río Hudson, mientras que la siguiente generación ya lo ha visto varias veces. Y eso también es bueno. Lo que no lo es, es que los jóvenes se sepan únicamente los nombres de aquellos sitios que han conocido in situ, y no se hayan aprendido los de aquellos otros lugares, de cierta o mucha importancia geográfica o histórica, que hay diseminados por el globo. Dicho de otro modo: que haya tanto ignorante “a medias”.
Diré finalmente, y con pesar, algunas cosas que han venido a menos, que ya casi no existen. Hay mayor preparación escolar, pero la educación es otra cosa. No es sólo alfabetizar primero y adoctrinar después en algunas materias. Educar es, además, civilizar, preparar para la ciudadanía, para una convivencia respetuosa con el prójimo. En otros tiempos recuerdo ver a la hermana Juana barriendo su puerta y acercarme a ella para que me diera una bola de anís. Cómo saludaba la gente con un afable buenos días tanto a Tomás, el herrero, como a Don Jesús, el médico, y se paraban un rato a conversar. Saber que el tuteo estaba reservado para los muy íntimos. ¿Cuándo se oye hoy en día el “usted”? Es término casi en desuso, ya que lo hemos arredrado en el último rincón de nuestro vocabulario, como si fuese una mecedora vieja o un pantalón raído. Se cedía la acera y se les abría la puerta a las señoras y a los mayores. Hoy la mayoría de esas personas se asombran si alguien tenemos para con ellas esa cortesía.
A qué seguir. Menéndez Pelayo dijo que “el pueblo que no conoce su historia está condenado a la muerte irrevocablemente”. Y tomando historia, no en el sentido de la descripción de sucesos que influyen o determinan el futuro de un país, sino en el otro más pobre, en el de recordar esas costumbres que un día tuvimos, al parecer nimias o inanes, no quiero compararlas con las actuales, pero sí presumir de haberlas podido vivir. Creo, muy sinceramente, que si arrumbamos todo el pasado construiremos un futuro muy poco halagüeño.
No, no tengo celos, ni envidia, ni creo estar demodé. Lo juro. Lo que pasa es que mis ojos, ya digo, ven cada vez peor. Y a mí me gustaban bastante más aquellas “postales” de entonces que estas “vistas” de ahora.

Junio 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 17 de junio de 2011