jueves, 21 de noviembre de 2013

Don Luigi

Para Michele, un mío vecchio amico e della bella Italia. -Quiero, Luca, que escuches esta historia que voy a referirte para que veas a través de ella cómo somos los humanos a veces. Verás, hace ya muchos años tuve que ir a Italia, y un día, viajando en uno de esos vetustos trenes de una lentitud exasperante, parecidos a aquellos de las películas del Oeste americano, tuve de acompañante a un señor de unos sesenta años, amable como todos los italianos, y conversador, muy conversador, como todos los italianos. Y hablando entrambos de mil y una cosas, explicándonos mutuamente nuestra “muy razonable” opinión sobre ellas, y ofertando nuestra lógica, plausible y, sin embargo, nunca aplicada solución, vinimos a departir sobre el egoísmo humano. Mejor dicho, sobre el egoísmo de los demás, porque la mayoría de nosotros, de egotistas, solemos culparnos muy, muy poco. Vamos, lo que se dice nada. -Y me refería el buen hombre que llevaba una temporada, -una larga y fastidiosa temporada, me dijo- en la que le parecía que todos le trataban mal, o, al menos, no tan bien como él creía merecer. Y apunto yo, que su quejumbre debía estar en razón, pues tenía un correcto hablar, parecía ser de buenas intenciones y mostraba un impecable proceder. Pese a esto, me decía, que los amigos, salvo los dos o tres más íntimos, le habían perdido aprecio y le tenían bastante abandonado. Pero lo que le dolía tanto como eso, y con mucha razón, es que su escasa familia también tenía con él un raro contacto, ya que ella, a su parecer, tampoco se excedía, ni en buscar su compañía, ni en darle arrumacos. Me contó que constituía su parentela más cercana, una hija y un hijo, (su esposa había fallecido hacía más de veinte años), casados ambos y ambos con descendencia. De aquella tenía un nieto de casi veinte años y una nieta de doce, mientras que, de su hijo, tenía otra mocita de esa misma edad. La verdad es que cuando llegaban las contadas ocasiones en las que se reunían, todos le trataban con deferencia y buenos modos. Pero eso era lo que le solían dar, y poco más que eso. Y a él eso, escuetamente eso, le parecía poco. Muy poco. Prácticamente nada. Me dijo además, que tal vez no fuera tan exiguo el afecto que le mostraban, pero que a él le hubiese agradado enormemente que este fuese mayor, y que más que estima, fuese cariño, afecto este que echaba mucho en falta. -Comprendía, por completo, que aquél desapego - distacco, él lo llamó así- era comprensible. En primer lugar ya se estaba haciendo viejo, y, por otra, su carácter tal vez fuese casquite. Por otra parte, los mayores tenían su trabajo y con él muchas preocupaciones; la educación y el cuidado de sus hijos, sus amigos, etc., etc. En un palabra, su propia vida. Los menores, que ya no lo iban siendo tanto, pues se estaban incorporando al mundo de la adolescencia unas y otro ya la había superado, tenían en esta evolución su principal anhelo, y “lo demás” apenas les interesaba. Y eso era, casi, lo que más le dolía. Sus membranzas le mostraban situaciones parecidas en las que él mismo había sido protagonista de hechos similares. Sabía que cada generación deja sus experiencias a la siguiente y esta las sigue pasando a la que la releva. Y por eso sabía que el pasado afecta al presente, porque los recuerdos de unos y otros van entrometiéndose en los actos de otros y unos. Y tenía una clara consciencia de que la propia forma de actuar va obrando eugenésicamente. -Pero lo cierto y verdad, me dijo además, es que, para mí, no hay ya ni pájaros que canten, ni sol hay que alumbre. Que mis mañanas no llegan preñadas de ilusiones, y mis anochecidas están cargadas de fracasos y hueras de esperanzas. Que mi mayor ley es la rutina, y mi mejor vestido es la tristeza, por lo que mi vida es un tósigo penoso de soportar. -Pues su porte, le comenté, según he podido observar en el escaso tiempo que llevamos juntos, es de ser una persona abierta y muy agradable, ¿qué va a hacer para tratar de arreglar esa situación? -Actuaré en contra del sabido dicho que afirma que asino vecchio non prende lezioni. Aprenderé a cambiar. Y haré lo mismo que Godiva, me respondió, cuya historia seguro que conoces. A ella no le importó mostrarse desnuda ante sus conciudadanos con tal de que su marido rebajase los impuestos a su pueblo, con lo que quiso demostrar que el bien de los más debe prevalecer sobre el de uno. Yo haré pública declaración de mi errónea forma de actuar, reconoceré mis faltas, y espero que, viéndolo, mi familia y mis amigos de siempre, obrarán como Leofric, serán indulgentes conmigo, y volverán a tratarme como antes, y la mía vita andrá a gonfie vele . - Por último, te digo Luca, que no le volví a ver, pero estoy seguro de que obró de ese modo. Y lo que sí te aseguro, es que no es fácil encontrar a personas a quienes no les importe declararse nocentes, séanlo o no, con tal de conseguir un trato afable de los de su entorno. Ramón Serrano G. Noviembre de 2013