jueves, 30 de junio de 2016

El hermano Lobatillo

Llevábamos en aquel pueblo un par de días y Luis, cómo no, ya había hecho relación con algún vecino. Aquella mañana (una hermosa mañana abrileña) paseábamos por una céntrica calle y nos quedamos detenidos ante una hermosa y antigua casa que, además de la puerta principal tenía otra (supuestamente la de un local comercial), y ambas daban evidentes muestras de llevar sin abrirse varios años. En esas, pasaba por allí Justo, uno de esos recientes conocidos de mi amigo y dijo: -Bonita casa, ¿verdad? Pues más hermosa aún era el alma del que fue su dueño. Pero ya lleva el pobre casi tres años criando malvas. -Observo que le guardas un gran recuerdo, pero ¿qué hizo en especial ese hombre para ello? -preguntó Luis. - Pues simplemente eso, ser un hombre, cosa que no conseguimos todos. Pero mira no voy a ningún sitio, sólo dando un paseo; si quieres nos sentamos en un banco ahí en el altozano y te cuento su historia. Y eso hicimos. Se aposentaron los dos junto al Hermano Balsa, otro paisano ya muy mayor, que entretenía su mañana haciendo pleita con toda la tranquilidad del mundo. El otro empezó contándonos que Alberto López, a quien casi nadie conocía por ese nombre, sino como el Hermano Lobatillo, había sido durante toda su vida un individuo normal y corriente. Solterón de nacimiento, había sacado adelante su subsistencia con su oficio de guarnicionero y un par de pequeños majuelos heredados de su padre, sin dejar de trabajar, pero sin destacar para nada. Su vida era su trabajo, su casa y su ocio, que llenaba leyendo viejos libros que Sixto, el recadero, le traía de Madrid de unos autores, además de los españoles, muy raros. Ingleses, franceses, alemanes y de otros países, y con nombres más extraños aún, como Dickens, Balzac, Hesse y Kafka, que me parece haberle oído alguna vez. Como extra, un café en el bar de Eustaquio, los días muy señalados una copichuela de coñac, y poco más que contar de él. Solían acudir a su taller, a más de los clientes, algunos viejos, y otros no tan viejos, que allí desarrollaban un extenso palique diario mientras que nuestro amigo oía calladamente y no tenía otra atención que la necesaria para su talabartería, en la que destacaba su continuado buen hacer y cumplimiento en la entrega. Pero un mal día se corrió por el pueblo la noticia de que en ese taller se había murmurado, y no poco, de alguien. Cierto o no, (posiblemente, no) lo que si fue verdad es que el negocio de nuestro amigo, y él mismo, sufrieron con el rumor susodicho un varapalo de órdago. La gente, tanto clientes como tertulianos, dejaron de visitarle y el pobre Lobatillo las pasó canutas, hasta tal punto, que tuvo que cerrar el negocio y los casi dos años que le quedaban para jubilarse malvivió con las pocas viñas y algún dinerillo que tenía ahorrado. No salía para nada de su casa, tan sólo para comprar el condumio, y cuando lo hacía, murrio y abatido, no cruzaba palabra alguna con nadie, ya que nadie, o muy pocos a decir verdad, querían hablar con él. Pero luego, nuestro hombre empezó a pensar que si él no había hecho nada malo, de nada tenía que avergonzarse, y que su misión no debería ser otra que la de llevar a la gente al convencimiento de que él, el hermano Lobatillo, era como había sido toda su vida y no como le contemplaban últimamente. Y convencido de esto, empezó a salir de su casa y mostrarse a los demás atento, solícito y servicial. Al principio tuvo bastantes rechazos por parte de la mayoría de los vecinos, pero al poco, estos, recordando el pasado, fueron dándose cuenta de la realidad, y comprendieron que habían sido ellos los equivocados, cosa esta a lo que ayudó el que, al poco tiempo, acabó sabiéndose con certeza quien fuera el autor de las maledicencias y el sitio donde se había murmujeado, que no había sido la guarnicionería. Y su vida, que últimamente había estado siendo un erial, que se deshojaba la flor que él tocase, mudó de modo radical. Siguió leyendo cuanto podía, eso sí, y bastante, pero sus muchos ratos libres los dedicó a obras de caridad, o por decir de otro modo más aclaratorio, de acompañamiento. Le hacía los recados a don Serapio, el cura; o la compra a doña Serafina, la viuda del alcalde don Jeremías y mataba algunas tardes platicando en los bancos del atrio o jugando al caliche en la era de don Marcelino el boticario. Al final, cuando se vio viejo, sabedor de que le quedaba poco, vendió las pocas tierras que tenía, pues a él, para su vivir, le sobraba con la exigua paga del jubile. Los cuartos que le dieron se los regaló a las monjas que regentan el asilo que hay en el pueblo de al lado. Y su última posesión, la casa esa tan apañada que habéis visto antes, la mantuvo para estar a techado hasta su muerte, y aunque le tenía dicho a todo el mundo que se la dejaría al Ayuntamiento, se ve que no hizo bien los papeles, o lo que fuera, pero el caso es que unos parientes reclamaron y andan de litigio. -Pues mira que te digo, Justo, que me hubiese gustado mucho haber conocido y tratado a Alberto, o al Hermano Lobatillo, que no sé bien como llamarle. Pero que yo, que he visitado muchos pueblos de nuestra España, me he encontrado en la mayoría de ellos, hombres sencillos, pardos, pero buenos, buenos de verdad. De esos que sin dar un ruido, sin alharacas ni fanfarrias, saben hacer mucho bien por sus vecinos. Y ver eso, encontrase con gente así, da gloria. Ramón Serrano G. Julio 2016