jueves, 5 de julio de 2012

El columpio

El columpio Para E.M.M. un hombre que ejerce excepcionalmente su oficio de abuelo. -Venga, Juancho, vámonos ya hermoso, que llevamos aquí más de una hora y aún tienes que hacer los deberes. Aquella tarde, como casi todas, el abuelo había llevado a su nieto a un pequeño parque infantil que había cerca de casa y en el que el niño disfrutaba enormemente, correteando y jugando con otros chiquillos, pero, sobre todo, meciéndose en los columpios. ¡Qué sencillos, qué satisfactorios y qué evocadores son los columpios! Como sus padres trabajaban, a él se le había impuesto la muy agradable tarea de acompañarlo a su ida y vuelta del colegio, y al regreso siempre había que hacer un alto en el camino para cumplir con la sagrada obligación de montar un rato en “su columpio”. Era este un imperativo que ejercía, salvo en muy rara ocasión, con el mayor contento, y ello por muchas razones. Sobre todo, porque en el trayecto, unas veces le hablaba del que había sido su trabajo y le hacía ver la diferencia entre las penalidades impuestas por los medios rudimentarios de antaño y las modernidades de ahora. Pero, ¿por qué no decirlo?, le presentaba dicha actividad adornada de la mejor manera y recubierta de cuantas bondades y beneficios se le ocurrían, con el fin de aficionarle a que tuviese sus mismos gustos, soñando y deseando que algún día siguiera sus propios pasos. O le contaba inventadas historias del servicio militar, fantaseando sobre la valentía de algún soldado imaginario. Luego, en casa, tras hacer los deberes, se entretenían dibujando trenes, jugando a las damas, o a la brisca, pero no recordaba haber ganado nunca. Ni una sola vez. En ocasiones se distraían con unos juegos inventados, o modificados, por el abuelo mismo, hasta que, al rato, este abandonaba completamente rendido, pues sabido es que para un niño un abuelo es la cosa más vieja del mundo y que, tras compartir unas horas con él, el yayo piensa lo mismo. Pero siempre le perdonaba de inmediato esas deserciones, sabedor, ¡cuánto saben los condenados mocosos!, de que estando con él, la disciplina hogareña era mucho más relajada que cuando estaba bajo la vigilancia de sus padres. Luego, si salían a dar un paseo, este le salía muy barato ya que, por unas cuantas monedas que uno se gastaba, el otro le correspondía con cientos, con miles de alegrías. Mucho se lleva escrito sobre esa maravillosa relación existente entre los abuelos y los nietos de poca edad, pero siempre quedará mucho por decir, ya que se trata de un nexo tan extraordinariamente satisfactorio y gratificador para ambas partes actuantes, que es dificilísimo hacerlo comprender a quien no haya tenido la fortuna de vivirlo. Es una mutua y exquisita adehala, a pocas cosas equiparable. Mas volvamos al cuento. Tras varios ruegos, y casi a regañadientes, el niño le obedeció al fin, se bajó del tambesco, y cuando ya cargaba el pobre con una mochila enormemente desproporcionada para su corta edad, tanto en tamaño como en peso, lo miró muy intrigado para preguntarle con bastante interés: -Oye, abuelo, y cuando tú no puedes hacerlo, y tiene que venir la abuela a recogerme al “cole”, ¿por qué nunca quiere que nos paremos un rato para que yo pueda subir en los columpios? Aquella pregunta lo pilló de improviso, como tantas otras de las muchas que el chaval le espetaba a veces. Esas que suelen hacer los niños que tienen la santa virtud de inquirir por los temas más insospechados con una agudeza inmensa. Trató de imaginar lo más rápidamente posible alguna respuesta falsa pero válida, o al menos creíble, consciente de que no podía responder con la verdadera. -Bueno, verás. Sabes que la abuela ayuda mucho a tu madre en las faenas del hogar, por lo que seguramente tiene cosas que hacer, y como se ha retrasado al tener que ir a recogerte, no puede perder mucho tiempo. Aunque quizás ocurra que esté cansada, que tu colegio no está lejos, pero, quieras o no, hay un buen paseo, y estará deseando llegar pronto para sentarse un rato. O tal vez, piensa en ir a la iglesia, o a visitar a alguna amiga, y necesita arreglarse. Las mujeres son muy raras. Ya lo comprobarás algún día. -Eso no debe ser, le contestó, porque si tenemos que ir a comprar fruta, o a merendar en la cafetería, o vamos a cualquier otro sitio que haya que ir, no le importa nada que tardemos más en llegar a casa. -Quizás, sea entonces porque una vez, hace muchos años, estando ella un día, un mal día, leyendo en el parque de nuestro pueblo, vio que un compañero empujó por detrás a un niño mientras este se columpiaba y como los mecedores de aquella época no tenían nada para sujetarse, el pobre chaval cayó al suelo y se rompió el cuello. -Oye, le dijo al poco el niño, pues un día, mientras yo jugaba, oí a mi padre contarle a un amigo que en su pueblo, un niño de cinco o seis años, que se llamaba Juan Ignacio, como tú y como yo, le pasó lo mismo: que otro niño le empujó estando en un columpio y, al caerse, se murió enseguida. Y ella tal vez lo recuerda y no quiere que me pase a mí. -Sí, ahora que lo dices, es posible que sea así, le dijo, mientras fingía un estornudo y sacaba el pañuelo para, disimuladamente, limpiarse unas dolorosas lágrimas que se le escaparon ante aquella remembranza. Sí, recuerdo que algo parecido a eso ocurrió. Pero mira Juancho, dejemos ese tema y vayamos al quiosco de ahí al lado, le propuso tratando dificultosamente de que en su cara se borrase la tristeza. Como hoy te has portado muy bien, te voy a regalar unos sobres con los cromos esos que sé que te gustan tanto. El chavea se avino a ello, y eso hicieron. Ramón Serrano G. Julio de 2012