viernes, 30 de julio de 2010

Quejarse

Quejarse
Ramón Serrano G.

Solemos decir: “Las cosas son como son”, así, sin más. Y yo, sin embargo, creo que eso es un craso error o, al menos, una afirmación seccionada en su mitad. Tanto, o de tal modo, que puede llegar a desvirtuar su esencia. Porque las cosas no son solamente como son por su naturaleza, por su eseidad o por su trascendencia, sino que son además como nosotros las vemos y como reaccionamos ante ellas.
Los problemas, las enfermedades, las desgracias, o los infortunios son malos en sí, y eso es incuestionable. Pero su malignidad y el detrimento que pudieran depararnos depende, y mucho, de nuestra postura ante ellos. Porque en la vida todo es mensurable, relativo, de forma que a todo evento, a toda vicisitud, el individuo puede reaccionar de modo muy distinto, según sean sus modales, su formación o su idiosincrasia. Pensemos en cualquier mal económico, corporal, familiar, social, o del tipo que queramos, y a poco que repasemos, veremos que todos hemos visto como cada quien lo admite y lo soporta de una forma ecuánime y paciente, mientras que otros, intolerantes, se exaltan y rebelan contra lo acaecido, diríamos que casi con intransigencia y modos malos o, al menos, incorrectos.
Hay que señalar también, que muchos somos propensos a magnificar nuestros quebrantos, lo que nos conlleva a considerarlos como únicos y requintadores de los que otros hayan padecido. Y no pensamos en cuántos y cuántos han sabido llevar con entereza sus tragedias y tribulaciones, siendo aquellas quizás de mayor enjundia que estas que a nosotros nos afligen. Son los que no se han atrincherado en la resignación y en las quejas y han sabido superar sus desventuras, guardándose su dolor, que lo tenían, y grande, tan grande como el de los demás, lanzándose a la brega diaria, dispuestos a demostrarle al mundo y a sí mismos que si el daño recibido era mayúsculo, su fuerza interna era mayor, y con ella superarían perfectamente dolores, carencias y pesares.
Porque seamos sensatos, nada se saca con una constante actitud plañidera. Al oírla o al contemplarla, unos se compadecerán un instante, pero pronto se desentenderán de nuestro penar para volver a sus propios problemas. Puede que alguien lo minimizará comparándolo con el que él mismo, o algún allegado, soportaron en un tiempo pasado. –Sí que lo siento, dirán, y enseguida: -Adiós, ahí te quedas. Y hasta puede que algunos se muestren sensibles en nuestra presencia, pero luego, en la calle se reirán de nuestra quejumbre y nos tildarán de gemebundos. No, créanme. Tiene un proceder absurdo quien se conforma con gimotear. Ya Esopo decía que “una vez llegada la desgracia, de nada vale quejarse”. Y existe un proverbio oriental que afirma: Si tu mal no tiene remedio ¿de qué te quejas? Y si tu mal tiene remedio ¿de qué te quejas?
Quede claro, sin embargo, que lo que quiero decir en lo expuesto hasta aquí no indica que las adversidades y los reveses no hayan de entristecernos y apenarnos. ¡Claro que sí! Y mucho a veces, según sea su tamaño y nuestra forma de ser. Lo que nunca deben conseguir es sumirnos en un estado taciturno o depresivo, y dejarnos sin ánimo para seguir luchando por todo lo bello que tiene la vida. Es como si alguien cae a una piscina. No es agradable, pero no tiene por qué ahogarse. Debe nadar con toda su energía para salvar su vida.
Por ello no debemos olvidar nunca que cuando nuestro corazón sufra por cualquier revés o percance, no hemos de caer en la inacción y en un gemiqueo constante. Lo importante es que nuestra cabeza actúe, serena y ordenadamente, como motor propulsor de nuestro comportamiento, para que este se realice a favor nuestro en el deseo de conseguir una vida, si no tan feliz como antes, sí, al menos, llevadera. Que nuestro entendimiento nos diga que no todo se ha perdido, aunque lo que ya no tenemos sea irrecuperable. Que nuestro magín nos enseñe a saber continuar con esa carencia. Que nuestra voluntad nos obligue a esforzarnos hasta conseguirlo.
Es sabido que el alma humana se fortifica con la lucha y que se saca más fuerza ante los grandes problemas. Que tenemos el deber de demostrar todo la valía que poseemos. Por lo cual, los males han de servir para estimularnos y no sólo para afligirnos. De ese modo nuestro duelo, que lo seguiremos teniendo por más o menos tiempo, deberemos guardarlo para nuestra intimidad sin dar de él cuatro cuartos al pregonero. Entonces, ya digo, conseguiremos que este no sea una rémora, un lastre que, además de no aliviar nuestro daño, nos tendrá abatidos y murrios.
En un hermoso libro, La inutilidad del sufrimiento, se afirma que lo sustancial de la vida de una persona no es tanto lo que le sucede, sino su proceder ante lo que le sucede. Y Churchill dijo que a los hombres y a los reyes se les juzga por los momentos críticos de su vida. Recordémoslo y actuemos en consecuencia.

Julio 2010
Publicadoem “El Periódico” de Tomelloso el 30 de julio de 2010