viernes, 4 de julio de 2008

El mañana

El mañana
Ramón Serrano G.

“Puedo escribir los versos más tristes esta noche…” Neruda.

Una de las innumerables cosas que nos ha traído esta época que nos ha tocado vivir, completamente dominada como está por la ciencia y la tecnología, es la posibilidad de adivinar el futuro en muchas facetas y aunque a primera vista parezca una incongruencia, poder saber muy aproximadamente cómo va a ser el mañana de los hombres. No, no crean que entiendo de hieroscopia, o de capnomancia, o que soy oniromante. Les aseguro que nada sé sobre ello y que no me estoy metiendo a adivino o futurólogo.
Es por tanto, la opinión atrevida de un pobre espectador, y está basada únicamente en la observación detenida de nuestros modernos usos y costumbres. Una vez más aludo a mi admirado amigo José M. Ruiz, al que tendríamos que acudir para opinar sobre el protocolo de Kyoto o sobre si lleva razón Isaac Asimov cuando dice que en el futuro la economía será dirigida por las máquinas.
El pneuma enthousiastihón que emana de las grietas del templo al que acudo de tarde en tarde, me inducen a apoyarme, ya digo, en el comportamiento de los seres humanos en la actualidad y por él, intento deducir a dónde pueden llevarnos estas conductas. Y pueden creerme si les digo que lo que alcanzo a ver no me satisface, ya que todo lo que aparece en mi bola de cristal difiere en mucho de mi idea de lo que es gratificante, e incluso de lo que es admisible.
Así, veo que los niños de vuestro mañana no pasarán frío pero no sentirán como es el calor entrañable de un buen fuego de leña. Estarán más, pero, incompresiblemente, peor alimentados. Dispondrán de muchos medios, pero de menos libertad. Y sobre todo, tendrán dos carencias muy importantes que les privarán de una auténtica felicidad. Una, es que no contactarán con la naturaleza. No montarán nunca en un borriquillo, ni sabrán cómo se castra a una gorrina, ni saldrán a las siembras a coger grillos o espigas, y quizás no vean jamás nadar a un pez en las aguas de un río. Y no, y no, y no… llegarán a conocer en vivo tantas y tantas cosas, que aunque parezcan intrascendentes, son importantes al ser naturales. Puede que yo esté equivocado, pero si es útil saber un idioma, también lo es ver procrear a un gorrión, o distinguir las brevas de los higos.
Su otra gran privación será la del disfrute y beneficio de la vida en familia. La intensa actividad laboral de sus padres (y ojalá que estos tengan esa actividad y no el paro) les impedirá ocuparse de ellos, no en lo material, que ahí sí que estarán bien abastecidos, pero sí en la convivencia. Se verán, si se ven, poco o a deshora, no comerán juntos, no dialogarán, y su aprendizaje global les vendrá dado por profesionales ajenos por los que estarán casi siempre tutelados por estos, que serán, además, los que se ocupen de vestirlos, entretenerlos, llevarlos al colegio e incluso al centro sanitario en caso de una urgencia.
Los hombres y mujeres adultos tendrán, casi todos, un trabajo seguro, digno, hasta rentable, pero probablemente estresante hasta el delirio, que los mantendrán apartados durante todo el día de su hogar, del que saldrán cuando aun sea de noche y al que volverán cuando se haya ocultado el sol. Ganarán ambos, eso sí, un jornal digamos que decente, pero que no les proporcionará una vida cómoda y apacible, ya que tendrán que destinarlo a adquirir un montón de utensilios dobles o triples. “Disfrutarán” de dos o tres coches, varios televisores, diez relojes, armarios de ropa, etc., etc., etc. Y con lo que les sobre, habrán de sufragar un rosario de obligaciones digamos “imprescindibles”. Si lo hace el vecino, cómo no van ellos a practicar yoga, jugar al padle, aprender la lengua maorí o comprarse una segunda vivienda, un pisito de 52 metros cuadrados a 700 kilómetros de su casa y a tan sólo 30 minutos andando desde la urbanización donde está ubicado hasta la playa.
Pero a donde no llega mi poder mántico es a imaginar tan siquiera cuál será la función que dentro de un par de decenios desarrollarán los viejos. Hasta hoy, cuando la nieve del tiempo blanqueaba su cabeza y su memoria, la misión de los ancianos fue la de aglutinar a la familia, conservar costumbres, o dar consejos. Eran como los antiguos maestros persas, que con leyendas a veces y a veces con historias, se erigían en los transmisores del escaso pero amplio saber, del correcto comportamiento humano, del estricto concepto de honradez y de justicia, y su desdentada charla era el emoliente que mitigaba la dureza diaria de un trabajo duro y mal pagado. Son, ¿somos? los últimos representantes del candil, la lumbre de cepas, las cataplasmas o el contrato firme por la palabra dada.
Mas esa tarea, a mi parecer trascendente, acabará difuminándose en nostalgia arredrada por los modernos medios. Y aunque todo puede llegar a imaginarse como al principio dije, clima, cultura, trabajo, no se me alcanza el vislumbrar cómo será mañana la vida de los viejos. Digamos que, como en una visión muy nebulosa, los contemplo atendidos, aseados, medicados y recogidos en centros construidos y diseñados específicamente para ellos. Pero me digo ¿tendrán con quien hablar?, ¿podrán salir un rato al sol cuando les plazca? Y lo que es más importante aún: ¿serán felices?

Julio 2008

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de julio de 2008