lunes, 28 de enero de 2008

La pared

La pared
Ramón Serrano G.

Para Ángel Castro, el amigo que me contó esta historia

Ya mayeaba mayo por Castilla, lo que invitaba a tomar de mañana la mañana, pues el sol empezaba más bien a molestar, sobre todo a partir de mediodía. Así que sobre las diez nos fuimos Luis y yo hasta el parque, que estaba hermoso, acogedor, relajante con su profusión de árboles y plantas. Muchas y muy hermosas especies había de ellas: ailantos, sóforas, acacias, unas de bolas y otras espinosas, prunos, paraísos de embriagador aroma, magnolios, y otras tantas para mi desconocidas. Y se veía y se oía cantar a multitud de pájaros de muy diversas clases: tarabillas, aviones, carlancos, ruiseñores, carboneros, grajillas, estorninos, pinzones, jilgueros, pardillos, un sinfín. Y viendo esto, di en pensar en el generoso espíritu de estos parques, su generoso proceder, ya que tan maltratados y denigrados por el hombre, tan atacados por la polución, son sin embargo regaladores de un oxigeno muy beneficioso y entregadores de una paz y de un sosiego impagables. Fue allí donde yo me quedé esperando a mi amigo, que aquel día le apeteció asistir al oficio religioso que se celebraba en una vecina iglesia. Y lo digo así porque no era Luis ni beatuco, ni muy habitual en prácticas piadosas, pero sí gustaba, cuando a su decir el alma se lo pedía, de recogerse en algún templo o capilla para orar y meditar.
Mientras regresaba me acomodé debajo de un banco en donde paliqueaban tres vejetes cobijados por una hermosa morera cuya sombra mucho prestaba, como gustan de decir los asturianos. La verdad es que hubiese deseado adormilarme, pero me desveló con agrado la garla de los paisanos que parecía que hubiesen escuchado mis pensamiento sobre el altruismo, por lo que estaban diciendo.
- ...... y es que ahora todos vamos a lo nuestro. Y eso es tan verdad como que me llaman el “Liebro”.
- Hombre, claro, corroboró Tomas “Tirillas”. ¿Cuándo ves tú que alguien esté dispuesto a ayudar, en lo que sea, al amigo o al vecino? Hoy, si no hay beneficio por medio, escurrimos el bulto si se trata de socorrer o asistir a alguien. Se pone cualquier achaque y que cada uno se apañe como pueda.
- Bueno, bueno, digamos que todavía queda alguien caritativo, terció Emilio “Maturras”. Voy a deciros algo que ocurrió hace poco. Mi nuera, que como sabéis es enfermera en el hospital, me contó las semanas pasadas que en una habitación estaban ingresados, bastante graves, dos hombres, ya de nuestro tiempo. A uno, Ángel, que ocupaba la cama ubicada frente a la ventana, le tenían que incorporar y sentarle durante unas dos horas cada tarde para ayudarle a drenar el líquido de sus pulmones. Simón, su compañero, tenía que estar casi inmóvil y continuamente boca abajo.
- Sin otra mejor ocupación, ambos charlaban durante horas. De sus familias, sus pueblos, sus hogares, sus trabajos, de sus muy raros viajes y de sus más escasas vacaciones. De todos cuantos recuerdos se les venían a sus muy ancianas mentes. Pero cada tarde, cuando obligaban a Ángel a sentarse, él pasaba todo ese tiempo describiendo a su vecino aquello que podía divisar a través de la ventana. Se observaba un precioso parque, decía, con un gran lago en el medio. Los patos y los cisnes jugaban en el agua, mientras que por los paseos los niños lo hacían con sus cometas y sus aros. Los enamorados paseaban ensimismados, cogidos de la mano y haciéndose ciento y mil promesas, rodeados de flores de todos los colores imaginables. Había arboles, setos, fuentes y a lo lejos se divisaba una hermosa vista de la ciudad. Todo lo describía con detalle minucioso y exquisito, mientras que Simón, en su lecho, cerraba los ojos e imaginaba las escenas. Otra tarde, de espléndida apariencia, le contó como por una gran avenida se estaba desarrollando un vistoso desfile, y aunque su compañero no podía ver los llamativos uniformes y las esplendentes banderas, ni oír la bien acompasada banda, seguíalo todo con los ojos y oídos de su alma, exactamente como se lo describía su compañero con mágicas palabras. Y en esas, pasaron días, muchos días. Tal vez, meses.
- Pero una mañana, al entrar mi nuera para darles sus medicinas, encontró el cuerpo sin vida del hombre de la ventana, que había muerto plácidamente mientras dormía. Esa misma tarde, Simón pidió que le llevasen a la otra cama para así poder ver el mismo el panorama, ya que no estaba allí su amigo para hacerlo y contárselo. Con gusto lo cambiaron, y tras asegurarse de que le habían dejado cómodamente instalado, salieron los sanitarios de la habitación. Entonces, lentamente, con muchas dificultades, el hombre se irguió sobre sus codos para lanzar su mirada al mundo exterior, ya que, por fin, tenía la oportunidad de ver, por él mismo, otras cosas que no fuesen las paredes blancas y los utensilios sanitarios de rigor. Mas cuando miró, pudo comprobar que a través de aquella ventana tan sólo se podía contemplar una inmensa pared de ladrillo. Un muro enorme que lo tapaba todo. Nada más. Asustado llamó a la enfermera a la que preguntó cómo podía haber sido y qué motivos habría tenido Ángel para describirle aquellas cosas tan maravillosas que no había visto nunca. La enfermera le contestó, que en un lamentable accidente, a más de otras graves lesiones, Ángel había quedado ciego, aunque lo disimulaba perfectamente. Por tanto, no podía ver nada, ni siquiera la pared que había enfrente, y que si le había contado todas aquellas historias, “ seguramente sería para que la mente de usted, Simón, se olvidase un poco de la enfermedad y con ello hacerle algo más feliz”.
Llegó Luis en esas y mientras echamos a andar, vio que estaba llorando, que los perros también lloramos. Me preguntó el motivo y le conté, punto por punto, la historia que acababa de oír a Maturras.

Noviembre de 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 19 de noviembre de 2004

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