sábado, 2 de febrero de 2008

Las brujas

Las brujas
Ramón Serrano G.

Por desgracia, hay muchas cosas (personajes, objetos, profesiones o ritos) que los niños del siglo XXI no llegarán nunca a ver, e incluso ni a conocer, a no ser que alguna persona mayor, caritativa, les hable y les explique su existencia y actuaciones. Las innovaciones de la técnica y los cambios en las costumbres, han acabado con ellos, como acaba el hielo de una madrugada de abril, o la piedra de una negra nube de mayo, con el fruto apenas asomado de las vides. No sabrán los pobres chiquillos que antaño hubo guarnicioneros, amas de cría, serenos, morilleros, sacristanes, monaguillos, botijos y candiles. Y que se iba al rosario de la aurora, o al campo a comer espigas de cebada o a cazar grillos. Más larga podría hacer esta lista de evocaciones, pero no quiero convertirla en una retahíla. Aunque lo cierto y verdad, es que sintiendo su ausencia, me acuerdo con mucho cariño de todos y cada uno de sus componentes, que siempre agrada pasar las cosas por el tamiz mágico de la memoria.
Pero la evanescencia que más me desagrada es, sin duda alguna, la de las brujas. ¡Ah, las brujas! Aquellos seres, algo más que humanos, a los que se le atribuían poderes mágicos, casi siempre malignos, amparándose para ello en un misterioso pacto que se suponía tenían con el diablo. De ellas nos hablaron autores tan famosos como Perrault en “La Cenicienta”, Frank Baum en “El mago de Oz”, y con un enfoque más serio y diferente Arthur Miller en su muy famosa obra “Las brujas de Salem”, sin olvidar nunca a Julio Caro Baroja en “Las brujas y su mundo”.
Intentemos describirlas. Su representación venía a consistir en la figura de una vieja desaliñada, tocada con un raro caramiello negro y raído que apenas le dejaba ver la cara. Y esta faz era rugosa, con verrugas de extrañas formas, tamaños y colores. La nariz rojiza y prominente, y bajo ella una abertura en la que se ocultaban a lo sumo tres o cuatro dientes, sin albura y distantes entre sí. El cuerpo, seco y giboso, se tapaba con un sobretodo de color y forma completamente indefinibles.
Hagamos un aparte para decir que eran familia muy cercana del “Bu”, y parientas algo retiradas de las célebres hadas, aunque estas, como todo el mundo sabe, siempre se nos aparecían bellas y apuestas, dedicadas a hacer el bien y a obsequiar con increíbles regalos a todo el que tenía la fortuna de toparse con ellas. Y posiblemente, debido a ese parentesco, hubo algunas calchonas dispuestas igualmente a beneficiar a los demandadores de sus encantadoras y taumatúrgicas artes.
Pero volviendo a nuestras protagonistas, hemos de decir que vivían en una desvencijada casa inmersa en lo más profundo de un tenebroso bosque, con un fuego siempre encendido y en la que también habitaban una lechuza (esa especie de loro mudo con cara de asombro constante), varias ratas de los más diversos tamaños y colores, y en incomprensible armonía con ellas, un par de gatos, viejos como la sarna y negros como la pena. Todos estos inquilinos compartían con su casera diálogos, escaso alimento y misteriosas ocupaciones.
Por igual he de ocuparme en describir el sinfín de utensilios que albergaba aquel cuchitril. Unos estaban allí por ser los medios que la jurguina necesitaba imprescindiblemente para el buen desarrollo de sus funciones cabalísticas. Otros tenían una misión incierta. Los más eran, únicamente, mugrosos acaparadores de polvo. Lo cierto, es que siempre había dos objetos esenciales: la escoba y el hirviente caldero. Luego, se solían hallar varios libros, gordos y desvencijados, en los que estaban anotadas fórmulas y prescripciones para curas o para encantamientos. Una esfera de cristal, opaca cuando no era utilizada. Redomas y alambiques. La tráquea seca de un perro. El diente de un oso. Algunos pelos de la cola de un zorro. El ala de una urraca. Y además, botes, muchos botes, conteniendo cornezuelo de centeno, amanitas, mandrágora y estramonio, sal del mar Muerto, vísceras de lirón, el rabo seco de un lagarto y, y, y,…, todo aquello que imaginarse pueda.
Ocupémonos por último de su trabajo. Era de dos clases. El principal, tenía un carácter marcadamente maléfico, y se empleaba para anular voluntades, aojar, causar encantamiento, obnubilar las mentes, entorpecer conductas o conseguir por medios taumatúrgicos y misteriosos todo mal o perjuicio imaginable o inverosímil.
Sin embargo tenían también otra utilidad, y es esa, el motivo de mi grata evocación. A ellas acudían muchas gentes para tratar de conseguir el amor inasequible de una moza. O a suplicarles que atrajesen la fortuna necesaria para que el marido o el hijo volviesen ilesos de la guerra. O se les pedía el remedio preciso para curarse de una rija o de una hidropesía. Pero su misión más benefactora era una que realizaban sin enterarse ellas mismas, ya que la obtenían algunos con sólo nombrarlas. Se producía, ¡oh portento!, cuando los padres las invocaban como somnífero para sus hijos. O para que su posible llegada sustituyese al aceite de hígado de bacalao animando a los chiquillos a la ingesta. O porque su simple nominación obligaba a los chavales a un buen comportamiento.
Por todo esto yo, y muchos de los abuelos de esos personajes que acaban de nacer en estos comienzos del siglo XXI, añoramos a las brujas, ya que no hay a quien acudir hoy en día para, aunque sea con mínimas posibilidades de éxito, poder intimidar ligeramente a los niños y conseguir de ellos una obediencia y un comportamiento adecuado.
Junio 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de junio de 2007

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