jueves, 17 de junio de 2010

La peor mentira

La peor mentira
Ramón Serrano G.

No necesito recordarles, que si la envidia fuese tiña habría infinitud de tiñosos. Y por igual, que si el cuento de Pinocho se realizase en nosotros, la mayoría de los humanos poseeríamos (sálvese quien pueda) inmensos almacenes para la mucosidad nasal; enormes bases para sostener las gafas. Porque mentimos, y bastante. Todos. Y a quien no lo haga, le pido perdón, y le ruego que no se dé por aludido.
Sobre la mentira, como casi de todo, se ha escrito y opinado mucho. Como anécdota diré que, de entre esas opiniones, siempre me parecieron muy acertadas la que hizo Bismarck, cuando dijo que nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de unas elecciones. O la de Antonio Machado, ¿quién podría haberlo dicho, sino él?: “¿Tu verdad? No. La Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
Lo cierto es que los humanos mentimos en exceso. Lo hacemos mucho ahora y lo hemos hecho siempre. Pero de todos los embustes, creo que el más cruel es aquel que, en silencio, nos hacemos a nosotros mismos demasiado a menudo. Porque sin tratar de justificar a los otros, a las andróminas que largamos y que intentamos colar a los demás, sabemos que se realizan con algún fin, las más de las veces aviesos, aunque también los haya de carácter piadoso. Sería ocioso desarrollar las muchas desventajas que tiene el embustir y entrapazar, pero quizás lo peor de haber mentido es que, cuando hayan descubierto nuestro engaño, que al final lo harán (todos sabemos que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo), ya nunca volveremos a ser creídos. Recuerden aquello de : “Favor que viene el lobo, labradores..,”.
Y dije antes, que siendo la mendacidad dañina en grado sumo, de toda la ralea de falacias, la más inicua, por muchas razones, es aquella con la que nos queremos auto-engañar, La que nos decimos a nosotros mismos para convencernos de algo que sabemos muy bien que no es cierto, pero que nos deja satisfechos, o eso creemos. Citaré algunos ejemplos de actos de este tipo, bien sea sucedidos a nosotros o a cualquier otro.
Así es, cuando un patrono paga a su empleado un sueldo de miseria y quiere tranquilizar a su propia y escasa conciencia, diciéndose: “Harto le doy ¡para lo que trabaja! y además, así “no se gastará el dinero en vicios”. O el obrero que deja la tarea a sin acabar correctamente: aquello de tente mientras cobro o de la viña malamente podada, y bueno está. Quien altera, a sabiendas y en su provecho, el peso o la calidad de su mercancía cuando la vende, y: ¡como todo el mundo lo hace! El otro que cohecha de una o de los mil modos y maneras en las que esos latrocinios pueden hacerse desde su poltrona, y: ¡puesto que nadie se va a enterar!
Están luego los de: total por… Total, por una vez que me lleve algo de la tienda sin que me vean. Total por una vez que sise un poco. Total por una vez que falte algo de materia prima. Total por una vez que no sean los ingredientes de la calidad indicada. Total por una vez…
Citaré, por último, las ocasiones en que también nos engañamos a nosotros mismos, o al menos lo pretendemos, y por cobardía, por comodidad, y hasta por vagancia, elegimos lo que de sobra sabemos que no es ya lo mejor, sino tan siquiera lo tasadamente aceptable, aunque, eso sí, lo más cómodo, lo que menos trabajo nos da, lo que a menos nos obliga. Sabemos sobradamente que tenemos valía suficiente para que nuestras aspiraciones, del tipo que sean, fuesen mayores. Pero no tenemos los redaños necesarios para esforzarnos en conseguirlas. Y, en un conformismo espurio, nos mentimos taimadamente diciéndonos que eso es más que suficiente. O que no nos gusta, sabiendo que el gusto significa esfuerzo y en realidad al final no es que no nos agrade, es que hemos aplicado la ley del mínimo esfuerzo. E incluso nos decimos, ¡qué cinismo el nuestro! que hemos hecho cuanto hemos podido por lograrlo.
Y a qué seguir. Como puede verse, en estas como en las otras, hay intención dañina y perniciosa para el ajeno. Pero en estas llevan aparejado intrínsecamente el peligro de una catástrofe inmensa. Pensamos que estas patrañas serán la jácena que soporte la techumbre del chamizo en el que queremos ocultar nuestras incorrecciones y nuestras falsedades. Que esos auto-engaños serán la medicina que calme la inquietud que nos haya producido nuestro escaso o mal obrar. Pero deberíamos saber, y de facto lo sabemos, que no son más que un placebo que calma livianamente nuestra conciencia de inmediato, pero que, como los explosivos de efecto retardado, son muy peligrosos de utilizar.
Balmes decía que el hombre se engaña a sí mismo para después engañar a los demás.

Junio 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 18 de junio de 2010