jueves, 6 de octubre de 2016

Usos

Quien me haya leído, recordará, ya que lo he dicho mil y una veces, y he de repetirlo en mil y una más, lo hermoso de muchas costumbres antañonas como, por ejemplo, aquella de oír in illo témpore cantar a los hombres, a su aire y a su albedrío, cosa esta que casi siempre ocurría en tres ocasiones: cuando iban o volvían del campo sentados a lomos de la mula o del burro, a la ida o al regreso de rondar a la novia, o mientras trabajaban manualmente en el taller y de ahí el origen del cante de fragua, o de la herrería, al compás del fuelle y el martillo. Y solían hacerlo bien. Porque ponían empeño en ello, porque se fijaban en maestros como Chacón, Mairena, Vallejo o Pinto y porque no pasaba nada si repetían sus coplas o no lograban sacar en ellas la profundidad o el arte de los grandes genios flamencos. Ni a ellos les apocaba, ni nadie se lo echaba en cara. Sin embargo, con los escritos no ocurre esto, ni ha ocurrido jamás. Quienes gustamos de hacer “garrapatos”, solemos, al igual que lo hacían aquellos, poner el mejor afán en ello y en emular a los maestros. Pero al no tener el calibre o los quilates de los grandes, se nos suele, aparte de la calidad, acusar de plagio y afear nuestra acción si reincidimos en un tema, o si no alcanzamos, ni con mucho, la belleza de los textos de los clásicos o famosos. Será, pienso yo, porque el cante se perdía en el aire, mientras que lo escrito ahí queda. Verba volant et scripta manent, que dirían los latinos. Pero, ¿qué se le va a hacer? A quien no le guste así, que lo deje, que se dedique a otra cosa, o que se busque otro entretenimiento. Y hago este inicio porque ayer, leyendo una de las mejores composiciones amorosas, si no la mejor, que en el tiempo han sido, aquella que comienza: “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra..”, que compusiera el siempre insuficientemente alabado Francisco de Quevedo, vino a mi magín cómo van mudándose los hábitos de las gentes y por qué estas mutaciones son debidas a las imposiciones de la vida. Esta, que ha tomado en la actualidad unas prisas y unos desasosiegos desaforados, nos lleva a todos, entre otras cosas, a querer atender a muchos palos y tener más ocupaciones de las aconsejables, aun cuando ellas no sean imprescindibles para una mayor calidad de nuestra existencia, y aunque muchas veces, demasiadas veces, esa mejoría no sea del todo cierta. Aparentemente sí que lo parece. Nos auto convencemos de que no debemos desaprovechar el tiempo, pero este lo empleamos con demasiada frecuencia en actividades nimias, en ocupaciones fútiles, que puede que sean buenas en sí, y de hecho lo son, pero en las que hemos de emplear tanto tiempo que nos impiden realizar otras obras de tanta o mayor enjundia, y, desde luego, más sosegadas. Desde siempre ha venido sucediendo que los hombres estuvieran impacientes por conseguir sus afanes. Pero nosotros, tratando de hacer lo que está de moda, procurando emular al vecino o al amigo, queremos abarcar tanto y tan rápido, que ni procesionamos, ni repicamos debidamente. Muchos autores pensaban así. Chestertón llevaba mucha razón cuando dijo que “la prisa nos lleva demasiado tiempo”, y hace unos diez años, Carl Honoré, publicó su Elogio de la lentitud, libro verdaderamente recomendable. Antes las cosas se hacían de otra manera. ¡Muchas cosas se hacían antes de otra manera! Y, sobre todo, con un mayor sosiego y raciocinio, lo que era infinitamente mejor que los arrebatos actuales, con los que, en nuestra forma de vivir y de actuar, parece como si estuviésemos encalabrinados, dominados a menudo por un aceleramiento excesivo y nada proficuo. Porque tenemos prisa no nos vestimos despacio y así salimos luego a la calle: hechos unos adefesios. Nos preocupamos más de hacer muchas cosas antes que de hacerlas bien, porque hoy, y así parece constatado lamentablemente, importa más la cantidad que la calidad. Va entonces mi recomendación -aunque ¿a quién puede interesar la sugerencia de un pobre viejo- de que las cosas se deben hacer bien, sin prisas y meticulosamente. Ya, el ínclito Antonio Machado, nos recomendaba: “Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas”. Por último, recordar que nunca nadie debe confundir en su actividad calma con ocio, y recordar también a Agustín de Hipona, que dijera que la ociosidad camina con lentitud y por ello todos los vicios la alcanzan. Pero ese ya es otro tema. Ramón Serrano G. Octubre 2016