sábado, 2 de febrero de 2008

Dura lex

Dura lex…

“Dura lex, sed lex”.- Justiniano

Como me parece haber dicho en anterior ocasión, mi buen amigo Josele suele decir de mí que soy muy admirativo. Dice eso y otras muchas cosas, y he de reconocer que en todas acierta pues es hombre observador, sabio y sincero. Es verdad que, como él afirma, soy proclive al ditirambo, pero yo a ello no quiero llamarlo cualidad, puesto que a esta tendría que adjetivarla, sin que sea esa mi intención. Para mí, el tener esa predisposición hacia la estima y la alabanza, no es bueno ni malo, sino simple y subjetivamente agradable, o dicho de otro modo, altamente satisfactorio.
Pero vamos a tratar de describir en que consiste eso de ser admirativo. En primer lugar he de decir que no es para nada, ni se parece en lo más mínimo, al chauvinismo galo. Los franceses, todos lo sabemos, tienen un desmedido aprecio por lo suyo y, si cabe, un algo de menoscabo hacia lo de los demás. En esto último no les apoyo, pero sÍ les alabo en lo primero, ya que saben como nadie ensalzar lo propio y defenderlo, y consumirlo y desarrollarlo en todos los sentidos, y siempre antes que lo extraño. Ahí nos dan a la mayoría de los hispanos una gran lección, puesto que nosotros, de Pirineos abajo, hemos pecado demasiadas veces de criticar la calidad de lo nuestro, pareciéndonos a menudo que era mucho mejor lo forastero, simplemente por el mero hecho de serlo. Valga como oportuno ejemplo el afrancesamiento de muchos de nuestros compatriotas en los albores del siglo XIX. O la ponderación exagerada que hacemos a menudo de vinos, licores, artilugios o aparatos foráneos, con la correspondiente opinión de minusvalía inadecuada hacia los propios.
Y volviendo al principio de este escrito, diré que esa admiración constante hacia lo que me rodea no es sino el hecho de anteponer siempre las virtudes a los defectos que tenga, o pudiera tener, aquello ante lo que me encuentro. Bien es sabido que no hay nada en este mundo que sea completamente perfecto. Como es posible que tampoco lo haya completamente chanflón o furris. A todo cuanto podamos imaginar se le pueden atribuir cualidades positivas o perniciosas, en mayor o menor grado, por mucho que su naturaleza nos parezca determinada de antemano.
Por ejemplo, la riqueza nos dará tranquilidad y bienestar, pero igualmente nos puede hacer ostentosos y fatuos. Una enfermedad nos impondrá dolores y limitaciones, pero fortalecerá nuestra capacidad de sacrificio. Entonces lo importante para mí, aunque desgraciadamente muchas veces no lo consiga, es tratar de obviar lo negativo, procurando valorar al máximo y disfrutar de ello, de cuanto relevante pueda tener la circunstancia, el paraje o la situación, ante la que me halle.
Bien pudiera ser que este comportamiento peque de demasiado pragmático o que tenga visos de hedonista, pero yo me acostumbré a considerarlo así desde niño y siempre me fue bien, por lo que nunca pensé en cambiar de actitud. Se trata, sencillamente, de valorar positivamente lo que tenemos ante nosotros, pero sin hacer nunca comparaciones entre lo que habemos hoy con aquello ante lo que nos hemos encontrado en alguna ocasión anterior. Sabido es de antemano lo odioso de las comparaciones. Entonces, olvidémonos de ellas, y así, evitaremos comprobar que hubo ocasión alguna en la que fuimos más felices que lo que ahora somos. Dediquémonos, en actitud positivista, a valorar al máximo el presente, magnificando lo bueno, lo bonito de nuestro presente, y minimizando lo negativo, lo desagradable, que lo actual pudiera tener. Y ante todo, y sobre todo, tratemos de descubrir – como Machado – el bello secreto de la filantropía. O sigamos a Schopenhauer cuando afirma, pese a ser un misántropo, que el trato ético hacia los demás, o sea, un comportamiento altruista y solidario, es nuestra mejor actitud.
Y si así obramos, observaremos de inmediato cómo la felicidad se convierte en nuestra inseparable y continua compañera. Sabemos pues cuál es el medio para conseguir la dicha. Mas, sin embargo, no acabamos de alcanzarla, ya que hay por ahí algún “meigallo” que nos impele a hacer todo lo contrario, que nos obliga a ignorar lo bueno del momento, que nos incordia resaltando los inconvenientes y anteponiéndolos a las ventajas, y nos lleva a un intenso estado de insatisfacción. Debe haber cierto jorguín que entorpece nuestro ánimo, lo desencamina y lo encrespa, haciéndonos vivir en un continuo desasosiego. Todos lo sabemos, porque a todos nos ha pasado, y nos sigue pasando, alguna vez. Y sin hacer alusiones a doctrinas religiosas de uno u otro credo, parece ser que hemos venido a la tierra más a padecer que a gozar. Que este mundo es un érebo, un pandemónium, y que la felicidad no la hallaremos hasta que lo hayamos abandonado. Podríamos decir que es ley de vida. Dura ley, pero es ley.

Julio 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de julio de 2007

No hay comentarios: