jueves, 14 de enero de 2010

La luz

La luz
Ramón Serrano G.

Hay frases que son verdaderamente desafortunadas, o al menos, así me lo parecen. Unas, por inoportunas; otras, por incorrectas; y algunas como esas que no vienen a decir lo que parece que quieren decir, y conste que no deseo hacer de esto un trabalenguas. Hay alguna, hay muchas, pero está sobre todo esta a la que me voy a referir, y que pienso que está totalmente equivocada. Ahí va: “Fulanito de Tal vio la luz el día…” Y con eso de: vio la luz, se quiere decir que nació, que fue alumbrado. Pero para un servidor, ¡qué mal expresado está, mi alma!.
¿Que por qué está mal? Pues puede que sea por una absurda interpretación mía, pero yo lo veo de otra manera y voy a tratar de explicarlo. Así, podría comenzar diciendo que la mayoría de las palabras tienen varias acepciones, y parecería lógico que se tome siempre la que resalta a primera vista. En el caso que nos ocupa, cuando nace un ser humano, lo que ocurre es que abandona la ¿oscuridad? del vientre materno en la que se ha mantenido durante nueve meses y sale al “resplandor” de este mundo en que habitamos. Zutanita ha dado a luz, decimos. Luego, transcurrido un tiempo más o menos largo, ese ser cierra los ojos, con lo que deja de percibir esa luz que le ha iluminado a lo largo de su existencia.
Hasta aquí parece todo normal, pero tratemos de enfocarlo desde otro prisma. Con un punto de vista diferente, y que seguramente será una barbaridad al ser mío, pero como tal, lo defiendo. Veamos. Estaremos de acuerdo en que la luz es una fuente de energía que, producida por el Sol, o por cualquier otro sistema, se propaga en forma de radiación, y, reflejada por los objetos, actúa sobre el ojo, siendo la causa de que este pueda verlos. Pero esto se producirá siempre que tenga una determinada intensidad, ya que si esa magnitud no se halla dentro de unos límites, nuestra visión se hallará muy afectada, e incluso puede llegar a ser nula.
Pero vayamos por partes. Al producirse el alumbramiento, al amanecer de sus días, el neonato, con sus ojitos cerrados, quizás perciba la suave luz del alboreo. No lo sé, ya que mi ignorancia de medicina, como de tantas otras cosas, es supina. Pero lo que sí sé es que la luz es calor, y por ello sentirá en lo más íntimo, estoy seguro, unos desagradables cambios de temperatura, habituado como estaba al útero isotermo que hasta ese momento fuese su morada. En ese lugar en donde se le ha estado preparando convenientemente para poder enfrentarse a las duras pruebas que tendrá que superar.
Porque ese primer malestar no será nada en comparación con todos los que tendrá que sufrir a partir de ese instante. Al principio apenas lo notará, pero la luz, la terrible luz, irá in crescendo de forma horrible hasta llegar a hacerle daño. Un daño casi irreparable que le afectará perniciosamente mientras esté vivo. Sobre él, que todavía no lo sabe, se proyectarán a lo largo de su existencia muchas luces lacerantes. Flashes emitidos por seres avarientos; luminarias abrasadoras provenientes del odio; rayos devastadores emitidos por las injusticias, y otros muchos truenos y relámpagos que afectarán a su comportamiento y forma de ser.
Eso por el día, o sea, en la mitad de su vivir. Por la noche, en la otra mitad, las tinieblas le impedirán, o le harán muy dificultoso su avance y su desarrollo. Habrá de sufrir las penumbras del cáncer; lo tenebroso del paro; la oscuridad de la emigración; la calígine de las drogas; la ceguedad que conduce a la guerra. Todas ellas y muchas más, son situaciones que le habrán de sumergir en apocalíptica ceguera.
Después, en la última etapa de su vida, cuando la noche esté cercana, cuando sus ojos ya casi no distingan la luz y por tanto apenas vean, seguirán esos destellos, pero puede que su próxima y presentida muerte le lleve a la impasibilidad, muy sabedor de que la luz también es la solución de los problemas. Y él, ¡qué paradoja!, estará viendo ya la luz al final del túnel. De ese túnel deslumbrador a veces y a veces tenebroso que ha sido su existencia y que ha tenido que soportar de modo inmisericorde.
Entonces pensará en cómo ha sido esa vida y cuándo vio de verdad la luz. Recordará que esa visión no ocurrió a su llegada a este mundo. Que la luz estaba ya en el cariño de su madre, desde el mismo momento en que esta supo que iba a serlo. Y que luego, al final, cuando sus ojos se hayan cerrado para siempre, por una extraña taumaturgia, la luz, la auténtica luz, se mantendrá en él. Y él se servirá de ella de dos formas: la primera, entregándosela a los que le sucedan, que se verán iluminados con y por su recuerdo. La segunda, y según lo que muchos manifiestan, porque en algún lugar y en alguna hora, brillará para él la luz eterna.

Enero 2010
Publicado en ·El Periódico” de Tomelloso el 15 de nero de 2010